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Authors: Alexander Kent

Tags: #Aventuras, histórico

Al Mando De Una Corbeta (13 page)

Sus ojos vagaron por la cámara. Todo parecía disminuido, y la corbeta más vulnerable.

—¿Y el
Miranda
, señor? —la voz de Tyrrell sonaba ronca.

Bolitho procuró hablar sin demostrar emoción; sabía que si demostraba, aunque fuera por un instante, sus verdaderos sentimientos, perderían la poca fe que aún mantenían.

—Su tripulación hará lo que sea adecuado. No podemos permanecer con ellos, ni tampoco es eso lo que ellos desean.

La espuma salpicó las gruesas ventanas. El viento comenzaba a cambiar ligeramente. Tyrrell se humedeció los labios, con los ojos distantes mientras miraba hacia la desmantelada fragata.

—Eso es todo —añadió Bolitho—. Que los hombres sigan trabajando hasta el último momento.

Los dos tenientes, enfundados en sus sucios pantalones y camisas, le volvieron la espalda y dejaron la cámara en silencio.

Bolitho miró a Fitch.

—Puede irse también —le dijo—. Deseo pensar a solas.

Cuando Fitch y sus ayudantes le dejaron, reposó la cabeza en sus manos y permitió que su cuerpo se moviera al incómodo compás que marcaba el barco. Posiblemente Tyrrell le considerara despiadado por abandonar el otro barco sin tripulación ni ayuda. Graves también se encontraría indignado por sus asuntos personales.

Se puso en pie, luchando contra el cansancio y la tensión; sabía que no debía prestar atención a sus consideraciones. Se encontraban inmersos en una guerra de la que habían sido espectadores demasiado tiempo. Si debían aprender, era mejor hacerlo cuanto antes.

Entonces recordó al teniente del
Miranda
, la amargura de su voz al describir el ataque. No añadió demasiado a lo que Bolitho ya sabía, o a lo que había adivinado, salvo por un dato, el nombre del buque corsario: el
Bonaventure
.

Hubo un golpe en la puerta. Era Lock, con su rostro oscuro y apesadumbrado comenzó el recuento de daños.

—Déjeme la lista completa —dijo Bolitho, con calma—, y le daré mi opinión.

Era inútil pensar en lo ocurrido. En esos momentos se encontraba solo, y sólo el futuro y el horizonte más cercano tenían algún significado para él.

V
Toda la suerte…

—¡El bote se aproxima, señor!

Bolitho asintió con la cabeza.

—Muy bien.

Ya lo había visto, pero se encontraba concentrado en las hileras de barcos anclados que se superponían unas a otras. El más cercano de ellos, un barco de dos cubiertas, lucía una bandera de contraalmirante en la mesana.

Entonces dedicó una rápida mirada a la abarrotada cubierta de artillería, ocupada en los preparativos para fondear por primera vez desde que dejaron atrás Antigua. Hacía diez días desde que había visto alejarse por el lado de popa el perfil destrozado del
Miranda
, hasta que lo habían perdido de vista completamente. Días de impaciencia y de preocupación, durante los cuales acortaron vela repetidamente para mantener la situación con los dos transportes. Y cuando por fin encontraron una fragata del escuadrón próximo a la costa, no les había dejado libertad de maniobra, sino que habían recibido la orden de realizar, sin más explicaciones, otra etapa de viaje.

El
Sparrow
no cedería su responsabilidad sobre los buques, ni se aproximaría a la costa para supervisar su descarga. Muy al contrario, debía marchar con todos los despachos hacia Nueva York. El capitán de la fragata estaba impaciente por marchar, y se había conformado con enviar sus órdenes al
Sparrow
a través de un guardiamarina. Por lo poco que había descubierto, Bolitho deducía que la fragata había estado patrullando durante tres semanas, a la espera de que el mensaje pudiera ser transmitido a los convoyes, y no sentía el menor deseo de involucrarse más.

Dirigió su mirada hacia el bote, que oscilaba suavemente en el oleaje a cierta distancia de tierra; una gran bandera azul ondeaba en su proa para señalar dónde podría anclar la corbeta.

El timón crujió cuando Buckle cedió la dirección a los timoneles, y delante, en el espolón, dibujado contra el agua resplandeciente, vio que Graves esperaba la orden para fondear. Escuchó que alguien se reía, y contempló los dos transportes que navegaban despacio, torpemente hacia otro fondeadero, con las vergas repletas de hombres que aferraban las velas.

