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Authors: Lindsey Davis

Tags: #Histórico, Intriga

Un cadáver en los baños (5 page)

Al final, incluso Maya percibió un peligroso desequilibrio en su amistad. Anácrites era demasiado apasionado para ella.

Nos dijo que se había separado de él. Lo debió de hacer con diplomacia. Incluso disgustándose un poco. Si yo me di cuenta de eso, él también debió de notarlo. Tendría que haberse retirado con dignidad.

Era lo mejor. ¿Pero ese gusano iba a aceptar dejarlo correr? Por fin, comprendí cuál era el problema.

—Helena, ¿me estás diciendo que Anácrites está acosando a Maya?

Por regla general, Helena compartía conmigo sus preocupaciones, aunque a veces se las guardaba primero para sí misma un largo tiempo. Al final lo soltó.

—Tengo miedo por ella. Cambió tan de repente…

—Los niños están muy tranquilos. —De todos modos, todavía no hacía un año que habían perdido a su padre.

—¿Has hablado con Anácrites últimamente, Marco?

—No. —Pensé que podría ser embarazoso. Esperaba que me suplicara que intercediera por él en su relación con Maya. Pero él nunca había abordado ese tema.

Si le había sentado mal sentirse rechazado, podía reaccionar de manera muy desagradable. Y Maya no cambiaría de opinión. Por lo tanto, Anácrites podía hacer cualquier cosa…

Siendo quien era, por supuesto que lo hizo.

V

Mi hermana descubriría lo que había ocurrido a última hora de la tarde. Tras un día normal de trabajo con mi padre en la Saepta Julia, recogió a los niños en casa de mi madre y regresó a la suya. Yo llegué poco después por casualidad. Nunca hubo ninguna esperanza de que ella no descubriera la situación. Yo presentí el desastre antes incluso de entrar en la casa.

Mientras paseaba subiendo por la calle donde vivían, vi a los tres hijos más pequeños de Maya. Los había dejado fuera esperando; eso no era normal. Las dos niñas y el nervioso Anco estaban muy juntos en la acera, enfrente de donde vivían. Mario, el mayor, no estaba (luego supe que, desobedeciendo a su madre, había salido corriendo para ver si me encontraba). La puerta de la casa de Maya estaba abierta.

Había mujeres con el ceño fruncido, de pie en la puerta de sus casas. Los hombres que estaban en los mostradores de las tiendas de comida miraban también hacia allí. Había una calma que no presagiaba nada bueno. Mi instinto me dijo que algo terrible había ocurrido. Apenas podía creerlo; Maya siempre había llevado bien su casa. No se caían las lámparas de aceite ni los braseros titilaban cerca de las cortinas. No había postigos sin cerrar que permitieran la entrada a los ladrones. Y nunca dejaba a sus hijos fuera en la calle.

Me acerqué a Cloelia, que abrazaba maternalmente a su hermana pequeña, Rea. Anco tenía en brazos al descomunal cachorro de su hermano;
Nux
, mi perra, siguió adelante con sigilo haciendo caso omiso de su cría, como siempre, y luego me esperó con aire de superioridad mientras yo comprobaba cómo estaban los niños. Todos estaban pálidos y me miraban fijamente con ojos suplicantes y horrorizados. Tomé aire con pena. Me volví hacia la casa. Cuando vi bien la puerta abierta, empezó la pesadilla. Quienquiera que hubiera venido allí antes había anunciado su espantosa acción: de la puerta colgaba una muñeca de madera con un gran clavo que le atravesaba la cabeza.

Más allá, el corto pasillo estaba prácticamente bloqueado. Todo era un caos de pertenencias y muebles hechos pedazos. Atravesé el umbral. El corazón me latía con fuerza. Eché un vistazo a las habitaciones y no había nada peor que encontrar. Bueno, es que no había nada. Habían destrozado todo lo que pertenecía a Maya y a sus hijos. ¿Dónde estaba ella?

