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Authors: Leopoldo Marechal

Tags: #Clásico, Relato

Adán Buenosayres (31 page)

—¡Doña Carmen! —la estimuló doña Martina—. ¡Si lo sabe todo el barrio!

—¡Como para no saberlo! —estalló al fin doña Carmen—. Sí, sí. María Justa ya tenía su ajuarcito hecho. ¡Qué sábanas! Todas vainilladas por ella, con esas manos de ángel que tiene para la aguja. Sí, como digo, haban fijado hasta la fecha del casorio. ¡Y de repente la Otra, que da el mal paso!...

—¿La Otra? —volvió a preguntar doña Consuelo, definitivamente desconcertada—. ¿Qué Otra?

—La Beba —le susurró doña Martina—. La hermana menor.

Doña Carmen puso en ella dos ojos irritados.

—¡No me la nombre aquí, doña Martina! —le censuró—. ¡No me la nombre aquí, delante del finado! ¡Bien sabe que el disgusto lo llevó poco a poco a la sepultura! ¡La hija menor! ¡Los ojitos del padre!

—Sí, sí —reconoció doña Martina un tanto abochornada—. Pero, ¡quién hubiese pensado!...

—¡Una mosquita muerta! —gruñó doña Carmen—. Yo la conocía bien, y siempre me dio mala espina. Seriota en casa, muestra dientes afuera. Cuerpeándole al trabajo, pero amiga del bailongo y del lujo. Y antojuda como ella sola: culo veo, culo quiero. Sí, ahora no le faltará lo que le gustaba.

—Dicen que tiene coche, pieles y unos brillantes como garbanzos —reveló doña Martina.

Las tres ancianas dejaron sus pocillos en el suelo: doña Carmen y doña Martina se abismaron, al parecer, en tristes reflexiones. Pero doña Consuelo no veía del todo claro aún en aquella historia.

—¿Y sólo por eso el tinterillo la dejó a María Justa? —inquirió todavía.

Doña Carmen abrió los ojos que ya se le cerraban, miró largamente a doña Consuelo y se dijo que la pobre debía estar bastante chocha.

—¿El tinterillo? —respondió en un bostezo—. Los padres le calentaron la cabeza: era un Juan Lanas. Cuando la deshonra entra en una familia...

—Un Juan Lanas —repitió doña Martina como un eco.

Satisfecha, clarividente ya, doña Consuelo pareció tomar un hilo que se le había escapado hasta entonces.

—¡La Otra! —monologó—. ¡Déjenla con sus diamantes! No le doy mucho tiempo. Cuando se le vaya la juventud y no encuentre por ahí quien le grite: «¡chúmbale!»... Bueno, bueno. Dios castiga sin palo y sin rebenque.

La luz disminuía otra vez en la punta de las velas, y en el silencio absoluto que ya reinaba sólo se oía el chisporrotear de los pabilos. Las Tres Viejas empezaron a cabecear dulcemente, con los párpados caídos y las bocas ronroneantes. De pronto, y entre sueños, a doña Carmen se le escapó una ventosidad aflautada. Sus dos vecinas entreabrieron los ojos.

—Para los pobres —sentenció doña Martina—. Los ricos, que compren.

—¡Doña Carmen! —reprochó doña Consuelo—. ¡En las mismas narices del finado!

Sonrió doña Carmen, entre avergonzada y alegre.

—Durmiendo fue —aclaró ella—. ¿Y qué importa? No ha de oírlo el finado: ya no le da ni frío ni calor. Yo misma lo lavé con vinagre aromático y lo vestí de pies a cabeza. Un cuerpo muerto. ¡Bah!

—¿Usted? —susurró doña Consuelo, admirativa.

—Costumbre —asintió la otra—. He vestido a todos los muertos de la vecindad. Es una promesa que le hice a la Virgen de la Candelaria.

Doña Carmen se puso de pie, frotó sus rodillas acalambradas y sacó luego un rosario de cuentas negras que traía en el bolsillo de su delantal.

—El Rosario —invitó a sus dos vecinas.

—Sí, sí —asintieron ellas, incorporándose a su vez.