Dalkeith le observó mientras se giraba.

—Es agradable verlos marchar, ¿Eh, señor? —observó. Enjugó su cara con un pañuelo—. Llevan tanto tiempo con nosotros que me siento como si los estuviéramos remolcando.

El artillero trepó hasta la mitad de la escala.

—¿Da su permiso para comenzar con el saludo, señor?

Bolitho asintió.

—Cuando quiera, señor Yule —se alejó, sabiendo que de no haber sido por la petición del artillero se hubiera olvidado del procedimiento, en su preocupación por lo que ocurriría a continuación.

Mientras el
Sparrow
continuaba sin tropiezos hacia el bote, con sus velas aferradas, salvo las gavias y el contrafoque, el aire temblaba ante el disparo regular de los cañonazos, que mostraban así sus respetos a la insignia del contraalmirante.

Bolitho hubiera deseado tomar el gran catalejo de Bethune y estudiar los otros barcos, pero adivinó que demasiados catalejos se posaban ya en él. Su curiosidad natural podría ser tomada como inseguridad, o como la aprensión de un joven comandante que se aproxima a un fondeadero desconocido. En cambio, se obligó a caminar unos cuantos pasos por el costado de barlovento, notando con satisfacción que las redes estaban pulcramente llenas de hamacas, y que todos los cabos y drizas innecesarias estaban o amarradas o apiladas en las cubiertas. Quedaban pocos restos de la colisión con el bergantín, por no decir ninguno. Los diez días habían sido bien empleados en sustituir la parte de madera y dar una mano de pintura nueva.

Tyrrell estaba en pie en la batayola, con un megáfono bajo el brazo. Con su abrigo azul y el sombrero de tres picos, parecía de nuevo un desconocido, un extraño, como el día que entró en la cámara después de su visita al buque insignia.

La última voluta de humo procedente de los cañones se disipaba sobre la zona del ancla, y Bolitho concentró su atención en el último medio cable de distancia. Los otros barcos estaban desplegados ante la proa, y parecían impresionantes, indescriptibles.

Elevó una mano despacio.

—Brazas de sotavento, señor Tyrrell. Que los hombres viren en redondo.

¿Por qué entonces se mostraba tan preocupado? ¿Quizá las tajantes órdenes de la fragata escondían algo más? Intentó olvidarse de ello. Después de todo, se había aburrido mortalmente con la lenta marcha de los transportes, de modo que para la fragata solitaria la espera debía de haber resultado aún peor.

La voz de Tyrrell provocó, en respuesta, los chillidos de varias gaviotas que volaban en círculos y que les habían seguido durante varios días.

—¡Escotín de gavia! —bizqueaba por el sol, y observaba las figuras que se movían con rapidez sobre la cubierta—. ¡Cobrar de los chafaldetes de la gavia! ¡Con fuerza, muchachos!

La voz de Bethune irrumpió entre los gritos de las órdenes y el crujido de las lonas.

—Del buque insignia al
Sparrow
, señor: «Reunión a bordo».

Bolito asintió.

—Recibido.

El almirante no perdía el tiempo.

—¡Timón a barlovento!

Suavemente, con toda facilidad, el
Sparrow
giró su botalón de foque hasta posicionarse contra el viento, y sus velas desaparecieron mientras los marineros rivalizaban en velocidad en arrollar las velas y mantenerlas bajo control.

—¡Vamos!

Desde la parte delantera llegó el sonido de una breve salpicadura cuando el ancla descendió a las profundidades, y, antes de que Graves se hubiera girado para enviar una señal a la toldilla, Tilby, el contramaestre, ya metía prisa a los hombres encargados de arriar los botes para que se encargaran de la yola. Tyrrell se acercó a la popa y tocó su sombrero.

—Espero que sean buenas noticias, señor.

—Gracias.

Bolitho se preguntó qué pasaría por la mente de Tyrrell. Había regresado a su costa, a Sandy Hook. Debía de haber recorrido ese camino muchas veces en las goletas de su padre, pero nada en sus rasgos revelaba lo que pensaba; tan sólo denotaba el habitual respeto, controlado, que había demostrado después de la batalla.

