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Authors: Lindsey Davis

Tags: #Histórico, Intriga

Un cadáver en los baños (6 page)

—La factura va a cargo de Gloco y Cota, por supuesto —dije. Entonces lo reconsideré—. A menos que éste sea Gloco o Cota… —Una idea agradable.

Ninguno de nosotros quería acercarse lo suficiente para inspeccionarlo. En realidad, yo tampoco habría podido identificar a nuestros dos inútiles contratistas. Ellos creían en la dirección de las obras a distancia; yo los había maldecido durante meses pero nunca había visto a ninguno de los dos cara a cara. Su plantilla ya era bastante deprimente: la habitual sarta de incompetentes llamados Tiberio o Septimio que nunca sabían en qué día vivían, todos ellos unos sosos irritantes que tenían problemas con resacas, dolores de espalda, novias y abuelos moribundos. Las dos cosas que tenían en común los trabajadores eran las excusas poco convincentes y la carencia total de habilidades para la construcción.

Si pensáis que doy la impresión de ser duro, sólo tenéis que firmar un contrato para ampliar el espacio de vuestro taller o reformar el comedor. Entonces esperad y veréis.

Al final, mi padre informó sobre el cadáver al prefecto de las cohortes urbanas. Se dirigieron sin prisas hacia su casa y primero probaron con su estratagema habitual: puesto que las víctimas y los presuntos sospechosos eran romanos, mi padre debía traspasar el problema a los vigiles de la ciudad. Mi padre rechazó de plano esa idea y Petronio estaba allí para exponer el caso con verdadera autoridad. Eso de «autoridad» era un concepto nuevo para los urbanos, que cedieron y pidieron prestadas unas lámparas. Inspeccionar el lugar del entierro tras caer la noche fue de gran ayuda.

Actuando como si nunca antes hubieran visto un cadáver, tomaron nota del hecho de que un hombre (incluso ellos pudieron darse cuenta de eso) la había diñado y había sido enterrado bajo un suelo de mosaico nuevo. Petronio los guió para que comprendieran que alguien le rompió la cabeza con una herramienta de la construcción.

—Podría ser una pala —explicó con rudeza—, o quizás una piqueta pesada. —Los urbanos asintieron sabiamente.

El muerto era un hombre de mediana edad y de una altura, peso y aspecto normales. Por lo que ellos sabían, no se había informado de ninguna persona desaparecida que se ajustara a esa descripción. Se creyeron muy listos al observar que el muerto tenía barba e iba descalzo.

—Alguien le robó las botas después de que lo hubieran matado —sugirió mi padre (eso era lo que él habría hecho).

Entonces los urbanos recorrieron el jardín a trompicones en busca de alguna pista. ¡Sorpresa! No encontraron nada. Hacía un par de semanas que los contratistas se habían marchado. Lo único que hicieron bien de verdad antes de irse fue barrer el lugar.

—¡Debió de sorprenderte! —le comenté a mi padre. Él se rió forzadamente. Entonces sabíamos por qué fueron tan cuidadosos.

Los sagaces chicos de la cohorte se desconcertaron mucho cuando descubrieron las herramientas que mi padre y yo habíamos usado antes en su jardín. Tras discutir un poco, conseguimos desviarlos de ese camino y entonces perdieron interés. Se convencieron a ellos mismos de que sabían quién había matado al hombre. Yo señalé que, aunque el responsable podía ser alguien que trabajara en los baños, no había ninguna prueba de ello. Pensaron que era un liante e hicieron caso omiso de mi comentario. Se adentraron en la noche con aire despreocupado pensando que se trataba de un caso fácil.

Dos días después, un triste oficial pasó a visitar a mi padre por la Saepta Julia. Para entonces los urbanos estaban muy ofendidos porque los dioses no les habían hecho llover del cielo ninguna solución. Todo lo que sabían era que tanto Gloco como Cota se habían marchado de Roma. Y aunque eso parecía confirmar su culpabilidad, no implicaba un arresto. ¿Nos sorprendió? ¿Qué creéis vosotros?

El prefecto de los urbanos quería resolver el caso y la situación todavía era peor para mí. Mi padre esperaba que yo me hiciera cargo, mientras que los auténticos investigadores abandonaban con indolencia.

Bueno, al menos sería un ejercicio de prácticas para mis jóvenes e inteligentes ayudantes.

Jóvenes, sí; inteligentes, quizás. Ayudantes…, de ninguna manera. Me era de más ayuda
Nux
. Los muchachos hacían una extraña pareja como informantes. Mis amigos pensaban que pronto se cansarían de mí. Yo creía que pronto me iba a deshacer de ellos.

Helena Justina tenía dos hermanos patricios muy bien educados: Aulo Camilo Eliano y Quinto Camilo Justino. Cuando la conocí, ambos parecían unos ciudadanos prometedores, sobre todo Justino, el más joven. Él y yo compartimos algunas aventuras en el extranjero; me caía bien y, aunque a veces se comportaba como un idiota, me impresionaban sus capacidades. Nunca supuse que trabajaría mucho con él porque parecía estar hecho para asuntos más elevados.

