Read Yo y el Imbécil Online

Authors: Elvira Lindo

Tags: #Humor, Infantil y juvenil

Yo y el Imbécil (5 page)

—Angelicos… Ellos han hecho todo esto porque quieren mucho a su abuelo.

—Hay cariños que matan, señora —dijo el señor enfermo de al lado, que yo creo que nos estaba tomando bastante manía.

—Lo mejor es que se los lleve —dijo la enfermera giganta—, y que no vuelvan hasta que este hombre no esté ya un poco recuperado.

—Darle un beso —dijo la mamá del Imbécil.

—Pero suave —dijo la giganta.

Yo y el Imbécil nos acercamos al abu.

—Abu, que nos vamos porque no nos dejan quedarnos. Nosotros nos quedaríamos, pero dicen que te estamos molestando.

El Imbécil no quiso que nadie le aupara; él solo se arrimó una silla y se subió a ella. Tiene esos arranques de independencia.

—El abu no tiene próstata. Tiene pupa —éste fue el diagnóstico que el Imbécil le dijo al oído a mi abuelo.

Mi abuelo dijo que sí con la cabeza.

—Toma el chupete del nene —el Imbécil se lo sacó del bolsillo y se lo metió debajo de la almohada.

Sólo mi madre y yo sabíamos lo importante que era el regalo que le acababa de hacer el Imbécil. Le había dado su gran chupete: el que yo le tiré por la ventana el día de su cumpleaños y tuve que bajar a recoger a la calle; el que se le cayó al váter porque a él siempre le gusta mirar cómo de grande le ha salido su producto interior bruto, y un día fue tan impresionante el tamaño que él mismo dijo: «¡Ooohhh!», y al decir: «oh», se le cayó de la boca y luego mi madre quería tirarlo, pero él lloró tanto que lo tuvo que hervir y devolvérselo; el chupete al que todos llamamos «el tete» porque es el más viejo de toda su colección, casi una joya de museo; el que le había robado la
Boni
en una ocasión, llevándoselo a su cuna, y la Luisa nos lo había devuelto diciéndole a mi madre que el Imbécil podía pegarle a la
Boni
el moquillo; el que mojaba en todas las salsas, metiendo sólo un poquito, como si fuera un cocinero de veinte tenedores; el que iba a buscar todas las noches a las diez, después de cenar, y con el que se quedaba colgado tumbado en el sofá diciendo su ya famoso:
«Goño, goño, goño»
; el chupete por el que lloraba como un becerro si lo perdía; el chupete que nosotros buscábamos por toda la casa: había habido veces que hasta por la casa de la Luisa, por el portal, por El Tropezón, porque nos daba miedo que si no lo encontrábamos se pusiera a aullar durante toda la noche; el chupete por el que mi padre tuvo que volverse un lunes a dormir desde Valencia porque se lo había dejado tirado en el asiento cuando nos habíamos subido a despedirle; ese chupete por el que mi padre tuvo que hacerse casi cuatrocientos kilómetros para que el Imbécil durmiera esa noche, y al salir del camión tenía una cara así como de muy enfadado, que ni yo ni el Imbécil le habíamos visto nunca, y que luego al acercarse nos dio un miedo terrorífico, y se sacó el chupete del bolsillo y gritó:

—¿Quién ha sido el niño que ha dejado esto en mi camión?

Y los dos nos echamos a temblar porque nunca habíamos visto un padre como ese ogro que teníamos delante. Y el Imbécil se echó a llorar y yo también por si acaso servía para algo, y entonces mi padre dijo que era una broma que nos había gastado, y gracias al chupete del Imbécil ya no nos hemos vuelto a creer el número del padre espantoso. Y gracias a ese chupete tuvimos a mi padre un lunes por la noche, y mi madre dijo riéndose: «Si lo llego a saber, te dejo el chupete en el asiento para que te quedes en casa todos los lunes».

Ése era el chupete que el Imbécil puso debajo de la almohada de mi abuelo. Para que te hagas una idea del valor del regalo. Valía casi tanto como la medalla del amor del día de la madre o como un diamante. A la mamá del Imbécil se le llenaron los ojos de lágrimas, y a mí también, pero las disimulé porque no quería darle al Imbécil más puntos de los que había conseguido.

—Abu —le dije yo—, ¿quieres que te ponga los dientes antes de irme?

—No necesita ahora los dientes para nada.

Y la mamá del Imbécil nos dio la mano y nos dijo que nos iba a llevar a casa de la Luisa. Nos fuimos del hospital con un pedazo de nudo en la garganta que no podíamos casi ni tragar.

Dos niños bastante abandonados

Mi madre, o como dije en el capítulo anterior, la mamá del Imbécil, porque parece que sólo tienen ojos el uno para el otro, la mamá de mi hermano, digo, nos metió unas mudas en la mochila, nos miró como si no fuéramos sus hijos y fuéramos dos niños que acabara de encontrar en la esquina, y dijo como pensando:

—Voy a llamar a casa de la Luisa a ver si se puede quedar dos días con éstos.

