Read Al sur de la frontera, al oeste del sol Online
Authors: Haruki Murakami
Tags: #Drama, Fantástico, Romántico
Dejé el libro y la miré a los ojos. No podía creer que estuviese allí.
—Pensaba que no volverías.
—Lo siento —se disculpó Shimamoto—. ¿Estás enfadado?
—No. No me enfado por eso. ¿Sabes, Shimamoto?, esto es un bar y los clientes vienen cuando quieren y, cuando quieren, se van. Yo me limito a esperarlos.
—Perdón de todas formas. No puedo explicártelo, pero me ha sido imposible venir.
—¿Estabas ocupada?
—No, eso no —dijo en voz baja—. No es que estuviese ocupada. Simplemente no podía venir.
Su pelo olía a lluvia. Algunos mechones del flequillo mojado se le pegaban a la frente. Llamé al camarero y le pedí una toalla limpia.
—Gracias —dijo tomando la toalla y secándose el pelo. Luego, sacó un cigarrillo y lo encendió. Los dedos, fríos y mojados por la lluvia, le temblaban.
—Sólo lloviznaba y, como pensaba coger un taxi, salí sólo con el impermeable. Pero empecé a andar y he acabado caminando un buen trecho.
—¿Te apetece tomar algo caliente? —le pregunté.
Ella sonrió mirándome a los ojos.
—Gracias, pero no hace falta.
Mirando su sonrisa, olvidé en un instante el vacío de aquellos tres meses.
—¿Qué estás leyendo? —dijo señalando el libro.
Se lo mostré. Era un libro de historia. Trataba sobre el conflicto armado entre Vietnam y China posterior a la guerra de Vietnam. Lo hojeó y me lo devolvió.
—¿Ya no lees novelas?
—Sí, claro que sí. Pero no tanto como antes. Apenas conozco las modernas. Sólo leo novelas antiguas. La mayor parte del siglo XIX. También releo muchos libros que había leído hace tiempo.
—¿Y por qué no lees novelas modernas?
—Tal vez sea porque no me gusta que me defrauden. Cuando leo un libro malo, tengo la sensación de haber malgastado el tiempo. Y eso me decepciona. Antes no me sucedía. Disponía de mucho tiempo y, aunque pensara: «¡Vaya tontería acabo de leer!», siempre tenía la impresión de que algo habría sacado de allí. Dentro de lo que cabía, claro. Pero ahora no. Sólo pienso que he perdido el tiempo. Quizá tenga que ver con hacerse viejo.
—Seguro que sí. Está claro que te estás haciendo viejo —dijo ella con una sonrisa traviesa.
—¿Y tú sigues leyendo?
—Sí, siempre. Cosas modernas y cosas antiguas. Novelas y también de todo lo demás. Cosas malas y cosas buenas. Al contrario que a ti, a mí me gusta matar el tiempo leyendo.
Pidió un
Robin’s Nest
al barman. Yo la imité. Cuando se lo trajeron, tomó un sorbo y, tras hacer un pequeño signo de asentimiento, lo dejó encima de la barra.
—Oye, Hajime. ¿Por qué los cócteles de este bar son mejores que los de los otros?
—Porque nos esforzamos en que lo sean —dije—. Sin esfuerzo, no se llega a ninguna parte.
—¿Qué tipo de esfuerzo?
