Al desnudo

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Authors: Chuck Palahniuk

Tags: #Humor, Relato

 

Katherine Kenton es una estrella de Hollywood en plena decadencia, que se ha convertido por su carácter inestable en una caricatura de lo que fue. Adorada por miles de fans enamorados de su imagen vive apartada de Hollywood, aquejada por continuas crisis psicológicas y dependiente del alcohol y de su ansiedad por ser admirada.

La narradora de
Al desnudo
, que es su criada Hazie, es una hábil manipuladora que controla por completo la vida de Katherine. Webster Carlton Westward III, conocido mujeriego, intenta seducir a la actriz, cosa que desagrada a la sirvienta, la cual pondrá todo su empeño para que esta incipiente relación no llegue a buen término.

Chuck Palahniuk

Al desnudo

ePUB v1.0

GONZALEZ
04.05.12

Título original:
Tell-All

© 2010, Chuck Palahniuk

Traducción de Javier Calvo Perales

Diseño de la cubierta: © Rodrigo Corral

ePub base v2.0

Para E. A. H

Chico encuentra a chica.

Chico consigue a chica.

¿Chico
mata
a chica?

ACTO 1, ESCENA 1

La escena 1 del acto 1 arranca con
Lillian Hellman
abriéndose paso con uñas y dientes, dando traspiés y trepando por el sotobosque espinoso y nocturno de un
schwarzwald
alemán, con un niño judío aferrando a cada teta y una camada entera de niños subida a su espalda. Lilly avanza a trancas y barrancas, peleando con las zarzas que se le enganchan en los bordados dorados de su pijama de estar por casa de
Balenciaga
, y aferrada a su terciopelo negro va una horda de querubines condenados a los que ella hace correr para salvarlos de los hornos de un campo de exterminio nazi. Y todavía lleva a varios niñitos inocentes más atados a cada uno de sus musculosos muslos. Indefensos bebés judíos, gitanos y homosexuales. Las balas nazis de la Gestapo pasan zumbando a su alrededor en la oscuridad, haciendo jirones el follaje del bosque, levantando una nube de olor a pólvora y a agujas de pinos. Su
Chanel n.º 5
emite un aroma embriagador. Las balas y las granadas de mano pasan silbando junto al moño estilo
Hattie Carnegie
perfectamente peinado de la señorita Hellman, tan cerca de ella que la munición le revienta los pendientes
Cartier
de cuentas de cristal, provocando explosiones multicolores de diamantes sin precio. La metralla de rubí y esmeralda se le clava en la piel inmaculada de las mejillas pálidas y perfectas... Esta secuencia de acción funde a:

Vemos: el interior de una majestuosa mansión en
Sutton Place
. Es como un sitio tipo
Billie Burke
decorado por
Billy Haines
, donde un grupo de invitados con ropa formal se encuentran sentados alrededor de una mesa alargada, en un comedor iluminado con velas y con las paredes revestidas de paneles de madera. Los lacayos con librea están de pie junto a las paredes. La señorita Hellman está sentada cerca de la cabecera de la mesa de esta cena formal tan concurrida, narrando la frenética escena de la fuga que acabamos de presenciar. En una lenta panorámica, los tarjetones grabados que identifican a cada uno de los invitados van componiendo un verdadero
Quién es quién
. Sentada a esta mesa se encuentra fácilmente la mitad de la historia del siglo XX: el
príncipe Nicolás de Rumanía
,
Pablo Picasso
,
Cordell Hull
y
Josef von Sternberg
. Los invitados famosos parecen ir desde
Samuel Beckett
pasando por
Gene Autry
y
Marjorie Main
, hasta perderse en el horizonte lejano.

Lillian deja de hablar el tiempo justo para dar una larga calada a su cigarrillo. Luego expulsa el humo en dirección a
Pola Negri
y
Adolph Zukor
y dice:

—Fue en ese momento de frenesí cuando me vinieron ganas de haberle dicho a
Franklin Delano Roosevelt
: «No, gracias». —Lilly echa la ceniza del cigarrillo en el plato del pan, niega con la cabeza y dice—: Nada de misiones secretas para esta chica.

Mientras los lacayos sirven vino y retiran los platillos del sorbete, Lillian agita las manos en el aire, dejando un rastro de humo de cigarrillo, aferrándose con las uñas a enredaderas invisibles, trepando por muros de roca vertical y dejando con los tacones altos un rastro de barro hacia la libertad; las fuerzas no se le acaban a pesar de estar cargando con todos esos pequeños diablillos judíos y homosexuales.

Desde la cabecera hasta el pie de la mesa, no hay cara que no esté contemplando fijamente a Lilly. No hay manos que no estén cruzando dos dedos por debajo de las servilletas de damasco que todo el mundo tiene sobre el regazo, y no hay invitado que no esté rezando en silencio una oración para que la señorita Hellman se trague el
pollo a la príncipe Anatole Demidoff
sin masticar, se atragante y acabe retorciéndose y asfixiándose sobre la alfombra del comedor.

Pero no todas las caras la están mirando. Las excepciones son un par de ojos de color violeta... un par de ojos castaños... y por supuesto, mis fatigados ojos.

La posibilidad de morir antes que
Lillian Hellman
se ha convertido en el miedo tangible de toda esta generación. De morirse y convertirse en simple carnaza para los cuentos de Lilly. Toda la vida y la reputación de una persona reducidas a un simple
golem
, a un monstruo de
Frankenstein
que la señorita Hellman puede reanimar y manipular para hacerle lo que a ella se le antoje.

