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Authors: Leopoldo Marechal

Tags: #Clásico, Relato

Adán Buenosayres (75 page)

»A la mañana siguiente les traspasé ante mi escribano los títulos de «La Rosada»: el matrimonio civil fue a mediodía, la bendición nupcial al atardecer. Por la noche, habiéndolos ubicado ya en su vagón de ferrocarril, le dije a mi sobrina: «Muy vieja está “La Rosada”, pero se animará si otros niños le devuelven la frescura que perdió con nosotros.» Me volví hacia el ingeniero y le advertí: «¡Atención a los abonos minerales y al esperma de Shorthorn conservado en termos!» Y a los dos juntos: «Les enviaré los muebles y los trofeos militares de “La Rosada”; los tenía destinados al Museo, pero las cosas han cambiado, y es bueno que los niños crezcan a la sombra de las armas.» Partieron, y quedé solo en el andén. Estaba descontento de mí mismo, sólo por aquel discursete final que yo les había endilgado y que ahora me parecía de melodrama.

Nuevamente calló el Personaje en una pausa durante la cual depuso el aire soñador que nos había mostrado al referir el idilio. Luego reanudó su historia:

—Los días que siguieron me resultaron grises y sin alma. Prestado era el viento que me había sacudido últimamente; y, no bien me faltó, recaí en la inercia, en una multiplicada soledad y en esa «muerte lúcida» que consiste, señores, en saberse uno concluido y en repasar mil veces el texto de las horas difuntas. Yo era sobrio: había heredado la campesina sobriedad de los míos; pero me di entonces al alcohol y a la solitaria borrachera. Luego, harto de ver mi propio fantasma en todas y cada una de mis reflexiones, comencé a frecuentar los
dancings
nocturnos de la calle Maipú, donde seres vacantes como yo, hembras de alquiler y tangos roñosos de melancolía intentaban construir una imposible arquitectura de júbilo: allá, evocando antiguas hazañas de
cabaret parisién
(donde había rivalizado yo con los príncipes rusos en esgrima de botellas y rotura de espejos), animé algunas batallas campales que no tardaron en darme cierta escandalosa notoriedad. Una tarde (al día siguiente de un jaleo que terminó en el calabozo) recibí la visita de mis dos hermanos. ¡Y atención, señores, porque ante vuestros ojos asombrados no tardará en producirse la Invención del Personaje! Lejos de traducirme rencor alguno, José Antonio y Rafael me demostraron una cordialidad sospechosa que debió ponerme sobre aviso; pero yo tenía una bolsa de hielo en la cabeza, un sabor amargo en el paladar y recuerdos turbadores en la memoria. El discurso de mis hermanos fue toda una pieza clásica, con principio, nudo y desenlace: destinado a censurar mi bochornosa conducta y a medir el deshonor que arrojaba sobre nuestro linaje, el
principio
era un modelo de
tacto,
al que no faltó ni la sal alegre de la indulgencia; el
nudo,
cuya substancia era un elogio de mis talentos naturales y malogrados hasta entonces, obró la rara virtud de hacerme ruborizar bajo la bolsa de hielo; en cuanto al
desenlace,
fue tan súbito como imprevisto: a fin de dar un objeto a mi pobre existencia, José Antonio y Rafael me ofrecían, en nombre del Ministro X, la Dirección General Z, posición envidiable que muchos habrían pagado con su alma. Los miré aterrorizado: ¿qué sabía yo de las técnicas Z? Pero Rafael y José Antonio me tranquilizaron, diciéndome que la idoneidad, según era costumbre, venía con el nombramiento, como una gracia
gratis data
por el Ministro. ¡Y al afirmarlo me observaban atentamente, seguían mis ademanes y consideraban mis gestos, como el escultor estudia su barro antes de darle forma! ¡En los ojos de ambos ardía un maligno fuego creador! Tanto me dijeron aquellos demonios que acepté al fin (¿curiosidad o desesperación?), sin imaginar las futuras consecuencias de aquel instante único.

