Read Un cadáver en los baños Online

Authors: Lindsey Davis

Tags: #Histórico, Intriga

Un cadáver en los baños (3 page)

Una esclava o liberta pronto te controla la vida. Para satisfacer la necesidad de posición social de Hispale, dioses benditos, tuve que comprar una silla de manos. Mi padre me prestó temporalmente un par de porteadores; eso sólo fue la excusa para utilizar mi silla para trasladar sus cosas a su nueva casa en el Janículo. Para poder proporcionarle su habitación a Hispale nos tuvimos que mudar antes de que la vieja casa de mi padre estuviera lista para recibirnos. Durante semanas tuvimos que vivir junto a nuestros decoradores, lo cual ya habría sido bastante terrible incluso si no me hubieran engatusado para darle trabajo a mi cuñado, Mico el yesero. Él estaba contentísimo. Como trabajaba para un pariente, supuso que podía traer consigo a sus mocosos huérfanos de madre y que nuestra niñera se ocuparía de ellos. Al menos de esa manera me vengué de la nodriza. Mico había estado casado con la más terrible de mis hermanas; el carácter de Victorina se revelaba claramente en sus huérfanos. Fue un duro golpe para Hispale, que continuamente salía corriendo hacia la Puerta Capena para quejarse ante los padres de Helena de su horrible vida. El senador me reprochaba las historias que ella contaba, cada vez que me lo encontraba en el gimnasio que ambos frecuentábamos.

—¿Y por qué vino con nosotros, por el Hades? —refunfuñé—. Debió haberse imaginado cómo sería.

—Esa chica le tiene mucho cariño a mi hija —sugirió Camilo Vero—. Además, me han dicho que ella creía que le proporcionarías la oportunidad de viajar y correr aventuras en exóticas provincias extranjeras.

Le conté al excelente Camilo cuál era la espantosa provincia donde acababan de invitarme a ir de visita, y los dos nos reímos un buen rato.

Julio Frontino, un ex cónsul que había conocido durante una investigación en Roma hacía dos años, estaba sufriendo entonces la recompensa a su intachable reputación: Vespasiano lo había nombrado gobernador de Britania. A su llegada, Frontino había descubierto algún problema con su programa de obras importantes y sugirió que yo era la persona adecuada para arreglarlo. Quería que me dirigiera hacia allí. Pero mi vida ya era bastante complicada. Ya había escrito rechazando su petición de ayuda.

III

Las quejas por parte de Julio Frontino no cejaron. A continuación fui convocado a una informal charla de tarde con el emperador. Supe que eso significaba alguna petición seria.

Vespasiano, que tenía sus propios problemas familiares, merodeaba entonces con frecuencia por los jardines de Salustio. Eso le ayudaba a evitar a los peticionarios en el palacio y también a esquivar a sus hijos. Domiciano a menudo estaba en desacuerdo con su padre y su hermano, probablemente porque pensaba que estaban confabulados contra él. (Los Flavios eran una familia unida pero Domiciano César era un tipo insignificante, así que, ¿quién podía culparlos?). El hijo mayor y favorito, Tito, actuaba como colega político de su padre. En su día había sido un joven extraordinario y en aquellos momentos acababa de iniciar abiertamente una apasionada relación amorosa con Berenice, la reina de Judea. Ella era hermosa, valiente y descarada y, por lo tanto, sumamente impopular. Era una buena pieza que ya había intentado insinuarse a Vespasiano durante la Guerra Judía. Como entonces su amante de tantos años, Antonia Caenis, había muerto hacía poco, él debió de sentirse vulnerable. Aunque hubiera podido resistirse a Berenice, puede que no le fuera nada agradable ver a su viril hijo consintiendo su presencia. En el palacio, Tito también tenía una joven hija, quien, a decir de todos, se estaba criando muy traviesa. Falta de disciplina, decía mi madre. Habiendo educado a Victorina, Alia, Gala, Junia y Maya, todas ellas aprendices de las Furias, ella debía de saberlo bien.

Era de sobras sabido que Vespasiano no se fiaba de los informantes, pero con esa clase de vida privada, el hecho de entrevistarse conmigo le debía de parecer un alivio. Yo también habría agradecido una charla con él, si no hubiese temido que me ofrecería un trabajo de mierda.

Los jardines de Salustio estaban situados en la parte norte de la ciudad, a una larga caminata de mi zona. Ocupaban un generoso emplazamiento a ambos lados del valle situado entre las colinas de Pinciano y del Quirinal. Creo que Vespasiano había sido dueño de una casa privada allí antes de convertirse en emperador. La vía Salaria, que todavía era la ruta que utilizaba para dirigirse a su casa en sus fincas de verano de las colinas Sabinas, también pasaba por allí.

Quienquiera que fuera Salustio, sus jardines habían sido de propiedad imperial durante varias generaciones. El loco Calígula había construido allí un pabellón egipcio abarrotado de estatuas de granito rosa en conmemoración de una de sus incestuosas hermanas, y Augusto mostró algunos huesos de gigante en un museo. Los emperadores tenían algo más que un laurel recortado y una hilera de alubias… En ese lugar, algunas de las mejores estatuas que he visto señalaban el final de unas elegantes vistas. Mientras buscaba al viejo di un paseo bajo la fresca y tranquilizante sombra de unos gráciles cipreses.

