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Authors: Lindsey Davis

Tags: #Histórico, Intriga

Un cadáver en los baños (8 page)

VIII

Había planeado salir de Roma discretamente. Entonces las Parcas debieron de despertarse con una verdadera resaca. El viaje duró una eternidad y fue terrible.

La primera vez que fui a Britania, tenía al ejército cuidando de mí. No tenía nada por lo que preocuparme, aparte de reflexionar sobre por qué, por el Hades, había tenido que enrolarme. Todo era muy fácil. Los oficiales tenían la gentileza de planear hasta el instante de despertarme, y por lo tanto, no había tiempo para dejarse llevar por el pánico; unos experimentados encargados del abastecimiento se aseguraban de que nos acompañara la comida y toda clase de equipamientos; había buenos muchachos conmigo y, al igual que yo, todos querían estar con su madre, aunque no lo dijeran.

La última vez que me dirigí allí, sólo éramos yo y el equipaje individual. Lo preparé yo mismo sin manual de instrucciones, mientras otros añadían un pase imperial para hacerme las cosas más fáciles y un mapa, trazado sobre un trozo de cuero, que mostraba la larga ruta hacia el norte. En el camino de vuelta, éramos yo y una joven divorciada sumamente tensa y furiosa llamada Helena Justina. Ella se preguntaba cómo sería acostarse con un informante brutal y directo, al tiempo que yo tenía mucho cuidado en evitar esos mismos pensamientos. Mil seiscientos kilómetros resultaron una larga distancia intentando mantener mis manos alejadas de ella. Sobre todo cuando presentí que ella quería que lo dejara de intentar.

—Me da la sensación de que ha pasado mucho tiempo —murmuré de pie en el muelle de Porto, el puerto principal de Ostia. Habían pasado cinco años.

Helena todavía poseía el arte de hablarme en privado, incluso en medio del barullo.

—¿Éramos personas distintas entonces, Marco?

—Tú y yo no cambiaremos nunca. —Ella sonrió. Me sobrevino ese antiguo arrebato y recorrí su cuerpo con mis manos tal como le habría encantado hacer a ese tipo peligroso cuatro años atrás.

En esa ocasión, nuestro equipaje para el viaje a Britania ocupaba la mitad del muelle. Mientras
Nux
corría por ahí ladrando, Helena y yo nos dirigimos hacia la enorme estatua de Neptuno intentando pasar desapercibidos y fingiendo que todo ese mar de cofres y cestos de mimbre no tenían ninguna relación con nosotros. Los dos Camilos se peleaban mientras supervisaban la carga. Todavía no habían decidido cuál de los dos emprendería el viaje, así que ambos tenían intención de navegar hacia la Galia mientras seguían discutiendo sobre quién debía quedarse en Massilia.

—¡Massilia! —exclamé con una sonrisa, rememorándolo todavía—. Faltó un pelo para que me fuera a la cama contigo allí.

Helena ocultó su rostro en mi hombro. Creo que se reía. Su aliento me hizo cosquillas en el cuello.

—Espero que esta vez lo hagas.

—Tenga cuidado, señora —dije con esa voz de duro que solía poner, la que una vez supuse que la había engañado cuando en realidad al cabo de una semana ella dejó de creerme—. Tengo intención de exorcizar cualquier recuerdo de los lugares en los que la última vez le dejé seguir siendo casta.

—¡Lo estoy deseando! —contestó Helena—. Espero que seas capaz. —Sabía cómo lanzar un desafío.

Nos quedamos un rato en silencio, envueltos en unos mantos contra la brisa marina y abrigados el uno en el otro, muy juntos. Ella debía de tener el aspecto de una esposa llorosa despidiéndose de un funcionario que partía en un largo viaje al extranjero. Yo debía de parecer un tipo que con valentía estaba consiguiendo no mostrar demasiado entusiasmo por la libertad que le esperaba.