No quedaba nada. Todo estaba hecho añicos.

La encontré en la pequeña zona del balcón que ellos siempre habían llamado «solario». Estaba de pie entre las ruinas de tumbonas acolchadas y elegantes mesas laterales, con más juguetes destrozados a sus pies. Estaba de espaldas a mí; unas uñas blanqueadas se agarraban a sus propios brazos desnudos, al tiempo que se balanceaba ligeramente de un lado a otro. Estaba rígida cuando la toqué. Continuó rígida cuando le di la vuelta y la sujeté. Entonces aparecieron unas silenciosas lágrimas de angustia.

Voces. Me puse tenso, preparado por si eran intrusos. Oí unos pasos apresurados y después unas obscenidades de indignación. El joven Mario, de once años, había traído a Petronio Longo y también a algunos vigiles. A un alboroto inicial siguieron unos murmullos más calmados. Petronio llegó detrás de mí. Yo supe quién era. Se quedó de pie en la puerta; movía la boca mientras maldecía en silencio. Me miró fijamente, y luego su mirada recorrió toda esa destrucción casi con incredulidad. Agarró a Mario y lo atrajo hacia sí, para consolar al chico. Mario asía un brazo astillado de una silla, como si fuera una lanza para matar a sus enemigos.

—¡Maya! —Petro había visto muchos horrores, pero su voz sonó áspera—. Maya Favonia, ¿quién ha hecho esto?

Mi hermana se movió. Habló, con voz dura:

—No tengo ni idea.

Mentira. Maya sabía quién había sido, y también Petronio, y yo.

Nos costó bastante convencerla para que se fuera de allí. Para entonces, los hombres de Petro habían traído un vehículo. Comprendieron que teníamos que llevárnosla. Así que mandamos a Maya y a todos los niños con una escolta de vigiles hacia la casa de mi padre, fuera de la ciudad, en el Janículo. Allí tendrían espacio, paz y quizás un poco de seguridad. Bueno, al menos mi padre les daría unas camas decentes.

O iba a ocurrir algo más, o nada. O eso era una declaración y una advertencia…, o algo peor.

Petronio y yo lo vaciamos todo esa misma noche. Nos pasamos horas rompiendo las tripas de la casa, sacando fuera todas las pertenencias destrozadas y quemándolas en la calle. Maya había dicho con furia que no quería nada. Poco se podía salvar, pero reservamos algunas cosas; las guardaría y dejaría que mi hermana las viera más adelante si cambiaba de opinión. La casa era alquilada. Yo rescindiría el contrato. La familia no tenía necesidad de regresar allí nunca más.

Todas las cosas materiales se podían reemplazar. El espíritu de Maya reviviría. Que los niños recuperaran el valor quizá fuera más difícil. Devolvernos la tranquilidad a Petronio y a mí nunca ocurriría.

Cuando terminamos con lo de la casa, nos pusimos a conspirar. Nos encontrábamos en el puesto de patrulla de los vigiles. Ninguno de los dos quería empezar bebiendo en una taberna.

—¿Podríamos haberlo evitado? —me pregunté en tono preocupado.

—Lo dudo.

—¡Pues basta de reproches! Mejor pasemos a la estrategia, entonces.

—Hay dos cuestiones —Petronio Longo habló con firmeza pero con voz apagada. Era un hombre corpulento y tranquilo que nunca malgastaba esfuerzos. Veía con claridad el meollo de los problemas—. Primera: ¿qué es lo que hará ahora? Segunda: ¿qué tenemos que hacer con él?

—No se puede eliminar al jefe de los servicios secretos. —Yo ya lo habría hecho con Anácrites años atrás si fuera factible.

—Arriesgado. Sí. —Petro continuó hablando y haciendo planes con una voz demasiado desapasionada—. Se sabrá que le guardábamos rencor. Seríamos los primeros sospechosos.