Al final percibí a varios tímidos pretorianos que acechaban entre los arbustos; Vespasiano había manifestado públicamente que no quería protegerse de los locos con dagas, lo cual significaba que los miembros de su guardia tenían que rondar por allí tratando de parecer jardineros que arrancaban malas hierbas, en lugar de andar pisando fuerte, que era lo que preferían. Algunos de ellos habían dejado de fingir. Estaban tumbados en el suelo recreándose con juegos de tablero sobre el polvo, deteniéndose de vez en cuando para tomar un trago de lo que yo, con discreción, supuse que eran frascos con agua.

Habían conseguido acorralar a Vespasiano en un rincón donde parecía poco probable que un maníaco desquiciado con algún agravio legal saliera repentinamente de entre el espeso seto. El emperador había amontonado sus voluminosos ropajes color púrpura y su corona sobre una urna cubierta de polvo; no le importaba a cuántos esnobs ofendiera con su informalidad. Mientras estaba sentado trabajando con su túnica dorada, los guardias tenían una vista bastante buena de su oficina al aire libre. Si algún rival armado pasara corriendo por su lado, había una enorme Nióbide moribunda que intentaba con desesperación arrancarse la flecha mortal, a cuyos pies de mármol blanco el emperador podría expirar con muy buen gusto.

Los pretorianos intentaron enardecerse para tratarme como un personaje sospechoso, pero sabían que mi nombre estaba en un pergamino de citas concertadas. Yo agité mi invitación en su cara. No estaba de humor para idiotas faltos de modales con jabalinas relucientes. Al ver el sello oficial me permitieron el paso con un ademán de lo más ofensivo.

—¡Gracias, chicos! —Reservé mi sonrisa condescendiente hasta que entré en la línea de visión de Vespasiano. Estaba sentado a la sombra en un sencillo banco de piedra mientras un anciano esclavo le iba pasando tablillas y pergaminos.

El anunciante oficial todavía estaba aturullado con los detalles de mi persona cuando el emperador interrumpió diciendo: «¡Es Falco!». Se trataba de un corpulento hombre de sesenta años que había ascendido de la nada gracias a su propio esfuerzo y despreciaba el ceremonial. El trabajo del chico consistía en evitar que a su selecto amo se le considerara un maleducado si se olvidaba de las personas ilustres. Atrapado por la rutina, el pequeño susurró: «¡Falco, señor!». Vespasiano, que era capaz de mostrarse bondadoso con sus subalternos (aunque nunca se mostraba así conmigo), asintió con paciencia. Entonces se me permitió seguir adelante e intercambiar cumplidos con el señor del mundo conocido.

No se trataba de ningún exquisito pequeño Claudio de delgada nariz que apareciera en las monedas mirando por encima del hombro como si fuera un dios griego satisfecho de sí mismo. Él era un hombre calvo, de piel bronceada, con un rostro lleno de personalidad y surcado de arrugas tras años de entrecerrar los ojos por los desiertos en busca de tribus rebeldes. Unas estrías más suaves recorrían también las comisuras de sus ojos tras décadas de despreciar a idiotas y de burlarse de sí mismo con franqueza. Vespasiano era descendiente de gente del campo como un verdadero romano (lo mismo que yo por parte de mi madre). Con los años, se había enfrentado a todos los maliciosos detractores de la clase dirigente, había luchado descaradamente para asociarse con personas de alto nivel, había elegido con astucia a triunfadores a largo plazo, en lugar de ostentosos chicos de éxito pasajero, había sacado el mayor provecho posible de las oportunidades profesionales y luego se había hecho con el trono, de manera que su acceso al poder pareció asombroso e inevitable al mismo tiempo.

El gran hombre me saludó con su acostumbrada preocupación por mi bienestar:

—Espero que no vayas a decir que te debo dinero.

Yo expresé mi propio respeto por los de su rango:

—¿Serviría eso de algo, César?

—¡Me alegro de haber hecho que te sientas cómodo! —Le gustaba bromear. Como emperador, debía de sentirse inhibido con la mayoría de la gente. Pero por alguna razón, yo entraba en una categoría aparte—. Dime, ¿en qué has andado últimamente, Falco?

—He estado plantando y regando. —Yo había estado intentando expandir mi negocio, utilizando para ello a los dos hermanos menores de Helena. Ninguno de ellos poseía el más mínimo talento informador. Traté de emplearlos para subir un poco el nivel, con objeto de atraer a clientes más sofisticados (más ricos): el sueño imposible de todo hombre de negocios. Era mejor no mencionarle a Vespasiano que esos dos muchachos, que deberían estar vistiendo las togas blancas como candidatos a la Curia, en lugar de eso estaban rebajándose a trabajar conmigo—. Disfruto de mi nuevo rango —dije encantado, y era todo el agradecimiento que iba a permitirme demostrar por haberme ascendido.