»Bien, señores, la primera manifestación del Personaje que ya se cocinaba en mí tuvo lugar unos días más tarde y en la Dirección General Z. El propio Ministro se había dignado ungirme personalmente con el óleo de la liturgia oficial, vale decir con un discurso que yo escuchaba lleno de reverencia, por tratarse de un verdadero camposanto de lugares comunes. Escuchaba, sí, pero sin oír, mientras con ojos alucinados recorría yo el salón donde una muchedumbre de personajes abstractos escuchaban también o parecían hacerlo. No tardé yo en advertir que los personajes del salón obedecían a un régimen astronómico rigurosamente matemático: en torno del Ministro giraban los planetas mayores y menores, cada uno de los cuales traía su cortejo de satélites rendidos, quienes, a su vez, arrastraban en su rotación a un sinfín de modestos asteroides, granos de polvo sideral en aquella notable Astronomía. No sin espanto miré a mi alrededor: ¡Ah, señores, también yo era centro de algunas caras ansiosas que tempranamente se volvían a mí, satélites vacantes, atraídos a mi órbita y expuestos a la luz administrativa que sin duda ya brotaba de mí a raudales! Temblé, señores: tuve la impresión de asistir a un rito sin misterio, a una pantomima de fantasmas, a un
ballet
de títeres insonoros. Y entonces estalló en mí lo que llamaré mi «primera rebelión dionisíaca»: todo lo que yo tenía de humano cuajó de pronto en el deseo urgente de soltar allí mismo una carcajada homérica, estruendosa, formidable. Pero José Antonio y Rafael me dirigían miradas tan estudiosas como inquietas; y me contuve al fin, endureciendo los músculos de mi rostro en un esfuerzo brutal que me produjo hasta dolor físico y que llamaré «primera grabación de la máscara».

«Señores, un consejo útil: no intenten jamás, ni siquiera en broma, la menor imposición de una máscara. ¡Ella termina por adueñarse del rostro! Cuando el Ministro acabó su discurso, todas las miradas convergieron en mí: ¡yo debía responder con otro discurso! Me sentí acorralado, busqué afanosamente las vías de una evasión cualquiera; pero ya estaba en el engranaje de aquel mecanismo. Y todo era inútil. Mi «segunda rebelión dionisíaca» se produjo entonces: «Les transmitiré un mensaje pánico —me dije—, un ¡Evohé! gigantesco, una escalofriante invitación a la Primavera que hará latir sus corazones muertos bajo los chalecos de fantasía,» Mas, ¡ay!, Rafael y José Antonio estaban a mi lado, me urgían a contestar. Y hablé al fin: hablé de la Dirección General Z y de sus problemas fundamentales, abundando en citas clásicas y modernas, en paradojas y metáforas que ni yo entendía ni entendió nadie, por ser ininteligibles de naturaleza. Cuanto más hablaba, más me complacía yo en escucharme a mí mismo, lo cual me asombró no poco. Y se produjo entonces la revelación inquietante, la meridiana luz que puso en descubierto el enigma de mis viejas inclinaciones: ¡yo era un orador nato!