—Fíjate en él, por ejemplo —dije mostrándole al joven y apuesto barman que estaba picando hielo con expresión seria—. Le pago un sueldo muy alto. Tanto que los demás se quedarían sorprendidos si lo supieran. Eso lo mantengo en secreto. La razón por la que le pago únicamente a él un salario tan alto es porque tiene un talento especial para hacer los cócteles. Tal vez la mayoría de la gente no lo sepa, pero no todo el mundo puede servir buenos cócteles. Por supuesto, esforzándose, uno puede alcanzar un nivel aceptable. Tras practicar durante varios meses como aprendiz, será capaz de servirle uno a un cliente sin avergonzarse. Los cócteles de la mayoría de bares están a ese nivel. Y eso, por supuesto, no es criticable. Pero, si se quiere ir más lejos, hay que tener un talento especial. Igual que para tocar el piano, pintar un cuadro o correr cien metros. Yo mismo hago los cócteles bastante bien. He investigado mucho, he practicado horas y horas. Pero mis mezclas no pueden compararse a las suyas. Aunque ponga exactamente el mismo licor y agite la coctelera exactamente el mismo tiempo, el sabor es distinto. Vete a saber por qué. Es talento, sin más. Como en el arte. Existe una línea, hay quien puede cruzarla y hay quien no. Por eso, si encuentras a alguien con talento, trátalo bien para que no se vaya. Págale un buen sueldo.
Aquel chico era homosexual y, por este motivo, a veces se reunían en la barra otros homosexuales. Pero eran personas tranquilas y a mí no me importaba. Me caía bien y él, a su vez, confiaba en mí y trabajaba de firme.
—Quizá tengas más capacidad para los negocios de lo que parece —dijo Shimamoto.
—No lo creo. No soy un hombre de negocios. Sólo regento dos bares pequeños. Además, no tengo ninguna intención de abrir más locales ni de ganar más dinero. A eso no se le puede llamar ni capacidad ni talento. Pero ¿sabes?, en cuanto tengo un momento, dejo correr la imaginación. «Si fuera un cliente…», pienso. «Si yo fuera un cliente, ¿a qué tipo de bar iría? ¿Con quién? ¿Qué tomaría? Si fuera un soltero de veintitantos años y tuviera que salir con una chica, ¿adónde la llevaría?» Imagino cada una de esas variables, una a una, con todo detalle. Pienso en mil cosas concretas. ¿De cuánto dinero dispongo? ¿Dónde vivo? ¿A qué hora tengo que regresar? Y de la suma de todas estas ideas, la imagen del local se va perfilando.
Aquella noche, Shimamoto llevaba un jersey azul celeste de cuello alto y una falda azul marino. Unos pequeños pendientes brillaban en sus orejas. El fino y ceñido jersey resaltaba la belleza de sus senos. Sentí que me faltaba el aire.
—Sigue hablando —dijo Shimamoto. Y me dedicó, como siempre, una alegre sonrisa.
—¿De qué?
—De tu política empresarial —dijo—. Me encanta oírte hablar así.
Me sonrojé un poco. Hacía mucho tiempo que no me sonrojaba delante de nadie.
—No creo que a eso pueda llamársele política empresarial. Sólo es que, no sé, hace mucho tiempo que estoy acostumbrado. Acostumbrado a imaginar. A dejar correr la imaginación. Es algo que he hecho desde pequeño. Creo un lugar imaginario en mi cabeza y, poco a poco, le voy dando forma. Aquí tendría que hacer esto, allí debería cambiar lo otro. Voy probando. Tal como te he contado antes, al salir de la universidad, estuve trabajando en una editorial de libros de texto. Era aburridísimo. Así que dejaba volar la imaginación. Aquel trabajo tendía, más bien, a aniquilarla. Me aburría soberanamente. Odiaba ir a la oficina. Allí dentro me ahogaba. Tenía la impresión de ir encogiéndome, día tras día, y de que al final acabaría desapareciendo.
Tomé un sorbo del cóctel y recorrí el local con la mirada. Para ser una noche lluviosa, estaba bastante lleno. El saxo tenor que había venido a visitarnos ya había guardado su instrumento en el estuche. Llamé al camarero y le pedí que le llevase una botella de whisky y que le preguntara si le apetecía comer algo.
—Pero ahora es distinto. Aquí, para sobrevivir, tienes que hacer trabajar la imaginación. Además, puedes llevar enseguida a la práctica todo lo que se te ocurre. Aquí no hay reuniones ni superiores. No hay ni precedentes ni disposiciones del Ministerio de Educación. ¿Sabes, Shimamoto?, esto es magnífico. ¿Has trabajado alguna vez en una empresa?
Ella negó con la cabeza sin dejar de sonreír.