Las tres ancianas se acercaron a la cabecera de Juan Robles e hicieron la señal de la cruz.

—«Señor, abrirás mi boca» —empezó a recitar doña Carmen.

—«Y anunciará mi lengua tus alabanzas» —respondieron sus vecinas.

—«Dios mío, ven en mi ayuda.» Señor, apresúrate a socorrerme.»

Las Tres Cuñadas Necrófilas juntaron de pronto sus cabezas unánimes que al parecer dormían bajo negros chalones de luto.

—¡Miren eso, y cáiganse muertas! —bisbiseó Dolores, volviendo sus ojos rápidos hacia las tres ancianas.

—¡Traga santos y caga diablos! —dijo Leonor—. Estoy segura que con sus lenguas le han sacado ampollas al mismo difunto.

—No pondría las manos en el fuego —aseveró Dolores.

Arrebujada en su chalón y en la sombra que nuevamente se hacía favorable, Gertrudis consideró a las Tres Viejas por cuyos dedos amarillos las cuentas del rosario pasaban una a una.

—¡Hum! —graznó al fin—. ¡Ya sería hora de que fuesen a tapar sus agujeros!

—¿Ellas? —rió Dolores mostrando sus encías devastadas—. ¡Viejas duras! Antes nos enterrarán a nosotras.

Se miraron las Tres Cuñadas, nariz contra nariz, ojos metidos en los ojos, echándose mutuamente a la cara sus alientos podridos. Y sonrieron con beatitud al respirar aquella delectable atmósfera de muerte. Arpías de gran olfato, ellas revoloteaban, invisibles aún, en torno de los agonizantes: recogían la mirada última, el gesto final y la postrera gota de sudor. Y se materializaban de pronto allá mismo, en la casa recién herida, saboreando el tumulto del primer instante y la contracción de los rostros en los cuales el estupor no ha cedido aún su lugar al llanto. Y después, ¡oh, delicia!, la noche inmensa del velorio: aquella larga vigilia en la penumbra, junto a una cosa inerte que aún está y no está ya en este mundo; el olor espeso de las flores mortuorias y el de la cera que se derrite; y aquel vasto silencio de la madrugada, roto a veces por el mugido terrible de alguien que se durmió, ha despertado y recuerda.

Sacerdotisas de una inflexible liturgia, las Tres Cuñadas Necrófilas volvieron a estudiar con ojos críticos los detalles de la cámara fúnebre, el espesor del ataúd, la envergadura de los candelabros, el precio de las flores.

—Cuatro tablitas locas —dijo Leonor señalando el féretro.

—Manijas usadas —opinó Gertrudis—. A mí no me dan gato por liebre: yo conozco a esos ladrones de las cocherías.

—¡Yuyos! —rezongó Dolores, que ponderaba los ramilletes distribuidos acá y allá.

Se callaron de súbito y pararon la oreja, ansiosas de sorprender el más leve rumor de la casa transida. No habiendo registrado novedad alguna, paladearon al fin una hez de licor que aún reservaban en sus copas.

—Anís casero —dijo Leonor sin ocultar su disgusto.

—¡Miserias! —asintió Gertrudis, relamiéndose los labios.

Pero Dolores atrajo a sí las dos cabezas enchalonadas y les reveló algo al oído.

—¿Qué? —silbaron Gertrudis y Leonor sin dar crédito a lo que oían.

—Coche fúnebre con dos caballos —aseguró Dolores en voz alta.

Sí, aquello era un escándalo. Sacerdotisas de una inflexible liturgia, las Tres Cuñadas Necrófilas no podían admitir sin enojo tanta mezquindad. Ellas habían hecho viajar a sus difuntos maridos en coches fúnebres de seis caballos negros como la tinta, no sin antes acondicionarlos en féretros de roble macizo con sólidas cubiertas de plomo y bien cinceladas manijas de bronce. ¿Que se habían empeñado hasta los ojos? ¡Bueno, bueno! Al fin y al cabo, sólo se moría una vez, y era lo único que se llevaba el finado a la tumba. Por otra parte, ¡los vecinos! ¡Qué grandioso era ese arrancar de la carroza fúnebre tirada por caballos espumantes que hacían chispear los adoquines con sus herraduras! ¡Y los cocheros de cilindro, sentados como estatuas en sus pescantes! ¡Y detrás la fila de cupés charolados, y todo ello ante una multitud que abría la boca, entre deslumbrada y reverencial! Aún conservaban ellas en sus oídos el rumor acariciante de los elogios que la vecindad les había tributado. Y las fotografías de los cortejos, puestas en marcos ingleses, colgaban en sus dormitorios como recuerdo de aquellas jornadas memorables. Había que hacer bien las cosas, o no hacerlas. Pero el finado Juan Robles no merecía ese desprecio de sus hijos: fuese lo que fuese, les había dejado la casita libre de hipotecas.

