—Pensaba que no ibas a besarme nunca… —es lo único que me dice cuando nos separamos.
—Estaba esperando un buen momento —le contesto con una sonrisa. Luego le cojo de la mano—. ¿Vamos con las demás? —le pregunto con un movimiento de cabeza.
—Vamos.
Echamos a andar. Una vez afianzado este poquito de intimidad entre nosotras no puedo evitar la tentación de satisfacer cierta curiosidad morbosa y hacer un poco de espía.
—Oye, ¿y cómo conociste a Silvia? —le pregunto inocentemente.
—En el Escape. Estaba con unas amigas suyas… Inma y… No sé, no me acuerdo cómo se llamaba la otra…
—Inma y Marga —le digo yo.
—Sí, eso. Pues ya sabes, lo típico, estás bailando, empujas, te empujan y si no acabas a leches pues te pones a hablar. Nos cayeron muy bien las tres.
—¿Tú estabas con Raquel?
—No, estaba con un amigo mío hetero. Raquel y yo no nos conocíamos.
—¿Entonces?
Esther me mira directamente a los ojos con gravedad. Mi inocente curiosidad ya es difícil de sostener. Se ha dado cuenta de que lo que estoy haciendo es indagar.
—Mira, sé que eres amiga de Ángela… Y bueno, no sé… La verdad es que Raquel le entró a Silvia. A saco, además. A mí me pareció de lo más normal del mundo. Dos tías se conocen en un bar y se ponen a tontear. En ningún momento dijo que tuviese novia. Y yo me enteré de que estaba con Ángela cuando me llamó para invitarme al cumpleaños.
—¿Y qué pasó esa noche? —pregunto ya con temor. A mí me encanta ser un zorrón porque estoy soltera pero que lo haga la mosquita muerta de la novia de mi amiga me cabrea mogollón.
—¿Te refieres a si Silvia y Raquel…? No, no pasó nada. Y mira que Raquel lo intentaba. Silvia le siguió el juego pero no llegaron a más. Pero por lo que yo sé a Raquel le encanta Silvia y no creo que pare hasta que consiga algo. Y por lo que me ha dicho antes, le da igual que Angela esté en medio. Dice que estorba pero no impide…
—Ya, me suena esa frase… —sobre todo porque yo la he pronunciado (y llevado a cabo) en más ocasiones de las que me gustaría admitir.
Llegamos a La Lupe, a donde nos dirigíamos y, para nuestra sorpresa, nos encontramos a Silvia y Raquel hablando en la puerta. Cuando se percatan de nuestra presencia, ellas también se sorprenden, no sé si por vernos aún fuera o por nuestras manos entrelazadas.
—Vaya —la mirada de Silvia va de nuestras caras a nuestras manos—, creí que ya habíais entrado.
Esther y yo nos reímos.
—No, es que nos habíamos perdido —le responde ella.
—Ya, ya. Ya veo…
—Las demás están ya dentro, ¿no? —pregunto.
Silvia asiente con la cabeza. Esther y yo entramos. Aún es pronto y no hay demasiada gente. Encontramos a Chus, Jose, Ángela y Laura frente a la barra.
—¿Qué? ¿Os habíais perdido, no? —nos dice Jose con guasa.
—Claro, niño, ya sabes que yo por estas callejuelas no me aclaro —le contesto con una sonrisa.
—¿Qué quieres tomar? —me pregunta Esther.
—Vodka con naranja, por favor.
Al ver que Esther se separa de mí para pedir las copas, Ángela se acerca a mí.
—Ya veo que has triunfado —me dice con la misma guasa que Jose hace un momento.
—Te lo diré mañana cuando me despierte —le guiño un ojo cómplice.
Su semblante adopta una expresión de gravedad.
—¿Esas dos siguen ahí fuera?
—Sí, claro. Están hablando…
—¿Y de qué coño están hablando que no puedan hablar aquí dentro? —se queja mirando hacia la puerta como si así pudiera instar a Silvia a entrar. La verdad es que hasta a mí me están dando ganas de cogerla de la oreja y meterla en el local.