No habría despedidas. La nuestra era otra clase de libertad. Siempre habíamos disfrutado juntos de una vida sin ataduras. Ambos conocíamos los peligros. Pensábamos en ellos, incluso allí, en el muelle, cuando ya era demasiado tarde. Quizá tendría que haber dejado en casa a Helena y las niñas. Pero ¿cuántos prudentes aventureros toman la sensata elección de marcharse a vagabundear por ahí, superar el peligro y las privaciones interminables y luego vuelven a la ciudad dorada sólo para encontrarse con que la malaria ha borrado del mapa todos sus tesoros?

En Britania había un virulento brote de fiebre de los pantanos. De todos modos, nuestro destino era costero. Más allá del pintoresco puerto del gran rey, situado en los exteriores de su palacio, se extendería el mar abierto azotado por el viento y no los lagos y pantanos estancados. Pero claro, teníamos que cruzar dos mares para llegar allí; uno de ellos era un tormentoso estrecho.

Helena y yo pensábamos que la vida teníamos que vivirla juntos. La privada, la doméstica y la compartida. La que compartíamos con nuestra familia: dos niñas, una niñera quejica y una perra desaliñada. Además de mis dos ayudantes, los Camilos, que gracias a las Parcas estaban recuperando su sentido de la diversión, y a los cuales en ese muelle se sumaban mi hermana Maya y todos sus hijos, que seguían sin venir con nosotros a un lugar seguro pero que se metieron en medio para vernos partir. También estaba Petronio. Había dicho que nos acompañaría porque quería ir a Ostia a visitar a sus hijas.

—¿Lleváis los calcetines? —oí que se burlaba de los dos Camilos. Esa palabra era nueva para ellos. Cuando alcanzáramos el siguiente barco y cruzáramos el frío Estrecho Galo que el viento asolaba, aquel de los dos que todavía estuviera con nosotros entendería para qué servían esos calcetines de punto con un dedo.

—Podríamos terminar llevándonoslos a los dos —murmuró Helena con calma.

—Oh, sí. Tu padre pensó que valía la pena hacer una apuesta formal.

—¿Cuánto?

—¡Demasiado!

—Vosotros dos sois incorregibles… Papá se está buscando problemas. Mi madre les ordenó a mis dos hermanos que se quedaran en Roma.

—Entonces nos los llevamos a los dos. Esto lo decide todo, amor.

Entonces los dos sonreímos. Helena y yo disfrutaríamos observando cómo los muchachos intentaban elegir el momento adecuado para confesar.

Hispale se sintió mareada incluso antes de subir al barco. Una vez a bordo, Helena la llevó a rastras hasta el diminuto camarote e hizo que Maya las acompañara para ayudar a calmar a esa mujer. Yo me dirigí a la parte cubierta con Eliano y cargamos nuestro equipaje de largo recorrido. Justino tenía la ingrata tarea de explicarle a la tripulación del barco que necesitábamos algunos de esos artículos durante el viaje. Teníamos un buen sistema de etiquetas de identificación. A pesar de ello, alguien lo había desordenado todo. Por lo que pude ver, no faltaba nada, pero parecía haber equipaje del que yo no sabía nada.

Siempre es inquietante estar esperando a que empiece un largo viaje. En retrospectiva, quizás hubo más tensión de la necesaria. Tal vez la gente andaba por ahí nerviosa y gruñendo de una forma más caótica de lo que era habitual. Cuando se estiba un barco siempre hay gritos y golpes. La tripulación disfruta manteniendo a los pasajeros desinformados acerca de lo que pasa. Parece que soltar las amarras sea su excusa para infundir el pánico entre los visitantes que están a bordo.

Así que, por una vez, lo que ocurrió no fue culpa mía. De todas formas, yo estaba abajo en las entrañas del barco. Entonces oí ese grito.

Había algo que me preocupaba mientras subía por la escalera de cuerda hacia la cubierta principal. Los ruidos sordos y el bamboleo dieron paso a otras sensaciones más tranquilas.

Noté el cambio en el movimiento del aire, y después la fuerza del oleaje bajo mis pies casi me hizo perder el equilibrio.

—¡Ya nos movemos! —gritó Eliano con excitación. Tuve una premonición. Un alboroto nervioso hizo que me imaginara lo peor: el capitán había soltado amarras y el barco había zarpado de Porto. Por desgracia, lo había hecho mientras Maya todavía estaba a bordo con nosotros.