—He oído decir que eres un buen guardián de las aves. —El ascenso al estrato ecuestre había conllevado tediosas responsabilidades. Yo era procurador de los gansos sagrados del templo de Juno, con la supervisión adicional de los pollos de los augures.

—Orígenes rurales… —Pareció sorprendido. Yo estaba exagerando, pero la familia de mi madre provenía de la Campania—. Las aves proféticas se convierten en una plaga si no las vigilas, pero los gansos de Juno están en buena forma.

Helena y yo también teníamos muchos cojines de plumón en nuestra nueva casa. Me había aprovechado de mi condición ecuestre con rapidez.

—¿Cómo está esa chica a la que secuestraste? —¿Me habría leído el pensamiento ese viejo diablo desaprobador?

—Dedicada a las obligaciones domésticas de una modesta matrona romana… Bueno, no he podido conseguir que teja la lana a la manera tradicional, pero requisó las llaves de la casa y cuida de los bebés. Helena Justina acaba de hacerme el honor de convertirse en madre de mi segundo retoño. —No era tan tonto como para esperar un regalo de nacimiento por parte de ese tacaño.

—¿Niño o niña? —A Helena le habría gustado esa manera ecuánime de brindar ambas posibilidades.

—Otra hija, señor. Sosia Favonia. —¿Qué le parecería a Vespasiano que en parte llevara el nombre de una familiar de Helena? Una querida e inteligente joven llamada Sosia, que había sido asesinada como consecuencia de la primera misión que yo realicé para él; asesinada por su hijo Domiciano, aunque, por supuesto, eso nunca lo mencionábamos.

—¡Qué bonito! —Si su mirada se endureció por un instante, fue imposible de percibir—. Mi enhorabuena a tu…

—Esposa —dije con firmeza. Vespasiano frunció el ceño. Helena era la hija de un senador y tenía que estar casada con un senador. Su inteligencia, su dinero y su capacidad para ser madre deberían estar a disposición de los imbéciles de las «mejores» familias. Fingí comprender su punto de vista—. Por supuesto, le explico continuamente a Helena que el vulgar atractivo de una emocionante vida conmigo no debería alejarla de su heredado papel como miembro de la sociedad patricia pero ¿qué puedo hacer? La pobre chica está perdidamente enamorada y se niega a dejarme. Sus súplicas, cuando amenazo con mandarla de vuelta con su noble padre, son conmovedoras…

—¡Ya es suficiente, Falco!

—César.

Apartó a un lado el punzón. Unas atentas secretarias se acercaron sigilosamente y recogieron un montón de tablillas enceradas por si las estrellaba contra el suelo. Sin embargo, Vespasiano no era de esa clase de héroes consentidos. Hubo un tiempo en el que tuvo que planear cuidadosamente el presupuesto; sabía lo que valía la cera para las tablillas.

—Bueno, quizá quiera poner un poco de espacio entre vosotros por un tiempo.

—¡Ah! ¿Algo que ver con Julio Frontino y las islas del Misterio? —me adelanté.

El emperador puso mala cara.

—Es un buen hombre. Y tú ya lo conoces.

—Tengo muy buena opinión de Frontino.

Vespasiano pasó por alto la oportunidad de halagarme con la opinión que tenía de mí el gobernador de provincias.

—Britania no tiene nada de malo.

—Bueno, vos sabéis que eso ya lo sé, señor. —Al igual que todos los subordinados, yo esperaba que mi comandante en jefe recordara toda mi historia personal. Como la mayoría de los generales, Vespasiano se había olvidado incluso de episodios en los que él había estado involucrado, pero con el tiempo recordaría que fue él mismo quien me había mandado a Britania hacía cuatro años—. ¡Es decir —continué con sequedad—, sin tener en cuenta el clima, la total falta de infraestructuras, las mujeres, los hombres, la comida, la bebida y la enorme distancia de viaje desde el querido patrimonio romano!

—¿No te puedo tentar con la caza del jabalí?

—No es mi estilo. —Aunque lo hubiera sido, el imperio estaba lleno de lugares más emocionantes en los que perseguir a la fauna por espantosos terrenos. La mayoría de las otras zonas eran soleadas y tenían ciudades—. Tampoco albergo un deseo visionario de implantar la civilización entre las atemorizadas tribus britanas.

Vespasiano sonrió abiertamente.

—Ah, he enviado a un grupo de abogados y filósofos para que hagan eso.

—Lo sé, señor. No tuvieron mucho éxito la última vez que me mandasteis al norte. —Tenía mucho más que decir sobre Britania—. Por lo que yo recuerdo, las pálidas y demacradas tribus todavía no habían aprendido qué hay que hacer en las letrinas públicas con la esponja clavada en el palo. Allí donde alguien había construido ya unas letrinas. —Se me puso la carne de gallina—. Estuve allí durante la Rebelión. Eso debería ser suficiente para cualquiera —añadí sin pensarlo.

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