Al cabo de unas cuantas frases, el parloteo de Lillian se convierte en una de esas bandas sonoras de ruidos selváticos que se oyen de fondo en todas las películas de
Tarzán
, un simple bucle de aves tropicales y
Johnny Weissmuller
y monos aulladores.
Ladrido, ladrido, graznido
...
Emerald Cunard
.
Ladrido, gruñido, graznido...
Cecil Beaton
.

Es posible que la charla idiota de Lilly constituya una variante estrafalaria del
síndrome de Tourette
asociada al
namedropping
. O tal vez lo que resultaría si a un agente de prensa huérfano lo criaran los lobos y le enseñaran a leer en voz alta con la columna de
Walter Winchell
.

Ese cotorreo compulsivo suyo, una verdadera patología.

Cloqueo, gruñido, ladrido...
Jean Negulesco
.

Así es como Lilly hila el oro de veinticuatro quilates que son las vidas reales de las personas con sus simples hebras de hojalata.

Por favor, prométanme que NO me han oído decir esto.

Sentada lo bastante cerca de ella como para ser alcanzada por sus heroicos codos voladores, mi señorita Kathie se dedica a mirar desde el interior de su nube de humo de cigarrillo. Una actriz de la estatura de
Katherine Kenton
. Sus ojos de color violeta, adiestrados durante toda su vida adulta para no establecer contacto visual con nada que no sea la lente de una cámara de cine. Para no mirar nunca a los ojos de la gente desconocida, y en cambio concentrarse siempre en los lóbulos de las orejas o los labios de los demás. Pese a su adiestramiento, ahora mi señorita Kathie está mirando hacia la otra punta de la mesa, pestañeando sin parar. Los esbeltos dedos de una de sus famosas manos blancas juguetean con los mechones de color caoba de su peluca. Los dedos enjoyados de la otra mano de la señorita Kathie toquetean las seis vueltas del collar de perlas que rodea los pliegues flácidos de la piel colgante de su cuello.

Un momento más tarde, mientras los lacayos pasan los aguamaniles, Lillian se retuerce en su silla, se echa al hombro un rifle de francotirador invisible y se pone a descargar balas hasta vaciar el cargador. Todavía cubierta de bebés hebreos y comunistas. Arrastrando su cargamento de huérfanos semíticos. Cuando el rifle se pone demasiado al rojo vivo para sostenerlo, la señorita Hellman suelta un salvaje alarido de guerra y lanza el arma humeante contra las tropas de asalto que la persiguen.

Gruñido, ladrido, graznido
...
Peter Lorre
.
Rezongo, ladrido, chillido
...
Averill Harriman
.

Si hay un destino peor que la muerte es pasarse la eternidad con el arnés puesto, haciendo de zombi para Lilly Hellman, devuelta a la vida solo en cenas de sociedad. En tertulias radiofónicas. Llegado este punto, la señorita Hellman está lanzando hacia las alturas a otra remesa de bebés invisibles, de bebés gitanos rescatados, en dirección a la lámpara de cuentas de cristal, como si los estuviera catapultando por encima de la cúspide nevada del monte
Cervino
para ponerlos a salvo en
Suiza
.

Gruñido, aullido, chillido
...
Sarah Bernhardt
.

Ahora
Lillian Hellman
rodea con los puños la garganta invisible de
Adolf Hitler
, rememorando cómo se infiltró en su búnker subterráneo de Berlín, disfrazada de
Leni Riefenstahl
y llevando en brazos un montón de cartones de cigarrillos
Lucky Strike
y
Parliament
comprados en el mercado negro, y cómo estranguló al dictador mientras dormía en su cama.

Rebuzno, ladrido, relincho
...
Basil Rathbone
.

Lilly arroja al aterrado Hitler imaginario al centro de la mesa de la cena de esta noche, dándole dentelladas, arañándole los ojos nazis con sus uñas de manicura. Con los puños cerrados en torno a la tráquea invisible, Lillian empieza a golpear el cráneo invisible del Führer contra el mantel, haciendo que la vajilla y las copas del vino tiemblen y traqueteen.

Graznido, maullido, gorjeo...
Wallis Simpson
.

Aullido, rebuzno, chillido
...
Diana Vreeland
.

Un momento antes del asesinato de Hitler,
George Cukor
levanta la vista, con las yemas de los dedos todavía goteando agua muy fría sobre su aguamanil, con ese olor a limones recién rebanados, y dice:

—Por favor, Lillian —dice el pobre George—. Déjate de
memeces
.

Sentado entre la plebe, por debajo de los diversos miembros profesionales del séquito, de los hombres de a pie, de los camellos, de los hipnotizadores, de los rusos blancos exiliados y del pobre
Lorenz Hart
, en el mismísimo horizonte de la mesa de la cena de esta noche, un joven está devolviendo la mirada. Sentado en el mismo confín de los puestos de los comensales. Con unos ojos del mismo color castaño luminoso que la luz del sol del Cuatro de Julio vista a través de una jarra de refresco de zarzaparrilla. Un espécimen americano de pura cepa. Con una cara clásica de proporciones simétricas, esa clase de cara perfectamente equilibrada que todo el mundo sueña con encontrarse sonriente y ansiosa cuando baja la vista y se mira entre los muslos.

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