Las Tres Cuñadas Necrófilas estaban de acuerdo, y subrayaron la censura con un movimiento de sus cabezas unánimes. Después, como evocaran los entierros ilustres a que habían asistido, una exaltación maravillosa las fue llevando a la embriaguez, hasta que Gertrudis, llena de nostalgia, recordó el velorio del gringo Mastrovicenzo.

—¡Gran Dios! —asintió Dolores—. ¡La capilla ardiente del gringo parecía un altar de iglesia! Vitrales, candeleros artísticos, flores de lujo, ¡y el gringo muy orondo en su catafalco! Sólo el cajón debía costar un ojo de la cara.

—¿Y las bebidas? —recordó Gertrudis como en éxtasis.

—Lo más caro —dijo Leonor—. Y servido en una cristalería que daba miedo.

—El gringo debía de tener los riñones bien forrados —observó Gertrudis.

—¿Él? —rió Dolores—. Media Villa Urquiza era suya. ¡Y pensar que llegó a Buenos Aires en patas!

—Sí, sí —dijo Leonor—. Unos nacen con estrella y otros estrellados.

Pero cuando Gertrudis encareció la cena de medianoche que se había servido a los asistentes en el gran comedor del gringo Mastrovicenzo, Dolores reveló cierta duda sobre la oportunidad de aquellos banquetes celebrados junto a un cadáver. Gertrudis la sacó de su engaño:

—Mujer —sentenció ella—, los muertos ya no precisan nada, libres como ya están de las miserias de este mundo. Pero, ¡ay!, los que todavía los quedamos en este valle de lágrimas tenemos la obligación de vivir, hasta que nos llegue la hora.

¡Gertrudis, abominable arpía! Lo único cierto era que la muerte de los otros te despertaba un hambre voraz, un descarado júbilo de sentirte vivir a raja cincha, de respirar tufos y aromas con las narices gozosamente abiertas, de moverte y triunfar junto a lo inmóvil y derrotado. ¡Erinia infame, yo he seguido tus pasos en los cementerios; y vi que tenían un ritmo de baile, un loco azogue de contradanzas, aunque los ocultases bajo tus dieciocho polleras de luto!

—Hasta que nos llegue la hora —repitió Dolores con acento fúnebre.

—La hora —dijo Leonor como un eco.

¡Hipócrita Dolores, Gertrudis abominable, desdentada Leonor! A decir verdad, ellas no creían en sus propias muertes (¡gran Dios, eso nunca!) sino en cierta remansada eternidad que tuviese la forma de un velorio.

Gertrudis estaba por añadir nuevas razones en su favor, cuando alguien, en la pieza vecina, comenzó a plañir con tanto sentimiento que hasta las Viejas acallaron un instante sus oraciones para cambiar entre sí una mirada significativa. Las Tres Cuñadas Necrófilas aguzaron el oído.

—Es Margara —susurró al fin Dolores—. Otro ataque.

—¡Y van cinco! —refunfuñó Gertrudis con malevolencia.

—Puro teatro —dijo Leonor.

Las tres volvieron a escuchar, porque ahora una voz cascada se hacía oír en el cuarto vecino.

—¿Doña Tecla? —preguntó Dolores no sin recelo.

—¿Quién, si no? —repuso Gertrudis—. ¡No podía faltar aquí la vieja bruja!

—¡Chist! —dijo Leonor con aire temeroso.

Dolores y Gertrudis no desoyeron aquella invitación a la prudencia.