Bien. Llegó el momento de la disyuntiva. Ya he hecho de espía y tengo en mi conocimiento una información muy importante para Ángela. ¿Debería decírsela o dejar que la descubra por sí sola? Tal vez lo de Raquel y Silvia no tenga importancia y mi intromisión en asuntos de pareja pudiera resultar más devastadora que pacificadora. Por otro lado, si yo estuviera en el lugar de Ángela lo mínimo que esperaría de una amiga es que se pusiera de mi parte y me contara hasta el último detalle que yo debiera saber. Pero también resulta que he estado en el lugar de Raquel y, aunque esta última me importe un pimiento, sé lo que jode que una amiguita no sepa tener la boquita cerrada. Y si Silvia no es lo suficientemente mayorcita como para apreciar lo que tiene y mete la pata, es su puto problema. Así al menos Ángela descubriría qué clase de persona es la tía con la que vive y con la que duerme todas las noches.
Esther poniéndome mi copa en la mano y volviendo a besarme me saca de mis cavilaciones y, de paso, me exime momentáneamente de tomar una decisión al respecto de mi amiga. Así que me dejo llevar por Esther, sus labios y su cuerpo arrinconándome contra la pared.
Pasamos en La Lupe más o menos una hora. Esther y yo no hemos dejado de besarnos casi ni un momento. Jose está haciendo fotos con su nueva cámara digital y cada vez que viene a enseñarnos la última instantánea comprobamos entre risas que siempre aparecemos al fondo del grupo dándonos el lote. Y durante esa misma hora Silvia y Raquel han seguido hablando en la puerta del local sin llegar a entrar en ningún momento. Ángela ha salido en varias ocasiones para ver si entraban y siempre volvía sola con la cara hasta los pies. La misma cara con la que también ha salido en todas las fotos que nos estaba haciendo Jose.
—¿No íbamos a ir a Medea, Ángela? —pregunta Chus.
Ángela se encoge de hombros.
—Sí, esa era la idea. Si queréis nos vamos ya.
—Sí, venga, vámonos ya —contesto yo apurando mi segunda copa de un trago y agarrando a Esther de la mano.
Recogemos nuestros abrigos y nos los vamos poniendo mientras abrimos la puerta del bar. Raquel y Silvia siguen fuera y cuando nos ven aparecer dejan de hablar y nos miran como si las hubiéramos sorprendido
in fraganti
en un delito.
Veo que Raquel se aparta de ella disimuladamente al tiempo que Ángela se acerca a su novia, la coge del brazo y la aparta del grupo.
—¿Se puede saber qué coño estás haciendo? —le dice en un susurro. Es lo único que oigo ya que todas echamos a andar como si nada pasara, dejándolas atrás intencionadamente. Mientras caminamos, Raquel se coloca a nuestra altura.
—¿Qué tal, Esther?—pregunta, supongo que por decir algo.
—Bien, bien. ¿Y tú? —le corresponde ella para seguir con el diálogo de besugos.
—Bueno, bien… —y se queda callada aunque parece que va a añadir algo más. No lo hace.
Por delante de nosotras van Jose, Chus y Laura. Por detrás, un poco más lejos, Ángela y Silvia siguen hablando y, aunque no distingo las palabras, creo notar un gran cabreo en la voz de Ángela.
Llegamos a Medea unos minutos más tarde. Nos quedamos en la puerta esperando a Ángela y Silvia, que se han rezagado mucho y aún se las ve a lo lejos, al final de la calle. Cuando ya estamos todas de nuevo, pagamos la entrada y entramos en la discoteca, que ya está de bote en bote. Yo soy la única, junto con Esther, en dejar los abrigos en el ropero. El resto pasa dentro y cuando nos unimos a ellos vemos que los han conseguido colocar en un sofá que estaba libre. Nueva ronda de copas y nos situamos en el escenario, junto a toda la gente que ya está bailando en él a falta de otro sitio mejor. Jose y Chus se dedican a prodigarse en arrumacos, lo mismo que Esther y yo. Ángela y Silvia prosiguen con su discusión conyugal y Raquel y Laura, qué remedio les queda, hablan la una con la otra con cara de circunstancias.
