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Authors: Lindsey Davis

Tags: #Histórico, Intriga

Un cadáver en los baños (4 page)

Vespasiano se movió un poco en el banco. La Rebelión se remontaba a la época de Nerón pero todavía hacía estremecerse a todos los romanos.

—Bueno, alguien tiene que ir, Falco.

Yo no dije nada.

El lo intentó siendo franco:

—Más que un proyecto público, lo que se está haciendo es una cagada monumental.

—Sí, señor. Frontino me lo dijo en confianza.

—No puede ser peor que los problemas que solucionaste en las minas de plata. —Así que recordaba haberme mandado a Britania anteriormente—. Un rápido viaje hasta allí, una auditoria a esos cabrones chapuceros, pones al descubierto cualquier fraude, y luego, de vuelta a casa. Para ti eso es un chollo, Falco.

—Entonces debería ser un chollo para cualquiera, César; no soy ningún semidiós. ¿Por qué no mandáis a Anácrites? —sugerí con maldad. Siempre me gustó pensar que Vespasiano se contenía con el jefe de los servicios secretos porque no se fiaba de las aptitudes de ese hombre—. Me desconsuela decepcionaros, César, aunque me honra vuestra fe en mí…

—No digas tonterías. ¿Así que no vas a ir? —dijo Vespasiano con sorna.

—El nuevo bebé… —sugerí como una escapatoria para los dos.

—Sólo será una escapadita.

—Lamentablemente, Helena Justina tiene un pacto conmigo según el cual, si alguna vez viajo, ella también viene.

—¿No se fía de ti? —se mofó, pensando claramente que eso era probable.

—Me tiene absoluta confianza, señor. Nuestro pacto es que ella siempre está presente para supervisar.

Vespasiano, que había conocido a Helena en uno de sus arranques belicosos, decidió echarse atrás. Me pidió que al menos pensara en el trabajo. Yo le dije que lo haría. Ambos sabíamos que era mentira.

IV

¡Por Júpiter, Juno y Marte! Ya tenía suficientes cosas que hacer esa primavera.

La mudanza ya fue bastante complicada, incluso antes del día en que mi padre y yo destrozamos el suelo de los baños. Tener a Mico bajo mis pies en la nueva casa me recordaba constantemente cuánto odiaba a mis parientes. Sólo había uno al que me habría gustado ver allí: a mi sobrino favorito, Lario. Lario era un aprendiz de pintor de frescos en la Campania. Bien podía haber correspondido a todo mi amable trato como tío suyo pintando unos pocos frescos en mi casa, pero cuando le escribí no hubo respuesta. Quizá recordaba que la idea principal de mis sabios consejos había sido decirle que pintar paredes era un trabajo sin porvenir.

En cuanto a esa débil ráfaga de viento que es Mico, no era sólo que dejara las llanas para enyesar en las entradas y lo ensuciara todo de fino polvo; es que me hacía sentir como si le debiera algo, porque él era pobre, y sus hijos, huérfanos de madre. A decir verdad, Mico sólo era pobre porque su horrible trabajo era bien conocido. Nadie más que yo lo contrataría. Pero yo era tío Marco el imbécil. Tío Marco el que conocía al emperador, el ostentoso tío Marco que tenía un nuevo rango y una posición en el templo de Juno. En realidad, compré el rango con unos honorarios ganados con el sudor de mi frente; la posición era una mierda en todo el sentido de la palabra y Vespasiano sólo me pedía que acudiera a los jardines de Salustio cuando quería algún favor. Él también me consideraba un imbécil.

Al menos, a diferencia de Mico, Vespasiano Augusto no pretendía que comprara croquetas para todos como festín de final de semana para su horrible familia. Con pepinillos. Tuve que dejar un cazo siempre a mano porque al repugnante hijo pequeño de Mico, Valentiniano, los pepinillos le daban ganas de devolver en mi comedor recién pintado. Todos los hijos de Mico tenían nombres desproporcionados, y eran todos unos granujas. A Valentiniano le encantaba humillarme. Su principal ambición era vomitar encima de
Nux
, mi perra.