—Se le ha pegado a Margara como una chinche —observó Dolores en voz baja.

—Ella tiene la culpa —murmuró Gertrudis—. ¿Quién la mandó ir al rancho de la condenada vieja? Y además, ¿para qué iba?

—No sé —insinuó Dolores—: a buscar algún yuyo. Bueno, es un decir. Ella estaba rabiosa por casarse.

—¡Hum! —asintió Gertrudis con reserva—. Yo no pondría las manos en el fuego.

Pero Leonor sabía, y así lo dio a entender con un hilo de voz:

—Margara fue al rancho de doña Tecla para curarlo al viejo del droguis.

—¡Que se lo cuente a mi pavito! —exclamó Gertrudis, llevándose una mano al trasero.

—Me lo dijo ella misma —repuso Leonor—. Tenía que darle algo en el vino, algo hecho no sé con qué porquería de ratón. Margara no tuvo coraje.

Dolores y Gertrudis manifestaban un escepticismo irreductible.

—¿Y por qué la vieja se le ganó en la casa? —preguntó Dolores—. Todo el vecindario sabe que Margara y doña Tecla se hicieron después carne y uña.

—Doña Tecla la está curando a Margara —dijo Leonor, vacilante ya—. Su mal de pecho...

—¡Que se lo cuente a mi pavito! —volvió a exclamar Gertrudis.

—¡Y vaya una manera de curar! —observó Dolores—. ¡Miren que abrir una paloma viva y metérsela en el pecho como si fuese una cataplasma!

—Eso no es todo —insinuó Leonor.

—¿Qué? —preguntaron Dolores y Gertrudis, como indiferentes.

—La vieja hizo buscar tres sapos, y le dijo a Margara que debía escupirles en la boca y colgarlos de la higuera. Si morían a las tres noches, el mal estaba curado.

—¿Murieron? —inquirió Gertrudis con algún interés.

Pero a Leonor no le fue dado contestar: los mugidos arreciaron de pronto en la habitación contigua y se hicieron largos y profundos como los de una ternera recién degollada. Voces urgentes y presurosos taconeos resonaron al instante. Las Tres Cuñadas Necrófilas entendieron al punto que Margara se había embarcado en la gran escena, y un delicioso escalofrío les recorrió el espinazo: entonces, unánimes las tres y embozadas como nunca en sus chalones de luto, se pusieron de pie y avanzaron hacia la puerta, que se les abrió sin ruido. Las tres ancianas las miraron salir, haciendo girar a una sus rostros maravillosamente iguales. Tendido largo a largo en su ataúd, el difunto Juan Robles viajaba.

Lo primero que se ofreció a los ávidos ojos de las Tres Cuñadas fue un ambiente confuso, apenas iluminado por un velador cuya pantalla violeta, más que darle curso, ponía trabas a la difusión de la luz. Pero si en los contornos del recinto la penumbra desvanecía rostros y ademanes, en el centro, y junto al velador, aquella luz de índigo modelaba enérgicamente las figuras protagónicas del cuadro. Allí, sobre un camaranchón revuelto, Margara se debatía entre los brazos de la Vecina en Rojo y la Vecina en Azul, mientras que doña Tecla, parsimoniosa, le frotaba las sienes con un pañuelo mojado en vinagre. Robustos eran los brazos de las gordas vecinas en Rojo y en Azul; pero Margara se resistía con furor, y su cabeza, deshilachada en viboreantes rulos de Medusa, ya caía en la sombra, ya daba el rostro a la luz violeta, sí, un rostro de pupilas enormes y de blancos dientes que castañeteaban.

Era el espanto de la muerte, cuyo abismo entreveía ella de pronto; y el estupor de hallarse ahora en el centro de aquellas gentes que asistían a su drama; y un maravillarse toda ella de su asombroso dolor, y cierto despunte de su orgullo al sentirse objeto de tantas miradas reverenciales, de tantos compasivos rumores, de tantas manos piadosas como se le tendían. Eso era. Y algo más: una voluntad oscura de ponerse a tono con la grandeza de aquel instante único, y multiplicar sus gestos, y ofrecerse toda ella en espectáculo.

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