—Nos podíamos ir a casa, ¿no te parece? —me dice Esther al oído en un momento en el que deja de besarme.
—¿A tu casa o a la mía? —le pregunto yo. Aunque suene a chiste es una pregunta de lo más básica.
—A la mía. Vivo en Tirso. A menos que tú vivas aún más cerca…
Me echo a reír.
—Entonces a la tuya. Yo vivo un poco más lejos. Pero vamos a esperar un poco. Cuando nos acabemos la copa nos vamos.
Esther asiente con la cabeza y le da un buen trago a su copa, como queriendo acabarla cuanto antes. Yo miro disimuladamente hacia Ángela y Silvia justo a tiempo de ver cómo Silvia, con cara de redención, se acerca a Ángela para besarla. Mi amiga se resiste al principio pero al final acaba por ceder, si no la quisiera tanto ya la habría mandado a la mierda. Yo lo habría hecho. Cuando aparto la vista de ellas me fijo en Raquel y Laura. Ya no hablan, se limitan a permanecer quietas la una junto a la otra. Veo que Raquel está mirando hacia Silvia y Ángela. De repente aparta la mirada, se gira y le da un largo trago a su copa con expresión de fastidio. Nena, me parece que de momento no tienes nada que hacer. Ángela es mucha Ángela para ti.
—Yo ya me he acabado la copa —me sorprende la voz de Esther.
Miro hacia ella, que agita su vaso vacío frente a mí con una sonrisa picara. Miro el mío con casi la mitad de su contenido. Le doy un breve trago sin intención de apurarlo y lo dejo sobre una mesa.
—Vamos a despedirnos —le digo dirigiéndome ya hacia las demás.
Damos besos a diestro y siniestro. Cuando le llega el tumo a Ángela me mira de un modo que no sé cómo descifrar.
—Ya me contarás. Tú no pierdas la calma —le digo al oído.
—Sabes que nunca la pierdo —contesta resignada.
Al despedirme de Silvia estoy tentada de darle una colleja (que se la merece, por imbécil y por niñata) pero tan sólo le doy un par de golpes en el hombro más fuertes de lo debido.
—Sé buena —le digo únicamente para ver cómo sus ojos se convierten en dos alarmas chirriantes que casi se salen de sus órbitas.
Acabamos la ronda de las despedidas y nos vamos hacia el ropero para recoger nuestros abrigos. Salimos a la fría madrugada cogidas de la mano. El camino hasta casa de Esther, que en circunstancias normales no nos llevaría más de cinco minutos recorrerlo, nos supone casi veinte porque cada pocos pasos nos paramos para besarnos.
—Así no vamos a llegar nunca, cielo —le digo cuando ya estamos en Tirso de Molina.
Ella se ríe, tira de mí y casi echa a correr.
—Ya estamos llegando.
Nos paramos en un portal de Duque de Alba que seguramente conoció tiempos mejores. Esther mete una llave en la cerradura del gran portón de madera y entramos. Dentro huele a yeso húmedo y polvo acumulado. Pulsa un interruptor y una sucia bombilla, que pende tal cual de un cable, ilumina el espacio.
—Están de obras —me explica—. Estoy deseando que acaben ya…
—Ajá… —murmuro yo mientras la sigo en el ascenso de la vieja escalera de madera que, cómo no, chirría a cada peldaño, sintiéndome cada vez más ansiosa por desnudar a Esther.