Por entonces yo tenía un comedor. La misma semana en que se pintó, perdí a mi mejor amigo.

Petronio Longo y yo nos conocíamos desde que teníamos dieciocho años. Servimos juntos en el ejército, en Britania. Éramos unos muchachos ingenuos cuando nos alistamos en las legiones. No teníamos ni idea de lo que se nos echaba encima. Nos dieron de comer, nos enseñaron útiles habilidades y nos entrenaron para estar bien enterados de las conspiraciones. También nos retuvieron durante cuatro años en una remota provincia sin explotar que no nos ofrecía nada más que miseria y frío en los pies. Pero la gran rebelión de los iceni fue el colmo de todo eso. Cuando volvimos arrastrándonos a casa ya no éramos muchachos, sino hombres, y unidos como un escudo contrachapado. Cínicos, más adustos que los pillos de las alcantarillas del Foro y con una amistad que debería haber sido inquebrantable.

Pero Petro lo había estropeado todo. Se enamoró de mi hermana, poco después de quedar viuda.

—Petronio suspiraba por Maya mucho antes de eso —discrepó Helena—. El estaba casado, y ella también. Él andaba con jueguecitos pero ella nunca le hacía caso. Para él no tenía sentido admitir lo que sentía, ni siquiera ante sí mismo. —Entonces Helena hizo una pausa, con la mirada sombría—. Para empezar, puede ser que Petronio se casara con Arria Silvia sólo porque Maya era imposible de conseguir.

—Bobadas. Entonces apenas había tratado a mi hermana.

Pero la había conocido y había visto cómo era: atractiva, independiente y sutilmente peligrosa. ¡Tan buena madre y ama de casa (decía todo el mundo), y una chica tan inteligente! Ese comentario de doble sentido siempre implica que la mujer puede que ancle a la caza de algo. A mí mismo me gustaba un poco de inquietud en una fémina; Petronio no era distinto.

En el Aventino se le consideraba un modelo de padre responsable y virtuoso trabajador; nadie se daba cuenta de que le gustaba coquetear con el peligro. Tuvo algunas novias pasajeras, incluso después de haberse casado con Silvia. Sentó la cabeza para parecer un buen chico, pero ¿qué tenía eso de real? Se suponía que yo era el soltero irresponsable, un continuo motivo de preocupación para mi madre…, ¡tan parecido a mi padre! Y tan diferente de mi hermano, el héroe fallecido (aunque nuestro Festo estaba hecho una ruina y llevaba una vida caótica). Mientras tanto, Petronio Longo, el diligente jefe investigador de la cuarta cohorte de los vigiles, revoloteaba discretamente entre las bonitas flores del Aventino, dejándolas felices sin mancillar su reputación, hasta que se enredó con la hija de un verdadero gángster.

Su mujer lo descubrió. Luego el hecho se hizo público, y Silvia sintió que esa desgracia era demasiado. Y aunque parecía haber dependido siempre de Petronio, no dudó en echarle de casa, y luego se marchó.

En esos momentos vivía con un vendedor de encurtidos en Ostia. Petronio habría podido aceptarlo si Silvia no se hubiera llevado a sus tres hijas. Él no tenía ningún deseo de hacer valer sus derechos de custodia como padre romano. Pero quería sinceramente a las niñas y ellas lo adoraban.

—Silvia lo sabe. ¡Esa maldita mujer se fue volando a Ostia por resentimiento!

A mí nunca me había gustado Arria Silvia. No era sólo porque ella me detestara. Pero claro, eso tenía algo que ver. Era una tipa remilgada; Petro podía haberlo hecho mejor con los ojos cerrados.

—Su odioso novio era muy feliz vendiendo timbales de pepino en el Foro; ella lo incitó a marcharse para hacer que la situación fuera imposible para Petro.

