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Authors: John Steinbeck

Tags: #Narrativa

Al este del Edén (56 page)

—¿Cuál es el otro?

—Se lo comenté al señor Hamilton. Quiero abrir una librería en el Barrio Chino de San Francisco. Yo viviría en la trastienda, y mis días estarían llenos de discusiones y polémicas. Me gustaría tener en el almacén algunos de esos bloques de tinta, con dragones esculpidos, de la dinastía Sung. Las cajas que los contienen están comidas por la carcoma. Esa tinta está hecha con humo de madera de abeto y pegamento extraído únicamente de pieles de onagro. Cuando se trazan signos con esa tinta, puede ser que físicamente sea negra, pero el que la contempla queda persuadido de que tiene todos los colores del mundo. Vendrían pintores a comprarla y discutiría con ellos acerca de los diferentes métodos, y ellos regatearían el precio.

—¿También has abandonado esa idea? —preguntó Adam.

—No. Si usted está bien y se siente libre, me gustaría tener al fin mi pequeña librería, y morir en ella.

Adam permaneció sentado y silencioso, revolviendo el azúcar en el té caliente.

—Tiene gracia —dijo al fin—. Ahora resulta que desearía que fueses un esclavo para que pudiese negarme a tu petición. Claro que puedes irte, si lo deseas. Incluso te prestaré dinero para que establezcas la librería.

—Oh, ya lo tengo. Lo guardo desde hace mucho tiempo.

—Nunca se me había ocurrido que pudieses irte —observó Adam—. Daba por descontado que te quedarías para siempre. —Se encogió de hombros—. ¿Podrías esperar un poco?

—¿Por qué?

—Quiero que me ayudes a familiarizarme más con los chicos. Quiero arreglar el rancho, o tal vez alquilarlo o venderlo. Quiero saber cuánto dinero me queda y qué puedo hacer con él.

—¿No me estará tendiendo una trampa? —preguntó Lee—. Mi deseo ya no es tan fuerte coma antes. Temo que usted intente disuadirme o, lo que es peor, retenerme aduciendo que me necesita. Le ruego que trate de no necesitarme. Es el peor cebo para un hombre solitario.

—Un hombre solitario. Debo de haber estado muy ensimismado para no haber pensado en eso —respondió Adam.

—El señor Hamilton ya lo sabia —dijo Lee. Levantó la cabeza y entornó sus gruesos párpados, hasta que apenas se veía el brillo de sus pupilas—. Nosotros, los chinos, tenemos un gran control sobre nuestras emociones —explicó—. No las mostramos. Yo quería al señor Hamilton. Me gustaría ir a Salinas mañana, si usted me lo permite.

—Haz lo que desees —contestó Adam—. Dios sabe muy bien todo lo que has hecho por mí.

—Quiero esparcir papeles para ahuyentar a los demonios. Y poner un lechoncito asado sobre la tumba de mi padre.

Adam se levantó apresuradamente, golpeando la taza, y salió de la habitación, dejando a Lee sentado ante la mesa.

Capítulo 27
1

Aquel año las lluvias fueron tan suaves que el río Salinas no se desbordó. Un delgado hilillo de agua serpenteaba en el centro de su ancho lecho de arena gris, y el agua no estaba enturbiada por el lodo, sino que era clara y transparente. Los sauces que crecían en el lecho del río eran muy frondosos y las vides silvestres, de negros racimos, alargaban por el suelo sus nuevos vástagos erizados de espinas.

Hacía mucho calor para marzo, y el viento intermitente soplaba del sur, agitando las hojas y mostrando su reverso plateado.

Al abrigo que ofrecían las parras, las zarzas y la enmarañada vegetación, un conejito gris se sentaba inmóvil al sol, secándose la piel del pecho, humedecida por el rocío de la hierba, que había constituido su temprano desayuno. El conejo fruncía el hocico y agitaba las orejas de vez en cuando, tratando de descubrir el origen de los pequeños rumores que podían representar algún peligro para él. Había sentido vibrar el suelo bajo sus patas, de un modo rítmico y acompasado, lo que le hizo olfatear el aire y mover las orejas, pero ahora aquella vibración ya había cesado. Luego, se movieron las ramas de un sauce a unos veinticinco metros de distancia y a sotavento, y no llegó a su olfato ningún olor peligroso.

