—Bueno, lo tendré en cuenta —dije, porque había oído cosas así, aunque no había conocido casos reales—. ¿De qué le vais a acusar?
Buck dijo que quizá le acusaran de violación. Ken le lanzó una mirada inexpresiva y dijo que no, que no se atreverían a acusarle de aquello.
—A fin de cuentas, puede afirmar que la cerda consintió en ello, y entonces ya me dirás lo que hacemos.
—Eh —dijo Buck—, eh, eh, Ken.
—¿Qué es eso de eh? —dijo Ken—. ¿Quieres decir que los animales no entienden lo que les decimos? Mira, voy al perro y le digo; «Tú, ¿quieres cazar ratas?»; y verás cómo me salta encima, me ladra, me gruñe y me lame la cara. O sea, desgraciao, que me da a entender que quiere cazar ratas. Y si le digo: «Tú, ¿quieres que te dé un palo?», verás cómo se pone en un rincón con el rabo entre las piernas. Y con eso querrá decir que no quiere que le dé un palo. Y...
—Vale, vale —dijo Buck—. Pero...
—¡Me cago en...! —dijo Ken—. ¡Cierra el pico cuando hablo! ¿Qué coño te pasa? Voy y digo aquí al Nick que eres un tío listo y tú vas y me quieres dejar por embustero delante de él.
A Buck se le coloreó un tanto la cara y dijo que lo sentía. Que no había querido contradecir a Ken.
—Ahora que me lo has explicado puedo comprenderlo a la perfección. El guripa fue seguramente a la cerda y le dijo: «¿Quieres un poquito de lo que ya sabes, cerdita?», y la cerda se puso a chillar y a remover el rabo, dando a entender que estaría dispuesta siempre que el tipo quisiera.
—¡Pues claro, hombre, como que fue así! —dijo Ken con la frente arrugada—. ¿Por qué me discutías entonces? ¿Por qué me decías que el tipo no había tenido el consentimiento de la cerda, haciendo el ridículo delante de un comisario que ha venido a visitarnos? Te voy a decir una cosa, Buck —prosiguió Ken—. Alimentaba esperanzas en ti. Casi estaba convencido de que eras un blanco con sensatez y no uno de esos bocazas sabelotodo. Pero ahora ya no lo sé; de verdad, no lo sé. Creo que todo lo que puedo decirte es que tengas cuidado con lo que haces a partir de ahora.
—Lo haré, lo haré —dijo Buck—. Lo siento mucho, Ken.
—Y ojo. Ojo con todo lo que te he dicho —Ken le miró con mal humor—. Vuelve a discutirme o a contradecirme, y te pongo en la calle a picotear la mierda de caballo con los pájaros. ¿O es que crees que no soy capaz, eh? ¿Y vas a discutirme ahora que no vas a competir con los pájaros por la mierda? ¡Respóndeme, desgraciao, gilipollas!
Buck tartamudeó un poco y luego dijo que claro, que Ken tenía razón.
—Tú lo has dicho, Ken, eso es exactamente lo que haré.
—¿Qué harás? ¡Dilo, así te mueras!
—Pí... —Buck volvió a atragantarse—, picotear la mierda de los caballos con los pájaros.
—Y mierda caliente, de la que humea. ¿Estamos? ¿Estamos?
—Sí —murmuró Buck—. Tienes toda la razón del mundo, Ken. Yo... yo admito que no hay nada menos apetitoso que la mierda de caballo fría.
—Bueno, bien, pues ya está —dijo Ken, dejándole en paz y volviéndose hacia mí—. Nick, me doy cuenta de que no has venido hasta aquí para oírnos discutir a mí y al imbécil de Buck. Me huelo que debes de tener la tira de problemas por tu lado.
—Pues sí, mira, en eso tienes toda la razón, Ken —dije—. Y tanto que la tienes. Y ahí está la cuestión.
—Y has venido a pedirme consejo, ¿no? No eres como esos sabihondos que creen que ya lo saben todo.
—No —dije—. Y por supuesto que quiero tu consejo, Ken.
—Bueno, bueno —dijo asintiendo—. Pues adelante, Nick.