Eliano, dos años mayor, había estado a punto de presentarse para el Senado. Para parecer respetable, se había prometido a una heredera de la Bética, Claudia Rufina, una chica bastante guapa con unos bienes económicos sumamente atractivos. Entonces Justino cometió la estupidez de fugarse con Claudia. Estaban enamorados cuando se escaparon, aunque es probable que en aquel momento ya no lo estuvieran.

El abandonado Eliano se sintió como un idiota y se negó a presentarse a las elecciones para el Senado. Con razón. La familia ya había superado una crisis política cuando un tío intentó una peligrosa conspiración. Entonces el escándalo público se avecinó de nuevo. Ni todas las togas de color tiza de Roma podían hacer que Eliano apareciera como un candidato inmaculado, con antepasados ilustres y modernos parientes respetables.

Eliano, privado de sus aspiraciones, y como represalia, mientras que Justino estaba lejos casándose con la heredera en Hispania, se ganó mi confianza. Sabía que Justino planeaba regresar a casa para trabajar conmigo y esperaba robarle el puesto. (Los escépticos bien pueden preguntarse: ¿qué puesto?).

Justino volvió a aparecer en Roma a principios de esa primavera, poco después de que naciera mi hija Sosia Favonia. Claudia se había casado con él. Todos nosotros pensábamos que ella habría perdido interés (principalmente porque Justino ya lo había perdido), pero ambos eran demasiado testarudos como para admitir su error. Los ricos familiares de ella ya habían obsequiado a la pareja con «algo» de dinero, aunque Justino me contó en privado que no era suficiente. Me pidió que lo apoyara y, como siempre había sido mi favorito, me encontré atrapado.

Me libré de una propuesta peliaguda: Helena había propuesto que Justino y Claudia vinieran a vivir con nosotros. Pero la primera visita que nos hicieron al volver a Roma coincidió con uno de los días libres de nuestra niñera. Mientras Hispale callejeaba en otra más de sus salidas a las tiendas, Julia corría con
Nux
por los pasillos de nuestra nueva casa. Mi perra pensaba que «ser buena con los niños» significaba fingir que los atacaba salvajemente, lo cual resultaba muy ruidoso. Además,
Nux
olía mal. El hijo de Mico, Valentiniano, debía de haberle restregado el pelo con pedazos de pepinillo. Al mismo tiempo, el bebé, que asimilaba rápidamente todos los trucos, acababa de aprender cómo ponerse azul de histeria. La querida Favonia estaba bien cuidada, pero un padre cruel diría que los bebés producen olores tan desagradables como los de los perros. Así que nuestros recién casados rápidamente se echaron atrás en el asunto de compartir alojamiento. Estoy seguro de que les habría suplicado que lo reconsideraran si se me hubiera ocurrido.

Sin embargo, en cuanto al trabajo, Justino se negó a dejar paso a su hermano. Así que entonces tuve a los dos muchachos pisándome los bordes de la túnica. Fue todo un sufrimiento para sus padres, que ya habían perdido a su hija a manos del barriobajero Didio Falco; entonces sus dos nobles hijos también venían a jugar en las cloacas. Mientras tanto, yo tenía que mantener alejados a esa pareja de celosos.

Les ofrecí el incidente de la casa de baños para que cogieran experiencia. Ellos esperaban tener una clientela más digna de admiración que mi padre. Por ejemplo, alguna de esas personas que pagaban los honorarios.

—Estáis equivocados —expliqué con severidad—. Este hombre es excelente para empezar. ¿Por qué? Mirad, tenéis que aprender algo sobre los clientes. Como informantes, siempre debéis ser más hábiles que el taimado sinvergüenza que os contrate: ¡tanteadlo vosotros primero! Mi padre, a quien conocéis como Didio Gémino, en realidad se llama Didio Favonio, así que, de entrada, os encontráis ante un nombre falso. Eso es algo típico en un cliente. Ha llevado una doble vida; dirige un negocio turbio; no podéis creer ni una palabra de lo que diga; y va a intentar evitar pagaros.

Mis dos mensajeros me miraron fijamente. Ambos rondaban los veinticinco años y lucían un pelo oscuro que, como aristócratas, dejaban caer de una forma muy irritante. Ya aprenderían cuando algunas meseras burlonas les pegaran algún tirón. Eliano era más fornido, un poco más desaliñado, mucho más agresivo. Justino tenía unas facciones más delicadas y mejores modales, un aspecto más parecido al de Helena. Tenían derecho a vestir túnicas blancas con ribetes color púrpura para mostrar su rango pero, tal y como yo les había ordenado, acudían a trabajar con ropa discreta y nada más lujoso que unos anillos de sello. Todavía hablaban tan educadamente que yo me estremecía, aunque Justino tenía oído para los idiomas, o sea que eso lo podíamos trabajar. Un comportamiento moderado ayudaría. Si alguna vez se metían en problemas graves, ambos habían recibido entrenamiento en el ejército; aunque fueran oficiales subalternos del Estado Mayor, sabían cómo clavar la bota. Entonces pensé enviarlos a Glauco, el entrenador de mi gimnasio; le dije que les diera una paliza.