Durante los últimos dos minutos, su atención se vio atraída por algunos sonidos que no le parecieron peligrosos: un chasquido sordo y luego un silbido parecido al que produce el aleteo de una paloma torcaz. El conejo estiró perezosamente una pata trasera bajo el cálido sol. Se oyó otro chasquido sordo, un nuevo silbido y luego el ruido de piel desgarrada. El conejo permanecía sentado, inmóvil por completo y con los ojos muy abiertos. Una flecha de bambú le atravesaba el pecho y su punta de hierro estaba profundamente hundida en el suelo, del otro lado. El conejo cayó de costado y agitó con desesperación las patas en el aire por unos momentos, antes de quedarse quieto.

De detrás del sauce aparecieron dos muchachos que se arrastraban medio agazapados. Llevaban en la mano unos arcos de un metro de largo, y por el carcaj que pendía de su hombro izquierdo asomaban los penachos de un manojo de flechas. Los muchachos vestían unos pantalones azules y camisas también azules y descoloridas, pero cada uno de ellos llevaba una magnífica pluma de pavo sujeta con una cinta junto a la sien.

Los chicos andaban con lentitud, muy inclinados y pisando con extrema precaución a la manera india. La breve agonía del conejo había ya terminado cuando se acercaron para examinar a su víctima.

—¡En mitad del corazón! —exclamó Cal, como si no pudiese ser de otra manera. Aron también examinó al conejo, pero no dijo nada—. Diré que lo has hecho tú —prosiguió Cal—. Si dijese que he sido yo, no me creerían. Y diré también que ofrecía un blanco muy difícil.

—Así era —confirmó Aron.

—Lo haré así, pues. Eso te dará prestigio ante Lee y ante padre.

—No me interesa mucho el prestigio —repuso Aarón. Ahora te diré lo que tenemos que hacer. Si cazamos otro, diremos que cada uno de nosotros ha matado el suyo, y en caso de no encontrar ninguno más, ¿por qué no decimos que los dos disparamos a la vez y que no sabemos quién le dio?

—¿No te interesa el prestigio? —preguntó Cal sutilmente.

—Hombre, no del todo. Podemos repartírnoslo.

—En definitiva, la flecha era mía —reflexionó Cal.

—No, no lo era.

—Mira las plumas. ¿Ves esa muesca? Es una flecha mía.

—¿Y cómo llegó a mi carcaj? No recuerdo que ninguna tuviese muesca alguna.

—Tal vez no te acuerdes. Pero, de cualquier modo, voy a hacer que el mérito sea tuyo.

Aron dijo con expresión agradecida:

—No, Cal, no quiero que hagas eso. Diremos que disparamos a la vez.

—Bueno, si así lo deseas. Pero supón que Lee ve que se trata de mi flecha.

—Diremos que estaba en mi carcaj.

—¿Te piensas que lo creerá? Imaginará que mientes.

—Si quiere creer que lo mataste tú, bien, deja que lo crea —respondió Aron desolado.

—Sólo quería que estuvieses preparado —dijo Cal, por si él pensaba eso. —Terminó de pasar la flecha a través del cuerpo del conejo y el penacho blanco se manchó de sangre oscura del corazón. Cal metió la flecha en su carcaj. Te dejo que lo lleves tú —le ofreció con magnanimidad.

—Tenemos que regresar —le anunció Aarón. A lo mejor padre ha vuelto ya.

—Podríamos guisar este viejo conejo, comerlo para cenar y pasar la noche aquí —propuso Cal.

—Hace demasiado frío de noche, Cal. ¿No te acuerdas de cómo temblabas esta mañana?

