A punta de espada (3 page)

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Authors: Ellen Kushner

—¡Y ahora, sin duda, estás disgustada por haberte perdido el baile de invierno de Horn! Yo a punto estuve de padecer una jaqueca en el último minuto, pero ya había encargado el vestido y, ¿dónde si no va a vestir una de blanco en esta época del año? ¡Pobre Horn! ¡He oído que alguien va diciendo por ahí que fue él mismo el que contrató dos espadachines, para entretener a sus invitados!

—No será un «alguien» muy considerado —intervino lord Michael—, si tenemos en cuenta cómo formó equipo el espadachín de su casa con maese Lynch frente a De Vier...

—¡Que a pesar de todo salió victorioso! —le interrumpió su madre—. Desearía haberlo visto. Tengo entendido que cada vez resulta más complicado emplear a De Vier para que combata por uno. —Suspiró—. Últimamente a los espadachines se les está subiendo el éxito a la cabeza, o eso he oído. La primera vez que vine a la ciudad, lo recuerdo, había un hombre llamado Stirling... uno de los hombres más ricos de la calle Teviot, con una casa enorme y jardines... era espadachín, uno de los mejores, y recibía un pago acorde. Pero nadie tenía que preguntarle si le apetecía luchar un día en concreto; se le enviaba el dinero y él hacía su trabajo.

—Madre —le tomó el pelo Michael—, ¡no sabía que fueras una apasionada de la esgrima! ¿Quieres que busque a De Vier para tu cumpleaños?

—Vamos, ¿con quién iba a combatir en Amberleigh? No seas ridículo, tesoro —dijo ella con afabilidad, dándole una palmadita en la mano.

—Además —dijo lady Halliday—, es más que probable que no acepte cumpleaños. —Sus amigas parecieron sobresaltarse ante este pronunciamiento, viniendo de ella—. Bueno, habréis oído la historia, ¿no es así? ¿Acerca de lord Montague y la boda de su hija? —Para su consternación respondieron que no la habían oído, y se vio obligada a comenzar—: Era su única hija, veréis, así que no le importaba el precio, quería contratar al mejor espadachín para que formara parte de la guardia ante el altar... Pero si fue el verano pasado, seguro que habéis... Oh, está bien. De Vier había combatido antes para Montague, de modo que hizo llamar al hombre a su casa... bueno, a su estudio, supongo... para pedírselo como es debido, sin que nadie pensara que había algo turbio detrás... no hace falta que os diga lo nerviosa que se pone la gente con las espadas antes de una boda... así que Montague le ofreció el trabajo, pura formalidad, ni siquiera tendría que hacer nada. Y De Vier lo miró, con toda cortesía, por lo que nos dijo Montague, y respondió: «Gracias, pero ya no acepto bodas».

Lady Godwin meneó la cabeza.

—Lo que os decía. Stirling sí que hacía bodas; estuvo en la de Julia Hetley, me acuerdo. Quise que estuviera en la mía, pero para entonces ya huiría muerto. Ahora no sé a quién contratamos.

—Milady —dijo Michael, con esa sonrisa maliciosa que ella siempre había encontrado irresistible—, ¿debería empuñar la espada para complaceros? Podría contribuir a aumentar la fortuna de la familia.

—Como si necesitara contribución alguna —dijo secamente la duquesa—. Supongo que así te ahorrarías los gastos de contratar un espadachín para que librara tus inevitables disputas románticas, milord. Pero, ¿no eres un poco mayor como para empezar a aprender ahora?

—¡Diane! —farfulló su madre. Esta vez él dio gracias por su rápida intervención. Pugnaba por reprimir su sonrojo, uno de los inconvenientes de su tez pálida. Aquella dama era demasiado atrevida, aprovechaba la confianza con su madre para burlarse de él... No estaba acostumbrado a las mujeres a las que no les importaba agradarle—. Michael, pensar siquiera algo así demuestra que eres un cabeza de chorlito y, Diane, no debes incitarlo a luchar, seguro que con sus amigos le basta y le sobra. Oh, sí, sin duda a lord Godwin le encantaría enterarse de que su heredero empuña la espada como si de un matón callejero cualquiera se tratara. Nos encargamos de que tuvieras toda la formación necesaria cuando eras pequeño. Luces tu espada de adorno con garbo, sabes bailar sin enredarte las piernas en ella, y eso debería ser suficiente para cualquier caballero.

—Ahí tenemos a lord Arlen —dijo lady Halliday—. No me diréis que no es un caballero.

—Un excéntrico, eso es lo que es Arlen —dijo con firmeza lady Godwin—, y notablemente anticuado. Seguro que a ningún joven de la edad de Michael se le pasaría algo así por la cabeza.

—Seguro que no, Lydia —decía con talante conciliador la exquisita duquesa—. Y además, lord Michael es un hombre con estilo. —Para sorpresa del aludido, la mujer le sonrió, cálida y directamente—. Sé de hombres que serían capaces de hacer lo que fuera con tal de molestar a sus padres. Qué suerte tienes, Lydia, al tener un hijo en el que poder confiar que siempre te respetará. Estoy segura de que no podría hablar en serio de empuñar la espada, como no haría ninguna otra cosa tan igualmente ridícula... Asistir a la Universidad, por ejemplo.