En esos momentos mi hermana estaba agarrada a la barandilla con todas sus fuerzas, a punto de tirarse por la borda como si fuera una náyade enloquecida por el exceso de sol y espuma. Nunca había visto a Maya tan histérica. Decía a gritos que la habían alejado de sus hijos. Sólo la verdadera fuerza de Justino, que se había hecho cargo de la situación con su habitual rapidez y había agarrado a Maya, evitó que siguiera intentando arrojarse al agua para volver a la costa. Al igual que yo, ella nunca había aprendido a nadar.

—Ahí está mi hermano, haciendo uso de su mano dura con las mujeres —dijo Eliano con sorna.

—Pero mi hermana practica la lucha cuerpo a cuerpo —comenté al tiempo que Maya apartaba a su salvador y caía de rodillas llorando.

Mientras Maya sollozaba, algo en la manera en que Helena se exclamaba con ella compasivamente hizo que me detuviera. Yo esperaba que mi amor se volviera hacia mí y me ordenara resolver el problema antes de que fuera demasiado tarde.

Me apoyé en la barandilla y dirigí la mirada al muelle. En efecto, allí estaban los cuatro pequeños de Maya. Mario, Cloelia y Anco estaban de pie formando una solemne fila; parecían decirnos adiós con la mano, muy calmosamente. Petronio Longo sostenía a Rea en sus brazos, como para que viera mejor cómo secuestraban a su madre. Había un puntito de más, que debía de ser el cachorro de Mario sentado tranquilamente encima de su correa. Petronio, que podía haber intentado requisar un barco para que nos viniera detrás, se limitó a quedarse allí de pie.

—¡Mis hijos! ¡Llevadme de vuelta con mis hijos! Mis niños, ¿qué será de ellos sin mí? Estarán muertos de miedo…

Todas esas figuritas cuidadosamente alineadas tenían aspecto de no haberse inmutado demasiado.

Eliano decidió hacer el papel de héroe; muy amablemente, salió disparado para negociar con el capitán. Yo sabía que ese hombre no daría la vuelta. Crucé la mirada con Justino y los dos nos quedamos donde estábamos con cara de preocupación. Me imagino que supo lo que yo pensaba. Tal vez hasta él estuviera metido en el complot: todo eso estaba preparado. Una de las razones por las cuales el capitán no iba a dar la vuelta era porque alguien le había pagado para que zarpara discretamente y siguiera adelante.

Estaban alejando a mi hermana del alcance de Anácrites. Alguien lo había arreglado todo, tanto si a Maya le gustaba como si no. Me imaginé que habría sido Helena. Petronio y hasta los hijos de Maya también habían conspirado. Sólo Helena pudo idear esa estratagema y pagar por ella. Era difícil que Maya se diera cuenta de la verdad. En cuanto se hubiera calmado y empezara a darle vueltas al asunto, entonces yo, su hermano totalmente inocente, acabaría teniendo la culpa de todo.

—Bueno, vamos a pensar qué podemos hacer —oí que decía Helena—. Los niños están con Lucio Petronio. No les va a pasar nada. Te llevaremos de vuelta a casa de alguna manera. No llores, Maya. Uno de mis hermanos volverá a casa desde Massilia. No habrá inconveniente en que te lleve con él…

Sus dos hermanos asintieron con la cabeza para confirmarlo, y acto seguido, como ninguno de ellos tenía la más mínima intención de volver sobre sus pasos en Massilia, se quitaron de en medio discretamente.

Nadie parecía necesitarme. Me puse a trabajar en serio. Le até un largo cordel a mi hija Julia para que pudiera andar con seguridad por cubierta (y tropezar con los marineros).
Nux
, que era la primera vez que navegaba, estuvo aullando un buen rato y después se tumbó a mis pies. Envolví a la más pequeña para abrigarla de forma que sólo le asomara la cabeza y me la puse contra el pecho bajo mi capa. Luego me senté en cubierta con los pies apoyados en un ancla y me puse a estudiar las notas de la secretaría del Palatino, la cual administraba los fondos para el palacio del gran rey.