—Para mí no hace demasiado frío —replicó Cal—. Nunca tengo frío.

—Esta mañana sí.

—No es cierto. Sólo me burlaba de ti, que temblabas y castañeteabas como un bebé. ¿No irás a llamarme embustero?

—No —contestó Aarón. No tengo ganas de pelea.

—¿Tienes miedo?

—No, es que no tengo ganas.

—Si yo dijese que tienes miedo, ¿te atreverías a llamarme embustero?

—No.

—Entonces es que tienes miedo, ¿no es eso?

—Supongo que sí.

Aron caminaba lentamente, alejándose del conejo, que dejó en el suelo. El muchacho tenía unos ojos muy grandes y una boca hermosa y bien dibujada. El espacio entre sus ojos azules le daba una expresión de inocencia angelical. Sus cabellos eran finos y dorados, y el sol parecía rodear su cabeza con una aureola luminosa.

Estaba confuso, cosa que le ocurría con mucha frecuencia. Sabía que su hermano se traía algo entre manos, pero no podía precisar qué. Cal era un enigma para él. Era incapaz de seguir los razonamientos de su hermano, y siempre se sentía sorprendido ante las derivaciones que tomaban.

Cal se parecía más a Adam. Tenía el cabello color castaño oscuro y era más corpulento que su hermano, con una osamenta más fuerte y unos hombros más robustos, y su mandíbula poseía la firmeza de la cuadrada mandíbula de Adam. Los ojos de Cal eran pardos y vigilantes, y a veces brillaban y parecían negros. Pero Cal tenía las manos pequeñas, en comparación con el resto de su cuerpo. Sus dedos eran cortos y afilados, y las uñas delicadas. Cal cuidaba y protegía sus manos. Había pocas cosas que lo hiciesen llorar, pero una de ellas era hacerse un corte en un dedo. Nunca se arriesgaba con sus manos, jamás tocaba un insecto o agarraba una serpiente. Y cuando peleaba, siempre empuñaba una piedra o un palo.

Mientras Cal contemplaba a su hermano alejándose de él, una leve sonrisa de suficiencia contraía sus labios.

—¡Aron, espérame! —le gritó.

Cuando alcanzó a su hermano, le tendió el conejo.

—Llévalo tú, hombre —le ofreció amablemente, pasando su brazo alrededor de los hombros de su hermano—. No te enfades conmigo.

—Es que siempre buscas camorra —respondió Aron.

—No es cierto. Sólo era una broma.

—¿De veras?

—Claro. Ten el conejo. Y si quieres regresar, pues lo haremos.

Aron sonrió. Siempre se sentía aliviado cuando su hermano hacía desaparecer la tensión. Los dos muchachos salieron del lecho del río y ascendieron por los márgenes, cuya tierra se desmenuzaba a su paso, hasta llegar a tierra llana. La pernera derecha del pantalón de Aron estaba empapada en sangre de conejo.

—Se sorprenderán de que hayamos cazado un conejo —aseguró Cal—. Si padre está en casa se lo daremos a él. Le gusta el conejo para cenar.

—Muy bien —aprobó Aron muy contento—. Te diré lo que haremos. Se lo entregamos los dos y no diremos quién lo mató.

Siguieron caminando en silencio durante algún tiempo, hasta que Cal dijo:

—Toda esta tierra es nuestra, hasta más allá del río.

—Es de padre.

—Sí, pero cuando él muera será nuestra.

Aquélla era una idea nueva para Aron.

—¿Qué quieres decir con eso de cuando él muera?

—Todo el mundo muere —respondió Cal—. Como el señor Hamilton, que también se murió.

—Ah, sí —asintió Aarón. Si, se murió —dijo, pero era incapaz de relacionar la muerte del señor Hamilton con su padre, que estaba vivo.

—Lo pusieron en una caja, luego excavaron un agujero y metieron la caja en él —le explicó Cal.

—Sí, ya lo sé.

Aron deseaba cambiar de tema y pensar en otra cosa.