—No.
—¡Qué suerte has tenido! Trabajar en una empresa no está hecho para mí. Ni tampoco para ti. Seguro. He trabajado ocho años en una, sé muy bien lo que me digo. Durante esos ocho años malgasté mi vida allí dentro. Desperdicié mis mejores años. Durante esos ocho años aguanté mucho. Pero de no haber existido ese largo periodo, tal vez el bar no habría tenido tanto éxito. Eso es lo que creo. Me gusta este trabajo. Ahora tengo dos locales. Pero a veces me parece que son dos jardines imaginarios que he creado en mi cabeza. Unos jardines de ensueño. En ellos he plantado flores, he instalado fuentes. Los he creado con sumo cuidado, parecen muy reales. La gente viene, bebe, escucha música, habla y luego se va. ¿Y por qué crees que, noche tras noche, tanta gente se gasta tanto dinero viniendo a tomar una copa aquí? Pues porque todo el mundo, en mayor o menor medida, busca un lugar imaginario. Y la gente viene aquí para ver un jardín fantástico creado de forma exquisita que parece flotar en el aire y para verse a sí misma incluida dentro de esta escena.
Shimamoto sacó un Salem del bolso. Antes de que encontrara el encendedor, encendí una cerilla y le di fuego. Me gustaba encenderle los cigarrillos. Me gustaba mirar cómo entornaba los ojos y la llama danzaba en sus pupilas.
—Te confieso que no he trabajado jamás en la vida —me dijo.
—¿Jamás?
—Jamás. Ni siquiera he hecho trabajos de media jornada cuando estaba en la universidad, tampoco he estado nunca empleada en ningún sitio. Trabajar es una experiencia que me es totalmente ajena. Así que, cuando oigo hablar a alguien como tú, siento envidia. Yo jamás he pensado así. No he hecho otra cosa que leer en soledad. Y si pienso en algo, es en cómo gastar el dinero, no en cómo ganarlo.
Mientras hablaba, me tendió ambos brazos. En la muñeca derecha llevaba dos finos brazaletes de oro; en la izquierda, un lujoso reloj también de oro. Mantuvo ambos brazos extendidos como si fuera el expositor de una tienda. Le tomé la mano derecha y contemplé unos instantes los brazaletes en su muñeca. Me acordé de cuando le di la mano a los doce años. Aún recordaba vívidamente su tacto. Y también cómo me había hecho estremecer.
—Quizá pensar sólo en la manera de gastar el dinero sea lo más correcto —dije. Y le solté la mano. Entonces me asaltó la ilusión de que me iba volando a alguna parte—. Al pensar en cómo ganarlo, te vas quemando día a día. Vas desgastándote poco a poco sin darte cuenta.
—Tú no lo entiendes. No sabes lo vacío que te sientes cuando eres incapaz de crear nada.
—Yo no creo que lo seas. Tengo la impresión de que puedes crear muchas cosas.
—¿Qué tipo de cosas?
—Cosas que no tienen forma —dije. Y me miré las manos, apoyadas en las rodillas.
Shimamoto me dedicó una larga mirada mientras sostenía inmóvil su copa.
—¿Te refieres a sentimientos?
—Claro —dije—. Todo desaparece un día u otro. Este local, sin ir más lejos, no sé cuánto tiempo durará. A poco que cambien los gustos de la gente, a la mínima fluctuación económica, todo se irá al garete. Lo he visto muchas veces. Es algo muy simple. Todo lo que tiene forma desaparece antes o después. Sin embargo, hay un tipo de sentimientos que permanecen para siempre.
—Pero ¿sabes, Hajime?, hay sentimientos que son amargos porque perduran, ¿no te parece?
El saxo tenor se acercó y me dio las gracias por el whisky. Yo le agradecí su actuación.
—Hoy en día, los músicos de
jazz
se han vuelto muy educados —le expliqué a Shimamoto—. Cuando estudiaba, no eran así. Entonces tomaban drogas y la mitad de ellos tenían un carácter anormal. Pero a veces tocaban una música tan increíble que te caías de espaldas. Yo siempre iba a los
jazz club
de Shinjuku a escuchar música. Siempre esperando que me tumbaran de espaldas.