Tyrrell no había escatimado esfuerzos para reparar los daños. Su manera de ser podía parecer reposada a primera vista, incluso descuidada, pero no cabía duda de su habilidad, o de lo afilado de su lengua si alguien era lo suficientemente estúpido como para confundir su actitud con debilidad.

—No creo que permanezca demasiado tiempo en el buque insignia —Bolitho observó cómo la tripulación de la yola la arriaba por el costado.

—Puede que el almirante le invite a comer, señor —los ojos de Tyrrell de achicaron en una curiosa sonrisa—. Creo que el viejo
Parthian
es famoso por su buena mesa.

—La yola está preparada —avisó Stockdale.

Bolitho devolvió la mirada a Tyrrell.

—Encárguese de aprovisionarnos con agua fresca y toneles. Ya le he dicho al señor Lock que intente conseguir fruta.

Tyrrell le siguió hasta el portalón, donde el pelotón de guardia estaba formado.

—Si pudiera averiguar algo sobre… —dudó, después de haber hecho la pregunta en voz baja—. Pero ya imagino que estará muy ocupado, señor.

Bolitho repasó con la mirada a los marineros que estaban junto a él. ¿Había aprendido algo sobre ellos desde que era su comandante? ¿Sabía, por lo menos, lo que pensaban de él?

—Haré lo que pueda —replicó—. Tal vez su padre le haya enviado algún mensaje.

Tyrrel aún le seguía con la vista cuando saltó al bote; en sus oídos resonaba el sonido de las gaitas. Cuando Bolitho escaló hasta el dorado portalón de embarque del
Parthian
y se descubrió ante la sobreestructura de popa creyó hallarse de nuevo en el
Trojan
, de vuelta a la vida que había dejado atrás hacía tan poco tiempo. Todos los olores y los recuerdos le rondaron, de pronto, y se maravilló al comprobar lo mucho que había olvidado en tan poco tiempo.

Un teniente le guió hasta la cámara del capitán, y tomó sus despachos y una bolsa de cartas que el
Miranda
traía de Inglaterra.

—El almirante debe leerlas primero, señor —dijo. Sus ojos se deslizaron lentamente por el uniforme nuevo de Bolitho. Quizá se planteaba la misma pregunta de siempre: «¿Por qué él, y no yo?».

El almirante le hizo esperar una hora larga, que le parecieron dos. Para evitar las repetidas ojeadas a su reloj, se obligó a escuchar los sonidos que le rodeaban, los viejos sonidos familiares de una comunidad que comparte un gran barco. Le costó poco imaginarse la ronca voz del capitán Pears quejándose.

—¡Señor Bolitho! ¿Se ha dado cuenta de que la braza de trinquete cuelga floja, como la cola de una cerda? ¡Por el amor de Dios, señor, ya puede esmerarse si desea progresar!

Sonreía con un poco de arrepentimiento cuando el teniente regresó y, sin más ceremonias, le guió hacia la gran cámara de popa. Sir Evelyn Christie, contraalmirante de la Armada y comandante del Escuadrón de la Costa, se abanicaba con una servilleta. Una copa de clarete, comandante —dijo, después de una cuidadosa inspección al aspecto de Bolitho. No esperó respuesta; hizo un gesto a su criado, un hombre fastuosamente ataviado con una casaca escarlata y pantalones de un brillante color amarillo.

—En cierto modo, me sentí sorprendido al ver su nombre en el informe —los ojos del almirante estaban fijos en el clarete, como si desafiara al criado a que derramara una gota—. Decía en él que Ransome murió de fiebres —tomó la copa y la examinó con ojo crítico—. En mi opinión, se lo merecía. Era un pisaverdes. Demasiado dinero y ni un resquicio de integridad —una vez despachado el asunto de Ransome continuó con más calma—. Imagino que le preocupará el cambio de planes, ¿eh?

Bolitho sintió como una silla empujaba suavemente sus piernas, y comprendió que el silencioso sirviente se las había apañado para preparar una copa de clarete en una mesita y para alcanzarle una silla, todo ello sin moverse y sin un solo ruido.

El almirante frunció el ceño.

—No se preocupe. Es mudo —luego añadió, inquisitivamente:— ¿Y bien?

—Esperaba… —replicó Bolitho.

—Sí, ya imagino —le interrumpió el contraalmirante Christie. Hizo una pausa, con la cabeza ladeada, como la de un pájaro irritable—. El clarete. ¿Es bueno?

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