—Pues mira —dije—. Tengo un lío que la cabeza me va a reventar. Como apenas puedo comer y dormir, estoy que no me tengo. Así que me puse a enfocarlo y a estudiarlo y empecé a pensar y a pensar hasta que llegué a una conclusión.
—¿Sí?
—Que no sabía lo que hacer —dije.
—Ya —dijo Ken—. Bueno, mira, sin prisas. El Buck y yo tenemos la tira de trabajo, aunque siempre tenemos tiempo para escuchar a un amigo. ¿No, Buck?
—Muy cierto. Tienes toda la razón del mundo, Ken. Como siempre.
—Así que tómate tu tiempo y cuéntanoslo, Nick —dijo Ken—. Siempre dejo a un lado todas mis preocupaciones cuando tengo un amigo en apuros.
Vacilé cuando quise hablarle de Myra y su hermano el subnormal. Porque así de repente, me pareció demasiado íntimo. Quiero decir que no se va a discutir así como así de la propia mujer con otro tipo, aunque sea un buen amigo como Ken. Y aunque se lo contara, ¿qué hostias iba a hacer él a propósito de ella?
Así que consideré que lo mejor era apartarla a ella del asunto e ir derecho al otro lío gordo que tenía. Suponía que él podía afrontarlo con facilidad. Más aún: puesto que ya habíamos recuperado un poco de intimidad y puesto que acababa de ver cómo se las entendía con Buck, sabía que era el hombre adecuado para afrontar la situación.
—Pues mira, Ken —dije—. Tú conoces el burdel de Pottsville. El que está al otro lado del río, a un tiro de piedra del pueblo...
Ken miró al techo y se rascó la cabeza. No podía decir que lo conociera, pero se imaginaba, naturalmente, que Pottsville tenía un burdel.
—Un pueblo sin uno no puede funcionar bien, ¿verdad, Buck?
—¡Claro! Porque si no hubiera putas, las señoras decentes no podrían estar seguras en las calles.
—Muy cierto —asintió Ken—. A los tíos se les hincharían los huevos, se pondrían a cien e irían tras ellas.
—Bueno, yo pienso lo mismo —dije—. Pero voy al grano. Mira, hay seis putas, todas ellas muy simpáticas y amables como la que más. No tengo ninguna queja de ellas, de veras. Pero con ellas hay dos macarras, uno por cada tres chicas, supongo; y los macarras me llevan de calle, Ken. Me levantan la voz cosa mala.
—Venga ya, hombre —dijo Ken—. No irás a decirme que esos macarras le gritan al jefe de policía de Potts County.
—Pues así es —dije—, eso es exactamente lo que hacen. Y lo peor de todo es que a veces lo hacen delante de los demás, y una cosa así, Ken, no puede beneficiar en nada a un comisario. Enseguida corre la voz de que te has dejado acojonar por los macarras, y eso no te beneficia en nada.
—¡Y que lo digas! —dijo Ken—. Tienes más razón que un santo, Nick. Pero imagino que les habrás dado su merecido. Que habrás tomado alguna medida.
—Bueno —dije— les devuelvo la pelota. No puedo decir que les haya parado los pies, Ken, pero te aseguro que les devuelvo la pelota.
—¡Devolverles la pelota! ¿Y por qué haces eso?
—Bueno —dije—, me parece que es justo. Un tío te fastidia y lo justo es fastidiarle a él.
Ken arrugó la boca y sacudió la cabeza. Preguntó a Buck si había oído cosa igual en su vida, y Buck dijo que ni hablar. En toda su vida.
—Te diré lo que tienes que hacer, Nick —dijo Ken—. No señor. Te enseñaré lo que has de hacer. Ponte en pie, date la vuelta y te daré una lección práctica.
Hice lo que me decía. Se levantó de la silla, se echó atrás y me dio una patada. Me dio tan fuerte que salí disparado contra la puerta y medio crucé el vestíbulo.
—Vuelve aquí ahora —dijo, llamándome con un dedo—. Siéntate como estabas antes para que pueda hacerte algunas preguntas.
