—Es terrible —dijo al fin.
—¿Por qué lo dices, Assunta?
—Se lo expliqué a Paola —dijo con reticencia, como si le doliera o la violentara repetirlo, o quizá porque confiaba en que Paola se lo hubiera contado todo.
—Me gustaría que me lo explicaras a mí también —la animó Brunetti.
Ella hizo una profunda inspiración, apretó los labios, abrió la boca para lanzar un suspiro y empezó:
—Dice que Marco no me quiere, que se casó conmigo por mi dinero. —No lo miraba al decirlo.
Brunetti comprendía que se sintiera violenta al repetir la observación implícita de su padre acerca de su poco atractivo personal, pero éstas no eran las amenazas de que le había hablado Paola.
—¿Y realmente tienes dinero?
—Eso es lo más disparatado —dijo ella mirándolo y alargando la mano, pero la retiró antes de tocarle el brazo—: No tengo dinero. Tengo la casa que me dejó mi madre, pero Marco tiene la de la suya, en Venecia, que es más grande.
—¿Quién vive en esa casa? —preguntó Brunetti.
—La tenemos alquilada.
—¿Y el alquiler os hace ricos?
Ella se rió.
—No. Él la ha alquilado a su prima, que vive allí con su marido. Pagan cuatrocientos euros al mes. Eso no hace rico a nadie.
—¿Tienes ahorros? —preguntó él, pensando en los muchos casos que había oído contar de personas que reunían una fortuna guardando todo lo que ganaban.
—En absoluto. Gasté casi todos mis ahorros cuando hice restaurar la casa que heredé de mi madre. Pensaba alquilarla y seguir viviendo con mi padre, pero entonces conocí a Marco y decidimos vivir en nuestra propia casa.
—¿Por qué optasteis por vivir en Murano en lugar de Venecia? —Por lo que Vianello le había contado acerca del trabajo de Ribetti, el ingeniero debía de pasar mucho tiempo en el continente, y el desplazamiento era mucho más fácil desde Venecia que desde Murano.
—Yo trabajo en la fábrica y, a veces, si hay algún problema, tengo que ir por la noche. Marco va a
terra
ferma
varias veces por semana, pero puede llegar fácilmente a
piazzale
Roma desde Murano, y decidimos quedarnos allí. Además —añadió—, hace mucho tiempo que su prima vive en la casa.
Brunetti entendió que esto era una forma velada de decir que o bien que la prima no dejaría la casa sin un mandamiento judicial o que Ribetti no quería pedirle que se fuera. En realidad no importaba si era por una cosa o por otra, y Brunetti decidió cambiar de tema y, después de buscar la fórmula más conveniente para referirse a la futura herencia, preguntó:
—¿Y en cuanto a perspectivas?
—¿Te refieres al
fornace
? ¿Cuando muera mi padre? —dijo ella.
Bravo por la diplomacia de Brunetti.
—Sí.
—Creo que yo lo heredaré. Mi padre no me ha dicho nada, ni yo le he preguntado, pero ¿qué otra cosa podría hacer?
—¿Tienes idea de lo que pueda valer un
fornace
como el de tu padre?
Brunetti vio que estaba calculándolo.
—Supongo que alrededor de un millón de euros.
—¿Estás segura?
—No lo sé con exactitud, pero no creo equivocarme de mucho. Hace años que llevo la contabilidad y oigo lo que dicen los otros dueños, sé lo que valen otros
fornaci,
o lo que ellos creen que valen. —Miró a Brunetti, desvió la mirada un momento y volvió a mirarlo, y él intuyó que por fin iba a hablarle del verdadero motivo de su visita—. Pero lo que me preocupa es otra cosa.
—¿El qué?
—Creo que mi padre puede estar tratando de vender.
—¿Por qué lo crees?
Ella volvió la cara hacia otro lado y se quedó un rato pensativa, quizá sopesando la respuesta, antes de decir:
—En realidad, por nada en concreto. Nada de lo que pueda estar segura ni expresar con claridad. Es su manera de actuar y algunas de las cosas que dice.
—¿Qué cosas?
—Un día pedí a uno de los operarios que hiciera algo y él, me refiero a mi padre, me preguntó qué sería de mí el día en que ya no pudiera dar órdenes a los operarios. —Calló un momento, para observar la reacción de Brunetti, y prosiguió—: Otra vez, cuando teníamos que hacer el pedido de la arena, dije que deberíamos doblar la cantidad para ahorrarnos gastos de transporte y él respondió que valía más pedir sólo para seis meses. Pero lo dijo de una manera… como si pensara… oh, no sé, como si ya no fuéramos a estar allí al cabo de ese tiempo. O algo así.
—¿Cuánto hace de eso?
—Unas seis semanas, quizá menos.
Brunetti pensó que debía preguntarle si quería beber algo, pero sabía que no debía romper el ritmo que había adquirido la conversación.