Él lo estaba pasando muy mal, aunque por primera vez se negó a hablar de ello conmigo. De todas formas, nunca habíamos hablado de Silvia; eso ahorraba problemas. Entonces las cosas empeoraron. Comenzó a reconocer su atracción hacia mi hermana; incluso ella empezó a darse cuenta de que existía. Justo cuando Petro pensaba que quizá surgiría algo entre ellos, de pronto Maya dejó de verlo.

Yo refunfuñé cuando descubrí que una de mis hermanas quería echar amarras junto a mi más querido amigote. Eso puede perjudicar una amistad masculina. Pero fue mucho más desagradable cuando dejó plantado a Petro.

Se lo debió de tomar muy mal. Helena tuvo que contarme cuál fue su acto reflejo:

—Marco, esto no te va a gustar. Petronio ha solicitado un traslado a la cohorte de los vigiles en Ostia.

—¿Y dejar Roma? ¡Eso es una locura!

—Quizá no haya ningún trabajo allí para él —Helena trató de calmarme.

—¡Diantre, por supuesto que lo habrá! Es un destino que no le gusta a nadie. ¿Quién quiere estar emplazado río abajo en el puerto burlando a estafadores de aduanas y a los ladrones de cargamentos? Petro es un oficial endiabladamente bueno. Seguro que el tribuno de Ostia se le echa encima de un salto.

Nunca perdonaría a mi hermana.

—No le eches la culpa a Maya —dijo Helena.

—¿Quién ha mencionado a Maya?

—¡Se te nota en la cara, Marco!

Helena amamantaba al bebé. Julia estaba sentada a mis pies y daba cabezazos contra mis espinillas repetidamente, enfadada por haber dejado de ser el único centro de atención de nuestro hogar. No había duda de que era cierto; yo cada vez le hacía menos caso a esa monada.
Nux
masticaba una de las orejas de mis botas.

—No seas tan hipócrita. —Helena disfrutaba fingiendo ser una madre serena, meciendo al bebé en sus brazos para que se durmiera. Hacía teatro; estaba pensando tranquilamente en maneras de dejarme por los suelos—. Confiésalo. Detestabas la idea de que Petronio y Maya intimaran. El era tu amigo y te negabas a compartirlo.

—Y ella es mi hermana. Su marido había muerto de repente; era vulnerable. Como cabeza de familia —nunca contábamos con mi padre—, no quería que le tomaran el pelo.

—¡Ah, admites que Petronio tiene un mal historial! —Helena sonrió.

—No. No importan sus otras mujeres. El era un ferviente admirador de Maya, mientras que mi hermana ha resultado ser caprichosa como una pulga.

—¿Y qué quieres? —Helena se enardecía fácilmente con las causas—. ¿Que Maya Favonia pase directamente de un marido a otro simplemente porque un hombre interesado está disponible y es socialmente conveniente? ¿No puede tener tiempo para volver a adaptarse después de perder al marido que todos fingíamos que amaba? —Helena podía ser muy mordaz… y sorprendentemente sincera. Amar a ese achispado perdedor de Famia habría sido totalmente imposible; yo me reí con aspereza. Julia gimoteó; alargué la mano y le hice cosquillas.

—No. Maya se merece un tiempo para reflexionar. —Yo podía ser razonable, aunque me doliera—. Tiene madera para trabajar en el almacén de mi padre y eso le hace bien. —Maya le llevaba las cuentas, con más honestidad con la que él lo hacía, y estaba aprendiendo el negocio de las antigüedades.

—¡Eneas el Piadoso da su gentil aprobación! —dijo Helena con desdén. Adoptaba una postura severa con los valores tradicionales romanos.

—Doy mi aprobación. —Yo estaba perdiendo pero, obstinadamente, no cedí. Cualquier cabeza de familia intenta hacerle frente a la bruja con la que se ha casado.

En nuestro nivel social, había muchas mujeres que dirigían negocios. La mayoría empezaban asociadas con sus maridos, y después, ya viudas, muchas de ellas optaban por independizarse. (Las viudas independientes con miedo a que las engañaran eran buenas noticias para los informantes. Sus hijos también reportaban honorarios, temerosos de que las viudas planearan volverse a casar con algún gigoló sanguijuela).