—Te gusta ese tipo de personas, ¿verdad?
—Es posible —dije—. Nadie se sumerge en ninguna aventura esperando resultados mediocres. La gente, pese a tener un chasco nueve de cada diez veces, desea tener al menos una experiencia suprema, aunque sólo sea una vez. Y eso es lo que mueve el mundo. Eso es el arte, supongo.
Volví a clavar la vista en mis manos que mantenía sobre las rodillas. Luego levanté los ojos y miré a Shimamoto. Estaba esperando a que yo prosiguiera.
—Pero ahora las cosas son un poco distintas. Ahora soy un empresario. Invierto capital y lo recupero. Ni soy un artista ni estoy creando nada. Ni siquiera puede decirse que aquí esté fomentando el arte. Me guste o no, en un lugar como éste no se espera nada de eso. Y para quien administra es mucho más fácil tratar con tipos educados y pulcros. ¡Qué le vamos a hacer! El mundo no puede estar lleno de Charlie Parkers.
Pidió otro cóctel. Encendió otro cigarrillo. Hubo un largo silencio. Shimamoto parecía absorta en sus pensamientos. Oí que el contrabajo tocaba el largo solo de
Embraceable You.
De vez en cuando, el pianista lo acompañaba con unos acordes, y el batería, anegado en sudor, tomaba un trago. Un cliente habitual se me acercó e intercambiamos unas palabras.
—Oye, Hajime —me dijo Shimamoto mucho después—. ¿Conoces algún río? Limpio como un riachuelo de montaña, no muy grande, cuyas aguas no se estanquen y fluyan hacia el mar. Mejor que la corriente sea rápida.
La miré sorprendido.
—¿Un río? —pregunté. No entendía de qué me estaba hablando. Su rostro no traslucía ninguna emoción. Me miraba sin intención aparente de decir nada. En silencio, como si estuviera contemplando un paisaje lejano. Tuve la sensación de que yo, en realidad, me encontraba muy lejos de ella. De que tal vez estuviésemos separados por una distancia inimaginable. Al pensarlo, me asaltó la tristeza. En sus ojos había algo que me hizo sentir esa distancia.
—¿A qué viene ahora lo del río? —le pregunté.
—Se me ha ocurrido de pronto —dijo—. ¿Conoces alguno así?
Cuando era estudiante, había viajado en solitario por todo el país sólo con un saco de dormir. Había visto muchos ríos en Japón. Pero no recordaba ninguno como el que ella me decía.
—En la costa del mar de Japón creo que hay uno —dije tras reflexionar un rato—. No recuerdo cómo se llama. Pero está en la prefectura de Ishikawa. Si fuera allí, lo encontraría. Creo que es el que más se acerca a tu descripción.
Me acordaba muy bien de ese río. Había ido allí durante unas vacaciones de otoño del segundo o tercer curso de universidad. Las hojas rojas de los árboles eran preciosas y las montañas de los alrededores parecían teñidas de sangre. Las montañas bordeaban la costa, la corriente del río era hermosa y, de vez en cuando, el bramido de un ciervo surgía desde el interior del bosque. Recordaba haber comido allí un delicioso pescado.
—¿Podrías llevarme? —preguntó.
—Está en Ishikawa —le dije con voz seca—. No es como ir a Enoshima. Se tiene que tomar un avión y, una vez allí, hay más de una hora en coche. Se tiene que pasar la noche fuera y supongo que entenderás que ahora no puedo.
Shimamoto cambió de posición sobre el taburete, se sentó encarada hacia mí y me miró de frente.
—Oye, Hajime. Sé muy bien que no debería pedirte una cosa así. Soy consciente del problema que te causo. Pero eres la única persona a quien puedo pedirle este favor. Es imprescindible que vaya, y no puedo ir sola. No tengo a nadie más a quien pedírselo.