»Aquel descubrimiento tardío y mi triunfo inicial, que fue clamoroso, lograron estabilizar al Personaje sobre sus pies de arcilla recién modelada. Y a la tarde siguiente asumí la Dirección General, bien que con el alma llena de oscuros presentimientos: tras debatirme con dos ordenanzas que se disputaron el increíble honor de recoger mi galera, fui conducido a mi despacho, un salón cuyos muebles, agobiados por diez generaciones de personajes, me recibieron con el aire hostil de los perros viejos que gruñen ante una cara desconocida. ¡Allá me aguardaba el Secretario! Señores, al evocar la siniestra figura de aquel hombrecito, me sobrecoge todavía un malestar indefinible: reseco y duro como un cascote, sin un atisbo de luz en sus ojos ni expresión alguna en su cara, luctuoso de traje y funeral de camisa, el sujeto aquel rezumaba, sin embargo, no sé yo qué ironía sutil, qué fluido socarrón, qué malevolencia demoníaca; era como un sudor invisible que le manaba de los poros, y tan ofensivo en su misterio, que algunas veces, ante mi hombre, llegué a sentir el deseo brutal de romperle la cara a martillazos, como hacen los niños con sus juguetes, sólo por saber qué tenía él adentro, más allá de su envoltura inescrutable. Cuando lo interrogué acerca de mis funciones, el maldito me llevó al escritorio, me señaló un anotador y me puso en la mano dos lápices, uno azul y colorado el otro; luego, por una mirilla secreta, me hizo atisbar la antesala de mi despacho, desbordante ya de hombres y mujeres en expectativa. Con su voz agria y monótona de animal parlante, el Secretario me recitó la lección: cada uno de aquellos hombres y mujeres era un «postulante» y traía una carta; mi función consistía en recibir la carta, en leerla y en pasársela inmediatamente a él, bajo cuya indicación yo escribiría luego el nombre del postulante, ya con lápiz azul en la columna de los
elegidos,
ya con lápiz rojo en la columna de los
réprobos.
Al oír su lección abominable, que me convertía en un fantoche accionado por sus dedos amarillos de fumador, le clavé una mirada tan dura, que mi hombre, aunque parezca increíble, me dirigió una sonrisa o mueca (nunca logré su definición exacta), no sin balbucear algo sobre «las conveniencias políticas» y «el imperativo electoral». Agaché la cabeza: entonces comenzó el desfile trágico.

«Ignoro si alguna vez han frecuentado ustedes una de aquellas antesalas que cierto político genial bautizó con el nombre de «amansadoras»: en ellas el postulante alegre no tarda en degollar sus ilusiones, el iracundo se metamorfosea en cordero y el hablador pierde hasta los rudimentos del idioma. La mía constaba de tres recintos comunicados entre sí, los cuales respondían a tres grados diferentes de «iniciación» que debía realizar el catecúmeno antes de ser admitido a la Presencia: en el primero el postulante, renunciando gradualmente a la naturaleza humana, destruía su voluntad, anonadaba su memoria y deponía su entendimiento, hasta descender al reino animal, cuyas formas elementales cumplía en el segundo recinto, donde se paseaba como un león, mugía como un toro, bostezaba como un perro, se lamía como un gato y se rascaba como un simio; luego el postulante descendía, como en sueños, al estado vegetal que realizaba en el recinto número tres: allí sólo debía sentir las vagas sensaciones del mundo vegetativo, quizás el hambre y la sed, el crecimiento de sus uñas, la circulación de su linfa. Cuando al fin entraba en mi
sancta sanctorum,
el postulante ya tenía la naturaleza mineral: algunos, en un esfuerzo desesperado, aún conseguían agitar su carta en el aire, como el guerrero de Maratón lo hizo con su laurel; otros, como si despertaran bruscamente, llegaron a preguntarme quiénes eran ellos y a qué habían venido. En fin, señores, durante largos días fui centro de aquella procesión dolorosa: ¡nombres en lápiz rojo, nombres en lápiz azul! Con el último postulante huía yo de la sala, del edificio, del barrio: se me vio entonces, hacia el anochecer, vagabundeando por las calles excéntricas en busca de algo viviente, un niño, un árbol o un perro que acariciar. Al siguiente día reanudaba mi función de títere: ¡nombres en lápiz azul, nombres en lápiz rojo!