—Aunque Maya se convierta en alguien económicamente independiente, puede que todavía quiera a un hombre en su cama…

—¡Y el querido Lucio Petronio —dijo Helena con maldad—, con toda esa práctica, sería idóneo! —Decidí no hacer ningún comentario. Helena me dirigía una mirada de advertencia—. Creo que Maya querrá un hombre en su vida, Marco. Pero todavía no.

—Te equivocas. Lo último que vi fue que Petronio se echaba atrás. En el festival de Vertumno, Maya intentó echársele encima.

—Petronio tenía miedo de que le hicieran sufrir. Maya eso lo juzgó mal. Y ella misma debe de estar confundida, Marco. Por una razón —sugirió Helena—: estuvo casada durante mucho tiempo y puede ser que haya perdido la confianza en sí misma.

—¿El matrimonio hace que os olvidéis de las artes del amor? —me burlé yo.

Helena Justina levantó la vista y me miró directamente a los ojos, de una forma que quería hacerme desear no haber preguntado. Las dos niñas estaban con nosotros. Tuve que dejarlo correr.

Estaba seguro de que no se trataba simplemente de que Maya hubiera llevado mal su relación con Petro. Ella sabía lo fuertes que eran sus sentimientos. Era una comerciante nata. Estaba totalmente preparada para empezar algo serio, pero luego se echó atrás por completo. Hubo algo que le hizo actuar así.

Helena y Maya eran buenas amigas.

—¿Qué ocurrió? —pregunté con suavidad.

—No estoy segura —Helena parecía preocupada. Tenía una idea… pero no le gustaba nada.

Había una posibilidad. Antes de que mi hermana se interesara de forma tan breve por Petronio, tuvo una amistad frustrada con otro hombre.

—¡Anácrites!

Bien, ahí cayó muy bajo. Maya merecía algo mejor en la vida que el resultado de los dados que ella misma había tirado. Primero, cuando era una jovencita, había optado por casarse con Famia. Puede que pareciera una persona amable, e incluso que hubiera sido amigo suyo a su manera. Nadie que estuviera con Maya sería tan estúpido de dejarla. Pero Famia era una mala propuesta. Era veterinario equino de la facción verde de los aurigas y bebía continuamente. En su defensa, es cierto que le dio a Maya total libertad para llevar su casa y educar a sus hijos de forma respetable, lo cual ella podía haber hecho dos veces mejor sin su presencia.

Maya al final enviudó y, de nuevo sin ataduras, asumió el papel tradicional de tipa veleidosa. Su primera incursión fue adoptar un amigo increíblemente poco adecuado, tal como les gusta hacer a las viudas. El compañero que eligió fue Anácrites, el jefe de los servicios secretos. Los espías nunca son unos amantes en los que se pueda confiar, debido a su vida de riesgo y su naturaleza embustera. Anácrites era también mi acérrimo enemigo. En algunas ocasiones nos habíamos visto forzados a trabajar juntos para el emperador, aunque nunca olvidé que una vez había intentado que me mataran. Era una persona sospechosa, celosa, maliciosa y amoral. No tenía sentido del humor ni tacto. Nunca sabía cuándo tenía que ser reservado. Ya mí me parecía que se había acercado a mi hermana sólo para vengarse de mí.

Una mujer tenía que estar destrozada para enredarse con el jefe de los servicios secretos o con un espía, pero Maya siempre creyó que podía manejar cualquier situación. Anácrites no sólo conocía a nuestra familia, por haber trabajado conmigo; había sido huésped de mi madre. Y mamá pensaba que era perfecto. Yo me imaginaba que mi hermana sabía que nuestra progenitora tenía un punto débil con los hombres (bueno, para empezar, nuestra querida madre se había casado con nuestro padre). Maya sabía también qué pensaba yo de Anácrites. Cualquiera con un aspecto tan convincente tenía que ser un farsante.

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