—Tiene que haber testigos entre los vecinos.

—Ya sabes la respuesta a eso, Falco.

—Demasiado asustados para hablar. ¿Y entonces, qué? ¿Presentamos una queja contra él?

—No hay pruebas.

—¿Le hacemos una visita en grupo?

—Peligroso.

—¿Le sugerimos que desista?

—Negará toda responsabilidad.

—Y además, sabrá que ha causado efecto.

Nos quedamos unos instantes en silencio y luego dije:

—No vamos a hacer nada.

Petronio respiró lentamente. Sabía que eso no significaba que capituláramos.

—No. Todavía no.

—Quizá nos lleve tiempo. La mantendremos a salvo. Fuera de su vista. Dejaremos que piense que ha ganado, haremos que se olvide del asunto.

—Y entonces…

—Entonces un día habrá una oportunidad. —Eso era un hecho. No era nada visceral.

—Cierto. Siempre la hay. —Sonrió levemente. Probablemente pensaba lo mismo que yo.

Hubo un hombre en Britania, durante la Rebelión, que traicionó a la Segunda Augusta, nuestra legión. Lo que le ocurrió a ese hombre después estaba sujeto a un pacto común de silencio. Murió. Eso lo sabe todo el mundo. El informe dice que se cayó sobre su propia espada, tal como hace un oficial. Tal vez fuera así.

Me levanté para irme. Tendí la mano. Petronio me dio un apretón sin mediar palabra.

Lo primero que hizo Helena al día siguiente fue dirigirse a casa de mi padre para averiguar lo que pudiera. Mi padre rondaba por la casa; quitó de en medio a los niños mientras Helena consolaba a mi hermana. Maya todavía estaba en estado de shock y, a pesar de la reticencia anterior, la historia salió a la luz.

Después de que Maya le hubiera dicho a Anácrites que no quería verlo más, él pareció tomárselo bien. Entonces siguió apareciendo ante su puerta como si nada hubiera ocurrido. Ella nunca me informó porque se dio cuenta inmediatamente de que no serviría de nada. Maya estaba atrapada.

Él rondó por allí descaradamente durante un par de meses y entonces ella empezó a esquivarlo. La siguió de cerca a escondidas. Tras las primeras semanas dejó de abordarla. No se decían nada. Pero ella sabía que él estaba allí. El quería que lo supiera. Maya estaba todo el tiempo aterrorizada por su presencia. Esa agobiante situación dominó su vida. Era eso lo que él pretendía. Quería que ella tuviera miedo. Aislada con su problema, incluso mi valerosa hermana empezó a estar terriblemente asustada.

Maya seguía esperando que él se fijara en alguna otra. No había ninguna razón para que no fuera así. Anácrites podía ser agradable; tenía un aspecto tolerable; ganaba una buena pasta; gozaba de prestigio; tenía propiedades; podía llevar a una mujer a elegantes recepciones y cenas privadas… (no es que lo hubiera hecho con Maya). Su relación había sido mucho más superficial, sólo de buena vecindad. Nunca fueron juntos por la vida de una manera formal. No creo ni que se hubieran acostado juntos siquiera. Y no lo iban a hacer entonces, por lo que su obsesión no tenía ningún sentido. Los hombres que acechan a las víctimas no se dan cuenta de ello. Ése era el apuro de Maya. Sabía que no se quitaría de encima a Anácrites. Aunque sí sabía que no llegaría a ninguna parte. Él no iba a ganar nada. Pero ella tenía todas las de perder.

Al igual que muchas mujeres en la misma situación, trató de soportar el tormento ella sola. Al final fue a su oficina, en el palacio, donde durante dos horas trató de razonar con él. Yo sabía lo peligroso que podía haber sido eso pero Maya salió ilesa. Apeló a la inteligencia de Anácrites. Este se disculpó. Prometió dejar de perseguirla.