Dije que creía que por el momento era mejor que me quedase de pie, él dijo que de acuerdo, que hiciera lo que más me conviniera.
—¿Sabes por qué te he dado una patada, Nick?
—Bueno —dije—, supongo que has tenido buenos motivos. Has querido enseñarme algo.
—¡Muy bien! Y esto es lo que te quiero preguntar. En el caso de que un tío te dé una patada en el culo, como yo acabo de hacer, ¿qué harías tú?
—No lo sé con exactitud —dije—. Nadie me ha dado patadas en el culo nunca, salvo mi padre, que en paz descanse, y la verdad es que no podía hacer gran cosa ante él.
—Pero suponte que alguien lo hace. Digamos que se da un caso hipócrita en que uno te da una patada en el culo. ¿Qué harías tú?
—Bueno —dije—, supongo que yo también le daría una patada en el culo. Creo que sería lo justo.
—Date la vuelta —dijo Ken—. Date la vuelta otra vez. Aún no has aprendido la lección.
—Bueno, mira —dije—. Puede que si te explicaras un poco mejor...
—¡Cómo! ¿Te muestras desagradecido ahora? —Ken arrugó el ceño—. ¿Pretendes dar órdenes a un tipo que quiere ayudarte?
—No, no, de ningún modo —dije—. Pero...
—Eso espero. Ahora, date la vuelta como te he dicho.
Volví a ponerme de espaldas a él; al parecer, no podía hacer otra cosa. Él y Buck se levantaron y los dos me dieron una patada a la vez.
Me dieron tan fuerte que prácticamente me lanzaron hacia arriba y no hacia delante. Caí sobre el brazo izquierdo, que se me torció y me hice tanto daño que por un instante casi me olvidé de quién era.
Me puse en pie y quise frotarme el culo y el brazo al mismo tiempo. Y por si alguna vez se os ocurre hacerlo, os diré que no se puede. Me senté, dolorido como estaba, porque me encontraba demasiado aturdido para quedarme de pie.
—¿Te has hecho daño en el brazo? —dijo Ken—. ¿Dónde?
—No estoy seguro —dije—. Puede ser el cubito o el radio.
Buck me dirigió una mirada repentina y suspicaz bajo el ala de su sombrero. Algo así como si yo acabara de entrar y me viera por primera vez. Pero, claro, Ken no se dio cuenta. Ken tenía que pensar tanto, lo reconozco, procurando ayudar a los tontos como yo, que se le escapaban muchas cosas.
—Supongo que habrás aprendido la lección, ¿eh, Nick? —dijo—. ¿Has visto ya la inutilidad de no devolver más de lo que recibes?
—Bueno —dije—, creo que he aprendido algo. Si es eso lo que querías enseñarme, creo que lo he aprendido.
—Mira, es posible que el otro tipo te arree más fuerte que tú. O que tenga un culo más duro y no le hagas tanto daño como él a ti. O supongamos que te encuentras en una situación parecida a la que te hemos representado Buck y yo. Dos tipos se ponen a darte patadas en el culo, de manera que tú recibes dos patadas por cada una que das. Y en una situación así te encuentras, más o menos, porque puedes perder el culo antes de que tengas tiempo de saludar con el sombrero.
—Pero si los macarras no me dan patadas —dije—. Se limitan a contestarme y a empujarme un poco.
—El mismo caso. El mismo caso precisamente, ¿No, Buck?
—¡El mismo! Mira, Nick, cuando un tipo se pone a fastidiarte, la mejor moneda que puedes devolverle es fastidiarle el doble. De lo contrario, lo mejor que consigues es quedar empatado, y así no conseguirás arreglar nada.
—¡Pues claro! —dijo Ken—. Así que voy a decirte lo que tienes que hacer a propósito de esos macarras. La próxima vez que parezca que van a replicarte, limítate a darles una patada en los huevos tan fuerte como puedas.
—¿Eh? —dije—. Pero... pero eso tiene que doler muchísimo.
—No, qué va. No si calzas un buen par de botas y sin agujeros.
—Es verdad —dijo Buck—. Tú procura que no te sobresalga ningún dedo y verás como no te hace daño.