Pero cuando estaba ya marcando, lo pensó mejor y dijo, también pensando y también en voz alta:

—Bueno, mejor no la llamo, porque si la llamo igual se lo piensa y me dice que no; que qué pena, pero que tiene muchas cosas que hacer, que cuánto le gustaría quedarse con estos dos pobres niños, con lo que los quiere, que los ha criado como si fueran suyos, que han pasado más tiempo en esta casa que en la de su madre, pero que no se puede quedar con ellos porque tiene hora en la depilación eléctrica.

Nos miró un momento, pero siguió hablando como si no estuviéramos allí:

—Menuda falsa está hecha. Yo que le riego las plantas en verano, que le recojo el correo, que le subo y le bajo las persianas para que no la roben. ¡Yo que la soporto como no la soportaría ni su marido, que se quedó calvo de aguantarla! Yo esta vez no voy a preguntarla: «Mira, Luisa, ¿me haces el favor de quedarte con los niños, que en el hospital no los puedo tener?». No se lo preguntaré. Esta vez se los queda como yo me llamo Catalina.

Dicho esto, abrió la puerta de casa y gritó al aire (porque a nosotros seguía sin vernos):

—¡Andando!

Desapareció y nosotros tuvimos que seguirla corriendo porque llevaba una velocidad que ya andaba por el primer descansillo. Se plantó delante de la puerta de la Luisa, y cuando iba a llamar al timbre se quedó parada.

—Es que me lo estoy imaginando —dijo con cara de rabia—. Ahora sale con su bata de flores y me suelta en mi propia cara la muy hipócrita: «Pero ¿por qué no me lo has dicho antes, mujer, con lo que yo disfruto con los chiquillos? No puedo, de verdad, tengo hora en los masajes anticelulíticos». Qué morro tiene, qué morro tiene la Luisa, siempre todo para ella, que si los masajes, que si me voy a comprar, y a mí no me hace un favor en la vida. Se va a enterar.

Nosotros la mirábamos todo lo fijamente que podíamos, hasta que nos dolieron los ojos. Mi madre es que de vez en cuando decide hablar sola. Lo hace como si fuera lo más normal del mundo, y luego, cuando nos chivamos a mi padre del miedo que nos da que haga esas cosas, no te creas que se corta. Va y le dice:

—¿Cómo no voy a hablar sola si es que estoy sola toda la semana?

Como verás, para mi madre nosotros no somos gente.

El caso es que de repente nos dirigió una sonrisa de esas que también te dan miedo, y nos dijo:

—Bueno, niños, portaos bien, que la gente no tiene por qué saber cómo sois de verdad. Y cuando abra la puerta la Luisa, decidle que me he ido, que al abuelo se le ha escapado un punto. Adiós.

Cuando terminó de decir esta frase terriblemente enigmática, llamó al timbre y echó a correr como una loca escaleras abajo. Así que cuando abrió la Luisa la puerta, yo y el Imbécil estábamos allí solos, cada uno con nuestra bolsa de mudas y bastante abandonados.

La Luisa nos abrió con su bata de flores (mi madre es adivina), con unos palos largos que se compró en la semana del Japón y que le recogían el pelo, y con la
Boni
en brazos.

—¿Qué pasa, es que no vais a la escuela?

Yo no sabía qué decir. Menos mal que el Imbécil, con su gran don de comunicación, se lo explicó en un momento.

—Manolito y el nene se quedan.

La empujó sin contemplaciones y entró a la casa como si nada.

—¿Cómo que os quedáis?

—Aquí están las mudas y los pijamas —dije yo.

—¿No será lo del pijama una indirecta de tu madre?

—El pijama para dormir —dijo el Imbécil.

—¿Y qué pasa con tu madre, que no ha sido ni para decir aquí están mis hijos?

—Es que se ha tenido que ir urgentemente al hospital…

—Ya, excusitas. Pues ya ves, me viene fatal que os quedéis; vamos, que me partís el día en dos. Anda que no tiene morro tu madre ni nada; ella siempre va a lo suyo, nada más que a lo suyo…

La Luisa iba a seguir metiéndose con mi madre sin piedad, pero eso es algo que el Imbécil no puede soportar psicológicamente, y de pronto, él, que hasta hacía un momento estaba tan pancho y se había sentado tan contento en el sofá, empezó a mover la barbilla de esa forma que sólo él sabe hacer y empezó a llorar en silencio, como con pena, como llora cuando no está mi madre. Sin decir nada, se vino conmigo y se me subió encima como si yo fuera la única persona que pudiera entender su desgracia. Entonces la Luisa, que al principio había echado pestes de vernos allí y de mi madre por haber salido corriendo, se nos quedó mirando con la
Boni
todavía en brazos.