La conversación derivó hacia vástagos famosos, privando eficazmente a Michael de intervenir en ella. En otro momento habría escuchado ávidamente y con cierta diversión mientras hablaban de varios de sus amigos y conocidos, para poder acumular anécdotas que repetir en las partidas de cartas. Pero aunque no se reflejaba nada de ello en su porte agradable y su rostro atractivo, lord Michael se sentía taciturno por momentos y se preguntaba de qué manera podría escabullirse sin ofender a su madre, a la que había prometido acompañar en todas y cada una de sus visitas del día. El grupo de mujeres, que no hacían ningún esfuerzo por incluirlo, lo hacía sentir no tanto como si volviera a ser un niño —pues había sido un niño muy apuesto y los adultos siempre se habían parado a contemplarlo—sino como si se hubiera topado con un corro de desconocidas, todas ellas charlando animadamente en un idioma extranjero; o como si fuera un fantasma en el cuarto, o un mueble tan inútil como falto de interés. Aun la fascinante duquesa, pese a resultar evidente que no era ajena a su interés, optaba por racanearle su atención. En estos instantes, por ejemplo, parecía estar mucho más absorta en la serie de historias que estaba relatando su madre acerca de uno de sus lunáticos primos. Puede que pronto volviera a verla, en circunstancias más favorables. Sólo para renovar el contacto, desde luego; encontraba emocionante la posesividad de su nueva aventura y aún no estaba dispuesto a prescindir de ella.

Retomaron, por fin, la más interesante cuestión de si lord Horn habría tenido algo que ver con el combate en sus jardines. Michael pudo acotar juiciosamente:

—Bueno, espero que esta posibilidad no llegue a oídos de Horn. Es probable que se sienta agraviado y contrate otro espadachín para ocuparse de los chismosos.

Las finas cejas de la duquesa se alzaron en arcos gemelos.

—¿Oh? ¿Estás íntimamente familiarizado con el caballero y sus costumbres?

—No, madame —respondió él, disimulando con un alarde de sorpresa la incomodidad que le producía su desafío—. Pero sé que es un caballero; no creo que le entusiasmara la idea de que habría enfrentado intencionadamente dos espadachines contra uno, ya fuera en disputa privada o para agradar a sus invitados.

—Bueno, probablemente en eso tengas razón —concedió la duquesa—, tanto si lo hizo realmente como si no. Horn ha mimado tanto su reputación en los últimos años... Seguramente negaría ser un ladrón de miel aunque lo pillaran con los dedos dentro del tarro. Era mucho más simpático cuando todavía tenía algo en que ocupar su tiempo.

—¿Es que ahora no está tan atareado como cualquier otro noble? —preguntó lady Halliday, convencida de que se le escapaba alguna conexión de vital importancia. Lydia Godwin no dijo nada, sino que se limitó a mirarse los nudillos con el ceño fruncido.

—Por supuesto —dijo generosamente Diane—, tú todavía no habías venido a la ciudad, Mary. ¡Querida, cómo nos confunden los rumores! No sabrás que hace unos años lord Horn era la belleza del lugar. Consiguió llamar la atención de lord Galing, que Dios lo tenga en su gloria, quien por aquel entonces estaba acumulando peso en el Consejo, aunque no tenía muy claro qué hacer con él. Horn se lo explicó. Formaron una poderosa combinación durante algún tiempo, Horn con su ambición y Galing con su talento. Llegué a temer... al igual que mi esposo, desde luego... que Galing pudiera ser elegido Canciller. Pero Galing murió, en buena hora, y la influencia de Horn se ha desvanecido. Estoy segura de que eso lo mortifica. Seguramente sea ése el motivo de que insista en celebrar unas fiestas tan ostentosas. Su estrella se ha apagado definitivamente: le falta el dinero para seguir entregándose a sus extravagancias. ¡Tampoco es que lord Halliday quiera enfrentarse a más distracciones, claro que no!

Mary Halliday esbozó una sonrisa primorosa, con el color de sus mejillas reflejando las cintas rosas de su gorro. Lady Godwin levantó la cabeza y dijo, no sin cierta brusquedad:

—¿Cómo es, Diane, que pareces conocer las historias más desagradables sobre todos los habitantes de la ciudad?

—Supongo —respondió alegremente la aludida—que se debe a que abundan las personas desagradables. No sabes lo bien que haces quedándote en Amberleigh, querida.

Desesperado, Michael pensó: Como empiecen otra vez con la familia, me caigo de la silla. Dijo:

—Estaba pensando, en realidad, en Karleigh. —La duquesa le obsequió con su atención. Sus ojos lucían la plata escarchada de las nubes de invierno. Michael sintió un delicado escalofrío cuando lo acariciaron.