Entramos en su apartamento. Pequeño, de una pieza, exceptuando una puerta cerrada que debe dar paso al baño. No está reformado por lo que es loable el esfuerzo que ha debido realizar Esther para conseguir que resulte tan acogedor. Los pocos muebles que hay (un sofá-cama, un armario, una mesa y una estantería donde está la televisión y algunos libros y cachivaches de lo más variopinto) tienen el inconfundible estilo de Ikea (auténtico templo de lo gay y ríete tú de Chueca). Ambas nos quitamos el abrigo. Después Esther va directa a abrir el sofá-cama. Le quita la funda que lo cubre y ante nosotras queda lista la superficie donde pienso retozar las próximas horas.
—Tú ponte cómoda, que es lo suyo —me dice—. Voy un momento al baño. Si quieres beber algo, mira a ver qué hay en la nevera.
Dicho esto desaparece por la puerta del baño cerrándola tras ella. Aprovechando su breve ausencia, me pongo a curiosear. Me acerco al mueble donde está la tele porque allí también está un pequeño equipo de música y unos treinta compactos apilados junto a él. Bien, veamos los gustos musicales de la chica. Al ver el primer compacto se dibuja una mueca de espanto en mi rostro. Camela. Cojo otro. Camela también. Y otro. Y otro más. ¡Ja! Y yo que pensaba que esta gente sacaba el mismo disco año tras año. Tras unos cinco de Camela la cosa cambia. Le toca el turno a los… ¡Calaitos! Madre mía, ¿de dónde ha salido esta niña? Pero la cosa no acaba aquí, no. Junco, Ana Reverte, Siempre así, Isabel Pantoja, un par de Julio Iglesias, Lolita… Ay, espera, debajo de todos parece que… Sí. Consigo sacarlo, aquí está, un poco sucio de polvo y también seguramente de olvido el
Daybreaker
de Beth Orton. Lo miro con asombro, como si no me lo creyera, preguntándome qué demonios hace la pobre Beth Orton entre semejante homenaje a la horterada. Justo en ese momento sale Esther del baño.
—¿Te gusta Beth Orton? —pregunto temerosa, con la vana esperanza de que su verdadera colección de discos esté escondida y tenga esta a la vista como anzuelo para amigos gorrones y saqueadores de colecciones ajenas.
—¿Quién? —pregunta ella Cándida acercándose a mí. Le muestro el CD—. ¡Ah, esa! Me lo regaló Bea, mi ex. No me hizo mucha gracia, la verdad.
Dejo el disco en su sitio meneando la cabeza. Bueno, al menos una de las dos tenía buen gusto. Me alejo de los discos a instancias de Esther, que tira de mí hacia la cama. La miro a los ojos mientras la beso y decido olvidarme de los discos que posee. Al fin y al cabo, qué importancia puede tener eso. Nadie es perfecto. Además, siempre se puede intentar que amplíe sus gustos… Me centro en lo que tengo entre manos que no es otra cosa que su camiseta de
Only Women
. Se la quito con presteza y estoy a punto de hacer que el sujetador siga el mismo camino cuando ella me pone un dedo sobre los labios, deteniéndome.
—Espera —susurra—. Voy a poner algo de música.
Sin poder creerlo veo cómo se levanta de mi lado. El vello de mis brazos se eriza. Los ojos se me salen de las cuencas como si fuera un dibujo animado.
¡No! ¡No! ¡Por favor! ¡No hace falta que pongas música! Si estamos muy bien así, ¿no? Venga, vuelve a la cama conmigo, no querrás que me dé el bajón, ¿verdad?
serían las palabras que pronunciaría ahora mismo si no tuviera un nudo en el estómago. Pero lo único que sale de mi garganta en un hilillo de voz es:
—Bueno, vale.
Ella rebusca entre sus discos y yo hago recuento mental de ellos, sopesando si será más soportable escuchar a Julio Iglesias o a la Pantoja. Pero, por favor, ¡que no ponga a Camela! Finalmente parece encontrar algo que le agrada. Me enseña la portada del disco de Lolita.
—¿Te gusta? Es muy tranquilito…
Gemido asertivo y sonrisa de circunstancias por toda respuesta. ¿Es que acaso tengo otra opción? Con lo bonito que es el disco de Beth Orton…