—Volviendo a las cosas que tu padre decía de Marco, ¿alguna vez ha hablado de hacerle algo? —Evidentemente, ella sabía que Paola le había contado todo lo que ella había dicho, pero quizá prefiriera simular que no había revelado secretos de familia y dejar que él fuera sonsacándola.
—¿Te refieres a si lo amenazó?
—Sí.
Ella se quedó pensativa, quizá buscando la manera de seguir negándolo. Finalmente, dijo:
—Le he oído mencionar cosas que desea que le pasen. —Era una evasiva, y así lo comprendió Brunetti, pero por lo menos empezaba a hablar.
—Pero eso no es exactamente una amenaza —dijo Brunetti.
—No, desde luego —convino ella, sorprendiéndolo—. Yo sé cómo hablan los hombres, sobre todo los que trabajan en los
fornaci.
Siempre están diciendo que van a romperle la cabeza a alguien, o a partirle una pierna. Es sólo su manera de hablar.
—¿Crees que es así como hay que interpretar lo que dice tu padre?
—Si lo creyera, no estaría aquí —dijo ella con una voz que de pronto se hizo muy grave, casi reprochándole que él pudiera hacer semejante pregunta o tratar su visita tan a la ligera.
—Desde luego —reconoció Brunetti—. Así pues ¿tu padre ha hecho amenazas concretas? —En vista de que ella no parecía dispuesta a responder, insistió—: ¿Te lo ha dicho Marco? —Le pareció conveniente hablar de Marco con familiaridad, para volver a relajar el ambiente o, al menos, para animarla a hablar con más franqueza.
—No. Él nunca repetiría esas cosas.
—¿Cómo te has enterado entonces?
—Por los hombres del
fornace.
Ellos le oyeron… a mi padre.
—¿Quiénes?
—Los trabajadores.
—¿Y te lo dijeron?
—Sí, ellos y otro conocido.
—¿Quieres darme los nombres?
Esta vez ella sí le puso la mano en el brazo para preguntarle con visible inquietud:
—¿Esto les causará problemas?
—¿El que tú me des sus nombres o el que yo hable con ellos?
—Las dos cosas.
—No sé cómo ni por qué. Como tú misma reconoces, los hombres dicen estas cosas y la mayoría de las veces son sólo palabras. Pero, para saber si hay algo más, tengo que hablar con los hombres que oyeron a tu padre. Siempre que ellos quieran hablar conmigo —añadió.
—No sé si querrán —dijo ella.
—Yo tampoco —repuso Brunetti con una pequeña sonrisa de resignación—. No lo sabré hasta que se lo pregunte. —Esperó a que ella diera los nombres y, como no era así, preguntó—: ¿Qué te dijeron?
—A uno le dijo que le gustaría matar a Marco —dijo ella con voz insegura.
Brunetti no perdió el tiempo tratando de explicar que el significado de una frase semejante depende del contexto y del tono. No quería dar la impresión de que pretendía disculpar a De Cal, pero lo poco que había podido observar de aquel hombre le hacía sospechar que era propenso a decir estas cosas sin verdadera intención.
—¿Qué más?
—Que prefería verlo muerto antes que dueño del
fornace.
El que me lo contó añadió que mi padre estaba borracho cuando dijo eso, y que hablaba de la historia de la familia y de que no quería que un extraño la profanara. —Ella miró a Brunetti tratando de sonreír, pero con escaso éxito—. Para él, todo el que no sea de Murano es un extraño.
Para distender el ambiente, Brunetti dijo:
—Lo mismo pensaba mi padre de todo el que no fuera de Castello.
Ella sonrió, pero enseguida volvió a lo que estaba diciendo.
—Y no tiene sentido que diga eso. Ningún sentido. Lo último que Marco desearía en este mundo es tener algo que ver con el
fornace.
Cuando yo le hablo del trabajo me escucha, pero sólo por educación. No le interesa en absoluto.
—¿Por qué cree tu padre que le interesa?
Ella movió la cabeza.
—No lo sé. Créeme, no lo sé.
Él esperó un momento y dijo:
—Assunta, me gustaría decir que las personas que hablan de violencia nunca pasan a la acción, pero no es verdad. Generalmente, no cometen actos violentos. Pero hay veces que sí. Hay muchos que lo único que quieren es quejarse y llamar la atención. Pero no conozco a tu padre lo bastante para saber si es de ésos.
Hablaba despacio, con ecuanimidad.
—Me gustaría hablar con esos hombres para hacerme una idea más clara de lo que dijo y cómo lo dijo. —Ella fue a preguntar algo, pero él prosiguió—: No te lo pido como policía, porque aquí no ha habido delito. Simplemente, me gustaría hablar con esas personas y aclarar esto, si es posible.
—¿También con mi padre? —preguntó ella, atemorizada.
—No. A no ser que haya motivo para ello —respondió Brunetti, y era la verdad.
No sentía el menor deseo de volver a hablar con De Cal. Por otra parte, no creía que fuera un hombre muy dado a atender a razones.
—¿Quieres que te dé sus nombres? —preguntó ella bajando la voz repentinamente, como si pensara que así podía eludir la respuesta.