Al día siguiente, unos matones destrozaron violentamente su casa.

Esa noche, cuando hablamos con gravedad de nuestro apuro con el espía, Petronio y yo juramos ser sensatos. Lo dejaríamos en paz. Ambos seríamos pacientes y estaríamos atentos. Ya nos «encargaríamos» de Anácrites, juntos, cuando fuera el momento adecuado.

Pero yo sabía que ambos estábamos muy dispuestos, si se presentaba la ocasión, a tomar medidas por separado para ocuparnos de eso.

Helena también lo sabía. Maya era una chica muy lista, pero la mente de Helena trabajaba aún más deprisa. Esos grandes ojos oscuros se dieron cuenta enseguida de lo que podía ocurrir y de que cualquier movimiento contra Anácrites podía volverse contra nosotros de manera peligrosa. Debería haberme dado cuenta de que mientras Petro y yo conspirábamos la acción de los hombres, Helena Justina elaboraba unos planes más profundos. Con la calmada lógica de una mujer cautelosa e inteligente, sus planes estaban pensados para excluir del problema al mayor número posible de personas a las que ella apreciaba.

VI

Fue en ese aciago momento —y a causa de él— cuando mi padre y yo encontramos ese cadáver que sus preciados contratistas se habían olvidado.

Maya había ido a vivir al Janículo jurando que era algo temporal (detestaba la idea de mudarse con nuestro padre). Sus hijos estaban aterrorizados; ella misma estaba desesperada entonces. Maya Favonia trató de darles a todos ellos una vida ordenada. Cumplía los horarios normales de las comidas y de irse a la cama y, ya que las instalaciones estaban allí, insistió en que sus hijos estuvieran limpios. Entonces fue cuando la pequeña Rea se ponía histérica cada vez que la llevaban a los baños. Y al final hicimos un agujero que reveló la asquerosa tumba.

Sabía qué ocurriría.

Mientras nos recuperábamos fuera con el aire fresco, mi padre soltó una enervante plegaria:

—¡Bueno, gracias, Júpiter! Me has dado un hijo con una profesión útil. Marco, confío en ti para que soluciones esto. —No hacía falta que me dijera que no tenía intención de pagarme los honorarios.

Yo me alejé indignado, al tiempo que le decía que ordenara a alguien ir a por los vigiles, porque lo único que había hecho era mandarle a un esclavo que fuera a buscar a Petronio. Observé a mi amigote con curiosidad para ver cómo lo enfocaba.

—Gémino, a éste te lo metes en el culo. —¡Buen chico!—. No tiene ningún sentido que me lo pidas. Los vigiles sólo se ocupan de la porquería dentro de los límites de la ciudad. Llama a las cohortes urbanas. Dales a esos gandules adormilados algo que apeste.

—Oh, venga, chicos —gimió mi padre—. No querréis echarme encima a esos malditos urbanos…

Tenía razón. Noté que nos ablandábamos. Las tres cohortes urbanas eran los restos más inferiores de la guardia pretoriana. En teoría tenían competencia para resolver delitos importantes en un radio de unos ciento sesenta kilómetros de Roma, pero su pericia (me refiero a su falta de ella) nos hacía llorar. Los urbanos eran una bendición para los bandidos. Las ciudades de la Campania y de Etruria que trataban de mantener la ley y el orden arreglaban ellas solas las cosas con discreción. La mayoría de ellas contaban con algún ambicioso magistrado que quería obtener fama limpiando las calles de carteristas. Si no, tenían una sofisticada alternativa: había muchos bandidos dispuestos a ser contratados como protección, a menudo a precios bastante razonables.

Petronio cedió un poco:

—Tendrás que deshacerte del cuerpo, Gémino. Ni siquiera conseguirás que alguien de la funeraria se haga cargo de esto. Te mandaré a un hombre al que recurrimos cuando hay que retirar restos hediondos. Pero te aviso, no es barato.

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