—¡Así que —Eliano se dignó a dirigirle la palabra a su hermano menor— hoy hemos aprendido que nuestro mentor, Marco Didio, le tiene un tradicional respeto a su papá!

—Parece —me dijo Justino con una sonrisa burlona— que debamos considerar a tu padre el principal sospechoso…

Ni tan solo a mí se me había ocurrido eso. Pero tratándose de mi padre, sí: era una posibilidad.

VII

—Aulo —ordené dirigiéndome a Eliano por su nombre personal en un intento por hacerle sentirse inferior. Era inútil. Si algo tenía ese tipo que lo hubiera cualificado para el Senado era su innato sentido de divinidad—, tu trabajo consiste en averiguar los antecedentes de nuestros sospechosos. Tenemos un par de pistas: mi padre me dio la dirección del almacén desde el cual se supone que trabajaban, y también el nombre de una bodega de la que eran clientes habituales. Allí es donde solía encontrarse con ellos para encargarles el trabajo, aunque la palabra «trabajo» es un eufemismo para esos sujetos. Y aquí hay una posible dirección del domicilio de Cota. Es un piso que hay junto a una tienda de comestibles llamada El Acuario, a un lado del pórtico de Livia.

—¿Y dónde está eso? —preguntó Aulo.

—En el Clivus Suburanus.

Un silencio.

—Es ése que se adentra en la ciudad desde la puerta Esquilma —dije con calma. Los hijos de los senadores tenían que ser ignorantes. Esos dos tendrían que empezar a dibujar ellos mismos los mapas de las calles—. Si la dirección del piso es correcta, alguien de por allí tendría que poder remitirte a Gloco.

—Así que si los encuentro…

—No es probable. A menos que sean muy estúpidos —lo cual era una posibilidad—, habrán huido después de morir su hombre. Eso si lo mataron personalmente o simplemente tenían al asesino en plantilla.

—¿De qué podrían tener miedo si son inocentes? —Inocentes, ésa era una dulce palabra. ¿Era el fornido y sombrío Aulo un romántico encubierto?

—Temerían ser torturados por los vigiles —le corregí—. El muerto fue escondido deliberadamente bajo su suelo, así que, como mínimo, son cómplices.

—Ah.

—Tú limítate a sonsacar a sus colegas alguna pista sobre dónde han huido… Y una descripción física también ayudaría.

Eliano no pareció muy impresionado con esa tarea. Qué gallito.

Los dos hermanos estaban empezando a darse cuenta de que trabajar conmigo no tenía nada de sofisticado. Para empezar, nos reunimos en mi nueva casa a la orilla del río y tomamos un desayuno rápido. Un panecillo y una taza de agua tibia para cada uno fue toda una sorpresa. Ellos se esperaban una visita de cuatro horas por las bodegas.

—¿Y yo qué puedo hacer? —importunó Justino de forma lastimera.

—Mucho. Descubre la identidad del cadáver. Ve al almacén de los contratistas con tu hermano. Quédate rondando por ahí después de que él se vaya y habla con los demás trabajadores. —Sabía que Eliano sería grosero con los obreros; luego, Justino sería más simpático—. Consigue que te hagan una lista de todas las personas que estuviesen en la obra mientras trabajaban en la casa de baños de mi padre. Y que otra vez te den descripciones. Si cooperan…

—¿No esperas que lo hagan?

—¡Oh, yo espero que la diosa Iris baje deslizándose sobre el arco de colores y nos lo cuente todo! En serio, descubre si falta alguien. Si consigues una pista, dirígete a donde sea que viviera la persona desaparecida y aborda el asunto desde allí.

—Si nadie nos dice quién era —dijo Justino con el ceño fruncido—, ¿cómo procedemos, Falco?

—Bueno, ya sois mayores —contesté, nada dispuesto a ayudar.

—¡Oh, vamos, hombre! —se burló Eliano—. No nos metas en eso y dejes que nos hundamos.

—Está bien. Probad con esto: Gloco y Cota eran los contratistas principales. Pero otras empresas proporcionaban, y a veces colocaban, la mitad de los accesorios más elaborados. Id a ver al proveedor de pilas de mármol, al de los mosaicos y al fontanero que instaló las tuberías del agua. No querrán que se les eche la culpa. Por lo tanto, no estarán tan predispuestos a esconder la verdad. Preguntadle a Helena quién fue el importador que le vendió esa monstruosa pileta para chapotear que hay en la cámara tibia. Pedidles a los esclavos de mi padre que os den los nombres de los operarios que ensuciaban de barro todo el suelo de la cocina cuando iban a buscar agua para preparar la argamasa.

—¿A los obreros se les permitía la entrada en la casa principal?

—No.

—¿Y eso no debería haberlos detenido?

—Correcto. Si quieres tener una experiencia realmente irritante, intenta hablar con mi padre en persona.

—¿Y luego, qué?

—Vosotros haced lo que os he sugerido. Más tarde nos volveremos a reunir para intercambiar impresiones.

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