—Sí.
Ella se lo quedó mirando unos instantes y al fin dijo:
—Giorgio Tassini,
l'uomo di notte.
Trabaja para mi padre y para el
fornace
de al lado. Y Paolo Bovo. Éste no trabaja para nosotros, pero le oyó.
Brunetti le pidió las direcciones y ella las anotó en un papel que él le dio. Le pidió que procurase hablar con Tassini fuera del
fornace
y Brunetti accedió, contento de no tener que acercarse a De Cal por el momento.
Brunetti no sabía dar vanas esperanzas a las personas, pero en este caso quería infundir un poco de ánimo.
—Veremos lo que me cuentan —dijo—. La gente suele decir cosas que no piensa, sobre todo cuando se enfada o cuando ha bebido. —Recordando la cara de De Cal, preguntó—: ¿Tu padre acostumbra a beber con exceso?
Ella suspiró otra vez.
—Un vaso de vino ya sería demasiado, y él bebe mucho más que eso. Es diabético y no debería ni probar el alcohol.
—¿Y se excede a menudo?
—Ya sabes lo que ocurre, especialmente con los que trabajan en las fábricas —dijo ella con la resignación nacida de la costumbre—. Un
ombra
a las once, vino con la comida, un par de cervezas para ayudar a pasar la tarde, sobre todo en verano, con el calor, luego un par de
ombre
antes de la cena, más vino y luego quizá una
grappa
antes de acostarse. Y al día siguiente vuelta a empezar.
Eso era lo que solían beber los hombres de la generación de su padre, lo que habían bebido durante casi toda su vida adulta y, no obstante, él nunca había visto a ninguno dar señales de embriaguez. Y ya puestos, ¿tenían ellos que cambiar de hábitos sólo porque las nuevas generaciones se hubieran pasado al
prosecco
y el
spritz
?
—¿Siempre ha sido igual? —preguntó, y añadió, a modo de aclaración—: No me refiero a la bebida sino a su carácter y al lenguaje violento.
Ella asintió.
—Hace años, tuvo que venir la policía para intervenir en una pelea.
—¿En la que participaba él?
—Sí.
—¿Qué pasó?
—Fue en un bar, alguien dijo algo que le sentó mal… no sé qué, porque no me contó nada, sé lo que pasó por otras personas… entonces él contestó y acabaron a golpes… no sé quién empezó. Alguien llamó a la policía, pero cuando llegaron los agentes los otros hombres ya los habían separado y no pasó nada. No se arrestó a nadie ni hubo denuncia.
—¿Algo más? —preguntó Brunetti.
—Nada que yo sepa. No. —Parecía aliviada de poder poner fin a sus preguntas.
—¿Ha sido violento contigo?
Ella lo miró con la boca abierta.
—¿Qué?
—¿Te ha pegado alguna vez?
—No —dijo ella con tanta vehemencia que Brunetti no pudo por menos que creerla—. Él me quiere. Nunca me pegaría. Antes se cortaría la mano. —Por extraño que parezca, Brunetti también la creyó.
—Comprendo —dijo, y agregó—: Eso debe hacerlo aún más doloroso para ti.
Ella sonrió al oírlo.
—Me alegro de que lo comprendas.
Al parecer, no había nada más que preguntar, y Brunetti le dio las gracias por haber ido a hablar con él y preguntó si deseaba decir algo más.
—Sólo pedirte que arregles esto, por favor —dijo ella, y parecía haber rejuvenecido décadas.
—Lo intentaré —dijo Brunetti, y le pidió el número del
telefonino,
lo anotó y se levantó.
El comisario bajó y salió al muelle con ella. Hacía más calor que cuando él había llegado horas antes. Se estrecharon la mano y ella se dirigió hacia SS Giovanni e Paolo y el barco de Murano. Brunetti se quedó unos minutos en la
riva
mirando al jardín del otro lado y repasando mentalmente su lista de conocidos. Volvió a la
questura
y subió a la oficina de los agentes, donde encontró a Pucetti.
El joven se puso en pie al ver entrar a su superior.
—Buenos días, comisario —saludó.
¿Estaba bronceado? Brunetti había firmado las autorizaciones de los permisos de Pascua, pero no recordaba si el nombre de Pucetti figuraba en alguno de los formularios.
—Pucetti —dijo acercándose a la mesa—, ¿no tiene usted familia en Murano? —Brunetti no recordaba de dónde había sacado esa información, pero estaba casi seguro de que era cierta.
—Sí, señor. Tíos, tías y tres primos.
—¿Alguno que trabaje en los
fornaci
?
Pucetti repasó la lista mental de sus parientes.
—Dos —dijo al fin.
—¿Y son personas con las que puede hablar en confianza? —inquirió Brunetti, sin que fuera necesario especificar que lo que le interesaba era más la discreción que la información que pudieran suministrar.
—Una sí, señor —dijo Pucetti.
—Bien. Me gustaría que le preguntara por Giovanni de Cal. Tiene allí un
fornace.