—Pero si yo me refería a los chulos —dije—. A mí, yo no creo que pudiera soportar una patada en los huevos, aunque fuera flojita.
—¿A ellos? Sí, claro, claro que les hará daño —asintió Ken—. ¿Cómo quieres que se porten bien si no les haces daño?
—Les estás consintiendo demasiado, Nick —dijo Buck—. Te aseguro que no me gustaría estar aquí si un macarra le alzase la voz a Ken. Ken no se contentaría con patearles las pelotas. Antes de que se dieran cuenta habría sacado el pistolómetro y les habría destrozado la boca respondona.
—¡Bueno! —dijo Ken—. Los mandaría al infierno sin pestañear.
—Sí, Nick. Les estás consintiendo demasiado. Demasiado para un funcionario orgulloso, inteligente y descollante como el viejo Ken. Ken los dejaría más muertos que mi abuela si estuviera en tu lugar, ya le has oído.
—¡Y tanto! —dijo Ken—. Haría exactamente eso.
Bueno...
Al parecer ya había obtenido lo que había ido a buscar y, además, se estaba haciendo un poco tarde. Así que di las gracias a Ken por su consejo y me levanté. Estaba todavía un poco aturdido, una especie de temblorcillo en los talones. Y Ken me preguntó si estaba seguro de que llegaría a la estación sin ayuda.
—Bueno, creo que sí —dije—. Vamos, eso espero. Porque no sería correcto pedirte que me acompañaras después de todo lo que has hecho por mí.
—Pero, ¡bueno!, eso ni se pregunta —dijo Ken—. ¿Crees que voy a dejar que vaya al tren solo un tipo tan sobresaliente como tú?
—Bueno, no quisiera molestarte —dije.
—¿Molestarme? —dijo Ken—. ¡Pero si es un placer! Buck, salta de esa silla ahora mismo y acompaña a Nick a la estación.
Buck asintió y se puso en pie. Dije que no quería causar ninguna molestia y él dijo que no representaba molestia ninguna.
—Espero que puedas aguantarme —dijo—. Sé que no puedo ser un compañero tan bueno como Ken.
—Bueno, estoy seguro de que sí —dije—. Apuesto a que resultas un tipo verdaderamente interesante.
—Lo intentaré —prometió Buck—. Sí señor, lo intentaré de veras.
Quise cenar cerca de la estación y compré comida en abundancia para Buck y para mí. Luego llegó mi tren y Buck me acompañó hasta el vagón que me correspondía. No es que no lo hubiera podido hacer por mí mismo, ya que me encontraba perfectamente entonces. Pero lo estábamos pasando en grande, tal y como había supuesto, y teníamos cantidad de cosas que decirnos.
Me quedé dormido en cuanto hube dado el billete al revisor. Pero no dormí bien. Cansado como estaba, me sumergí en un sueño agitado, en la pesadilla que siempre me perseguía. Soñé que volvía a ser un niño, sólo que no parecía un sueño. Yo era un niño y vivía en la decrépita granja con mi padre. Quería escapar de él y no podía. Y cada vez que me ponía las manos encima, me daba de palos hasta dejarme medio muerto.
Soñaba que me escabullía por una puerta, pensando que podría escapar de él. Y de repente me cogían por detrás.
Soñaba que le llevaba el desayuno a la mesa. Y que quería levantar los brazos cuando me lo tiraba a la cara.
Soñaba —vivía— que le enseñaba el premio de lectura que había ganado en la escuela. Porque estaba seguro de que le gustaría y yo quería enseñárselo a alguien. Y soñaba —vivía— que me levantaba del suelo con las narices chorreando sangre a causa del golpe dado con la pequeña copa de plata. Y él me gritaba, me chillaba que estaba en la escuela porque era una desgracia en todo lo demás.
El caso era, creo, que no podía soportar que yo hiciera nada bien. Porque si yo hacía algo bien ya no podía ser el monstruo anormal que había matado a su madre al nacer. Y yo estaba obligado a serlo. Él tenía que tener siempre algo de que acusarme.