Corno es habitual con los proyectos oficiales, cuanto mayores eran las expectativas del cliente y más necesidad de destacar tenía la agencia que lo dirigía, más garrafales eran los errores y mayor el coste. Se había solicitado un informe de la auditoria del Tesoro que no decía nada bueno. La pérdida de materiales en la misma obra había alcanzado unas proporciones épicas. Hasta el arquitecto del proyecto había presentado un informe sobre sus temores de sabotaje.

Frontino, el gobernador de la provincia, creía que la fecha de finalización del programa no sólo se había retrasado: se había aplazado hasta la próxima década. Tenía problemas para refrenar las exigencias del cliente y no contaba con mano de obra decente que pudiera mandar en misión de rescate debido a las contradictorias necesidades de las principales obras nuevas que se estaban llevando a cabo en Londinio (que más que nada se trataba del nuevo cuartel general para el gobernador provincial…, él mismo). Unos crudos párrafos escritos en griego administrativo explicaban lo peor con todo detalle. El palacio del gran rey había llegado a una fase peligrosa: estaba todo listo para que fuera el mayor fracaso administrativo de la historia.

IX

La suerte es un lujo maravilloso. ¿Qué mejor que la carrera (y la casa grande y confortable) del gran rey para probar que algunos nacen bajo la estrella de la buena fortuna?

—Cogidumno —probó a decir Justino con prudencia.

—Togidubno —le corregí. Se trataba de un provinciano de una insignificancia tal que la mayoría de los comentaristas romanos ni siquiera lo llamaban por su nombre correcto—. Apréndetelo, por favor, no vaya a ser que lo ofendamos. Puede que el emperador sea nuestro principal cliente, pero Togi es el cliente final. La única razón por la que todos hemos sufrido este viaje es complacer a Togi. Vespasiano quiere que la construcción de su casa vaya bien para que Togi esté contento.

—Será mejor que dejes de llamarlo Togi —me advirtió Helena— o meterás la pata y lo insultarás en público.

—Insultar a los funcionarios es mi estilo.

—Pero quieres que tus ayudantes sean unos diplomáticos con mucha labia.

—Ah, sí. Siempre me las cargo yo… ¡Sois un par de sensibleros empalagosos! —les grité.

Nos encontrábamos detenidos en un mesón de la zona más gris de la Galia cuando encontramos tiempo para dar nuestra clase. A Hispale se le había ordenado que dejara de quejarse de lo mal que estaba (poseía el arte de hacerse infeliz) y que se hiciera cargo de las niñas. De esta manera, Helena pudo destacar como mi investigadora preparatoria. Afortunadamente, sus hermanos (sí, los dos) estaban acostumbrados a que su hermana mayor les diera clases. Yo nunca conseguí relajarme del todo cuando ella empezaba a explicar las cosas. Helena Justina siempre me sorprendía por el alcance de sus fuentes y los detalles que le proporcionaban.

Fuimos a parar a ese lugar tras varios días de agotador viaje. Las niñas parecían llevarlo mejor que el resto de nosotros, aunque Helena y yo sufrimos el inconveniente de la desaprobación por parte de los extranjeros. Mientras que los galos se asombraban de lo estrictos que éramos con nuestras hijas, nosotros los considerábamos unos chapuceros que malcriaban a sus incontrolados y mimados retoños. Algunos tenían pulgas. Pronto nuestras hijas, a las que se llevaban de cocina en cocina para decir bobadas sobre sus lindos rizos, también tendrían.
Nux
atacaba enérgicamente a las suyas, que eran romanas. Yo tenía picores desde Lugduno, aunque si era portador de esas criaturas, no fui capaz de encontrarlas. Eso fue porque rara vez me quitaba la ropa para buscarlas. Las posadas tenían baños, pero si permanecías en la cola para lavarte, no estabas cuando servían la comida. Además, el agua estaba fría. Eso, junto a los surcos de los caminos y el espantoso clima, lo hacía todo más divertido.

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