—¿Estás seguro, en tal caso —dijo, con voz baja y melodiosa—, de que fue el duque quien contrató a Lynch? —Era como si hubiera dicho algo completamente distinto, sólo para sus oídos. Tenía los labios entreabiertos; y por fin vio, al mirarla, su propia belleza allí reflejada. Pero antes de que pudiera responder, su madre exclamó:

—¡Pues claro que fue Karleigh! ¿Por qué si no abandonaría la ciudad a primera hora de esta mañana, sin despedirse de nadie...? A no ser que le dejara una nota a Horn disculpándose porque su jardín sirviera para...

—No es su estilo —comentó la duquesa.

—Entonces está claro —dijo triunfal lady Godwin—que tenía que salir de la ciudad por todos los medios. ¡Su hombre perdió la pelea! Y De Vier podría seguir a sueldo de su oponente. Si Karleigh se quedara, podría tener que seguir contratando espadachines para hacer frente a De Vier, hasta que se quedara sin dinero, o sin talentos. Y entonces tendría que vérselas con De Vier en persona... y entonces, claro está, podría darse por muerto. El duque sabe tanto de esgrima como Michael, estoy segura.

—Pues yo estoy segura —dijo la duquesa, de nuevo con ese extraño tono de doble filo—de que lord Michael sabría qué hacer llegado el momento.

Algo aleteó en la base de la columna del joven. Resuelto, tomó el mando de la conversación. Se volvió directamente hacia la duquesa, hablando con convicción, apelando a toda la confianza de quien está acostumbrado a que escuchen su opinión.

—Si os he de ser franco, madame, no estoy seguro de que el duque de Karleigh contratara a Lynch. Me preguntaba si no sería igual de probable que hubiera contratado a De Vier.

—Oh, Michael —se impacientó su madre—. ¿Por qué iba a irse de la ciudad Karleigh si hubiera ganado su hombre?

—Porque seguiría asustado de la persona que contrató a Lynch.

—Interesante —dijo la duquesa. Sus ojos plateados parecieron agrandarse, como los de un gato—. Y no completamente imposible. Se diría que tu hijo, Lydia, comprende la situación mejor que cualquiera de nosotras.

Sus ojos se habían apartado de él, y el irónico desdén había retornado a su voz. Pero Michael la había tenido por un momento; había gozado de su interés, había conseguido que lo viera por entero. Se preguntó qué era lo que había hecho para perderla.

Se abrió la puerta del salón de la mañana y entró sin anunciarse un hombre alto, corpulento. Flotaba a su alrededor un aura de ejercicio físico y aire libre: tenía el cabello negro alborotado, y el viento había realzado el color de su apuesto semblante. Al contrario que Michael, con su ceñido traje pastel, este hombre vestía ropa holgada y oscura, con botas salpicadas de barro hasta los muslos.

El rostro de Mary Halliday experimentó una radiante transformación al verlo. Como buena anfitriona y mujer educada que era, permaneció sentada entre sus invitados; pero sus ojos brillantes no se apartaban de su marido.

Basil, lord Halliday, Canciller de la Creciente del Consejo de los Lores, saludó con una reverencia a la compañía de su esposa, con una sonrisa frunciendo su rostro apergaminado.

Lady Halliday se dirigió a él con formalidad.

—¡Milord! No esperábamos que volvieras tan pronto.

La sonrisa del hombre se ensanchó de malicia y afectación.

—Lo sé —respondió, acudiendo a besarle las manos—. He venido a casa directamente, antes incluso de ir a informar a Ferris. Tendría que haberme acordado de que tendrías compañía.

—Compañía que está encantada de veros —dijo la duquesa Tremontaine—, aunque estoy segura de que lady Halliday lo está más que nadie. No lo admitiría, pero creo que el imaginaros partiendo solo a caballo hacia Helmsleigh para enfrentaros a un cordón de tejedores rebeldes alteraba su estabilidad.

Halliday se rió.

—No se puede decir que fuera solo. Me llevé una tropa de la Guardia de la Ciudad para impresionarlos.

Su esposa lo miró a los ojos y preguntó con voz seria:

—¿Cómo ha ido?

—Bastante bien —contestó él—. Tienen algunas quejas legítimas. La lana extranjera ha estado rebajando los precios, y el nuevo impuesto pesa sobre las comunas más pequeñas. Tendré que discutirlo con milord Ferris. Os lo contaré todo, pero no antes de tiempo, o el Canciller del Dragón se enfadará por no haber sido el primero en enterarse.

Lady Halliday frunció el ceño.

—Sigo pensando que debería haber ido Ferris en tu lugar. El Fisco es tarea suya.

Su marido le lanzó una fugaz mirada de advertencia antes de decir con jovialidad:

—¡En absoluto! ¿Qué es un simple Canciller del Dragón comparado con el portavoz del Consejo de los Lores en pleno? De este modo se sintieron halagados y creyeron que se les estaba prestando la debida atención. Ahora, cuando envíe a Chris Nevilleson para que redacte un informe completo, serán amables con él. Creo que el asunto quedará zanjado dentro de poco.

—¡Bueno, eso espero! —dijo lady Godwin—. Imaginaos, una horda de tejedores levantando sus lanzaderas contra una orden del Consejo.

Michael se rió, imaginándose a su amigo cabalgando hacia Helmsleigh en uno de sus excelentes caballos.

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