—Tengo un secreto —le confesó Cal.

—¿Qué es?

—Lo dirás.

—No, no lo diré si tú no quieres.

—No sé si debo decírtelo.

—Por favor, dímelo —le suplicó Aron.

—¿No se lo contarás a nadie?

—Te prometo que no.

—¿Dónde crees que está nuestra madre? —le preguntó Cal.

—Muerta.

—No, no lo está.

—Claro que lo está.

—Se escapó —dijo Cal—. Se lo oí decir a algunos hombres.

—Eran unos embusteros.

—Se escapó —repitió Cal—. ¿No dirás que te lo he dicho?

—No te creo —contestó Aarón. Padre dice que está en el cielo.

—Muy pronto me iré en su busca y volveré a traerla aquí —le confesó Cal con calma.

—¿Dónde decían esos hombres que estaba?

—No lo sé, pero ya la encontraré.

—Está en el cielo —insistió Aarón. ¿Por qué iba a decir padre una mentira?

Miró a su hermano, esperando que éste asintiese, pero Cal no respondió.

—¿No crees que está en el cielo con los ángeles? —volvió a insistir Aron, y viendo que Cal tampoco respondía, preguntó: ¿Quiénes eran esos hombres que lo dijeron?

—Unos de la oficina de Correos de King City. No se dieron cuenta de que yo los escuchaba. Pero tengo un oído muy fino. Lee dice que soy capaz de oír crecer la hierba.

—¿Por qué se escapó? —preguntó Aron.

—¿Qué sé yo? Acaso no le agradábamos.

Aron examinó aquella herejía.

—No —replicó—. Esos hombres eran unos embusteros. Padre dice que está en el cielo. Y ya sabes que no le gusta hablar de ella.

—Será precisamente porque se escapó.

—No. Le pregunté a Lee acerca de ella y, ¿sabes lo que me respondió? Pues Lee me dijo: «Vuestra madre os quería mucho, y todavía os quiere». Y me señaló una estrella para que la mirase. Dijo que tal vez era nuestra madre, y que nos querría mientras brillase aquella luz. ¿Crees que Lee es un mentiroso? —A través de sus lágrimas incipientes, Aron observaba los ojos de su hermano, duros y calculadores, en los que no brillaba ninguna lágrima.

Cal se sentía agradablemente excitado. Había descubierto otra arma, otra herramienta secreta para emplearla en el propósito que le pareciese más conveniente. Observó a Aron, vio sus labios temblorosos y las palpitaciones de las aletas de su nariz. Aron iba a llorar, pero a veces, cuando se sentía impulsado a llorar, se convertía en un temible luchador. Y cuando Aron lloraba y luchaba al mismo tiempo, era peligroso. Nada le hacía daño, ni nada le detenía. Una vez, Lee lo sujetó entre sus rodillas mientras el muchacho le golpeaba furiosamente los costados, hasta que, después de mucho tiempo, fue calmándose. Y en aquella ocasión, las aletas de su nariz también estaban palpitantes.

Cal desechó por el momento su nueva arma. Podía utilizarla en cualquier otra ocasión, y sabía que era una de las más eficaces que había encontrado. La analizaría con calma y decidiría cuándo y en qué medida le convenía empleada.

Pero tomó esa decisión demasiado tarde. Aron se abalanzó contra él, y el blando cuerpo del conejo le golpeó el rostro. Cal retrocedió y exclamó:

—Era sólo una broma. Palabra, Aron: era sólo una broma. Aron se detuvo, y su rostro mostraba dolor y sorpresa.

—No me gustan esas bromas —dijo, sollozando y secándose la nariz con la manga.

Cal se acercó a él, lo abrazó y lo besó en la mejilla.

—No lo haré más —le prometió.

Los muchachos siguieron caminando en silencio durante cierto tiempo. La luz del día comenzaba a desaparecer. Cal observó un cúmulo de nubes grises, que asomaba por encima de las montañas y que el nervioso viento de marzo arrastraba.

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