—Si lo que yo quería decir es que me hubiera gustado decirle a vuestra madre: «¿Dónde van a estar estos niños mejor que con su Luisa?».

El Imbécil paró un momento de llorar para limpiarse las velas en mi chupa, y yo quiero a mi hermano, pero también quiero a mi chupa motorística. Le dejé en el sofá y el muy guarro quiso hacer lo que hace en mi casa: restregarse la nariz contra el asiento; pero la Luisa acudió como volando con un pañuelillo, y mientras lo llenaba con los mocos interminables del Imbécil, nos dijo:

—Pues mira, mejor, llamo a Bernabé, me visto, y nos vamos los cuatro a comer a un restaurante. ¿No os ha echado vuestra madre una ropa mejor que la que lleváis?

Yo y el Imbécil nos miramos nuestras propias ropas.

—Esta es la mejor que tenemos. Es nuestro chándal de los domingos, y el de ir al hospital a ver a mi abuelo.

La Luisa nos miró de arriba abajo sin cortarse ni un pelo, y dijo:

—No sé, no sé, creo que necesitáis un giro de 360 grados —se le puso una sonrisa en los labios muy misteriosa—. Es algo que había pensado muchas veces pero que no me había atrevido a hacer, y qué mejor oportunidad que ahora que os tengo para mí sola. Cuando vuelva tu madre no os va a conocer…

¿Qué quería hacer con nosotros aquella mujer de la bata y los palos en la cabeza? Un escalofrío recorrió mi cuerpo. Ahora era yo el que me abrazaba al Imbécil.

Camino de Perfección

La Luisa se quitó la bata de flores y se puso un vestido de flores también, porque a la Luisa le encantan las flores: tiene cuadros de flores, rosas de tela en el váter con ambientador dentro del jarrón para que parezcan flores auténticas, geranios de plástico en la terraza que desde la calle dan el pego, y la gente le pregunta:

—¡Luisa! —le gritan desde abajo—. ¿Cómo consigues esos geranios reventones durante todo el año?

Y la Luisa nos mira partiéndose el pecho y guiñándonos un ojo.

—¡Que de siempre he tenido yo mucha mano para las flores!

El imbécil quiso meterse en la habitación mientras la Luisa se cambiaba de unas flores a otras, pero la Luisa dijo que no que no, y no me extraña, porque el Imbécil, así a lo tonto a lo tonto y porque es pequeño, se ha estado metiendo siempre mientras se probaban las mujeres. Las mujeres al principio no reparan en él, pero de pronto ven a un niño en un rincón que acelera el movimiento de su chupete: si normalmente hace:
«Goño, goño, goño…»
, cuando la señora se quita el vestido, el Imbécil dice a una velocidad de vértigo:
«Noñoñoño…»
. Nos hubiera gustado llamar a científicos de todo el mundo para que estudiaran esta concentración mental de mi hermano delante de señoras que se cambian de ropa, pero los científicos de todo el mundo deben de estar hartos de estudiar fenómenos paranormales en Carabanchel (Alto), porque en mi barrio es que no paran de ocurrir acontecimientos inexplicables.

Además de hacer ese extraño sonido:
«Noñoño…»
, el Imbécil se queda mirando fijamente a la señora que se cambia, sin pestañear ni una sola vez. Ha habido amigas de mi madre que han dicho:

—Cata, este niño me mira de una forma que no sé no sé…

Otras que no se cortan:

—Cata, este niño tiene un punto muy raro.

Y la Luisa, que es la vecina íntima de mi madre y la que más nos conoce:

—Cata, este niño a los cuatro años ya tiene un morro que se lo pisa.

Así que ya digo que cuando la Luisa dijo: «Me voy a vestir en un pispás», el Imbécil salió detrás de ella todo decidido, pero se llevó un corte porque la Luisa le cerró la puerta en sus mismas narices.

La Luisa había decidido cambiarnos y convertirnos en esos vecinos que todas las Luisas quisieran tener. Nosotros estábamos muy intrigados pensando en cómo nos iba a cambiar porque, según mi madre, somos niños que nunca cambiamos y si cambiamos un poco es para peor. Otros niños del mundo se traumatizarían si su madre tuviera esa opinión de ellos, pero nosotros tenemos un sistema (que también deberían estudiar los científicos planetarios) por el cual las cosas que nos dice mi madre por un oído nos entran y por otro nos salen. Es un sistema llamado «limpieza cerebral», y es un sistema genético: mi abuelo lo tiene y mi padre también.

Cuando salimos por la puerta con la Luisa, yo y el Imbécil nos alegramos bastante por primera vez en la vida de que nuestra finca no tuviera ascensor, porque la Luisa se había echado encima del traje de flores medio bote de colonia, y cuando llegamos al portal estábamos a punto de vomitar y la vida nos daba vueltas.

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