»A decir verdad, mi máscara exterior de Personaje se había consolidado mucho: sin mirarme al espejo la sentía en mi cara: rigidez absoluta de los músculos faciales, boca petrificada, mentón de cal y canto. Sólo mis ojos traicionaban aún, frente al público, su misericordia, su angustia o su desconsuelo; y decidí ocultarlos al fin tras unos anteojos azules, bajo pretexto de una dolencia visual. Con todo, si la máscara exterior se endurecía, no lograba yo cristalizar la otra, la que se me quería imponer sobre los músculos del alma. Entre los condenados a mi lápiz rojo abundaban los que pedían reparaciones justicieras, los desvalidos y los infelices: algunos traían causas tan justas, que no pudiendo yo con mi corazón me rebelaba de pronto contra el Secretario, en chisporroteos de ira sorda. Pero aquel hombre, que sin duda era mi demonio, no tardaba en apaciguar el fuego naciente de mis rebeliones; es más, parecía gozarse íntimamente en descubrirme aún otra fibra sensible y en matarla con el venenoso caústico de sus Digestos, Reglamentaciones y Conveniencias.

»¡Una tarde ocurrió lo imprevisto! Desde algunos días atrás yo venía observando en el corredor vecino la presencia de un viejo y de una mujer adolescente, que aguardaban a la puerta de mi oficina, inmóviles y como desorientados. Aquel viejo me llamó la atención: se parecía extraordinariamente a un resero que yo había conocido en mi niñez y que me había enseñado a pialar ovejas en el corral de «La Rosada». No era el mismo, ciertamente, pero me bastó con acariciar esa imagen; y suponiendo que la insignificancia de su «recomendación» no le había franqueado ni mi primer recinto, mandé buscar al viejo y lo recibí contra todos los rigores del protocolo. Me tendió su carta, como asustado: era un antiguo peón de cierto matadero en quiebra; necesitaba trabajo; mucha familia. Releí su carta y lo miré. No me dijo una palabra: se limitó a sonreír bajo sus grises bigotes y a mirarme largamente, con un lagrimón cristalizado en cada ojo, mientras a su lado la mujer adolescente callaba también y sonreía. Sentí de pronto que un calor interno me derretía la máscara. Entonces me volví al Secretario y le ordené: «Un nombramiento de peón, ahora mismo.» Sin traducir emoción alguna, el Secretario tomó un Digesto, lo abrió en tal página y me leyó un artículo: «La Dirección General no admitirá peones de más de cuarenta años.» Cerró el Digesto, y vi en sus ojos algo así como una luz de triunfo. Pero en aquel instante se produjo mi «tercera rebelión dionisíaca», la última: trepé a mi escritorio, me dejé pesadamente al suelo, agité los brazos como si fuesen alas y lancé un ¡iquiquiriquí! estruendoso, divino, matinal. Después, ante los ojos espantados del viejo y el semblante lívido de la muchacha, me dirigí al Secretario y le dije: «Si dentro de un minuto no está listo ese nombramiento, iré a las antesalas y repetiré lo del gallo.» Salió como alma que se lleva el demonio, y regresó al instante, verde aún de pánico, con un nombramiento que hacía flamear en el aire a modo de bandera blanca. Se lo di al viejo, los empujé dulcemente hacia la salida, hicieron mutis; y me dejé caer en un sofá, temblando aún, con la frente sudorosa y el corazón lleno de resonancias brujas, pero no sin clavar en el Secretario una mirada de San Jorge. »La excitación que me produjo aquella victoria fue tan grande, que desaparecí misteriosamente de la Dirección General. Tres días más tarde fui encontrado en un almacén del Paseo Colón, presa de una dulce borrachera y jugando al truco en compañía de tres marineros desconocidos: tripulantes de la
barcaza
«Genoveva», que hacia la ruta del Alto Paraná, a cuya dotación pertenecía yo teóricamente desde hacía veinticuatro horas, durante las cuales mis compañeros de truco me habían hecho entrever un panorama de mujeres color tabaco, a la sombra de naranjales en flor, y una tierra donde los lápices azules y rojos eran ignorados con cierta ingenuidad paradisíaca. ¡Sólo fue un sueño! Disipada la borrachera, me llevaron de nuevo a la Dirección General: ¡adiós, mujeres de color tabaco!, ¡adiós la «Genoveva»! De nuevo me llevaron a la Dirección General: ¡nombres en lápiz rojo! Me llevaron de nuevo: ¡nombres en lápiz azul!...

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