Al sur de la frontera, al oeste del sol (23 page)

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Authors: Haruki Murakami

Tags: #Drama, Fantástico, Romántico

Hay una realidad que demuestra la verdad de un hecho. Porque nuestra memoria y nuestros sentidos son demasiado inseguros, demasiado parciales. Incluso podemos afirmar que muchas veces es imposible discernir hasta qué punto un hecho que creemos percibir es real y a partir de qué punto sólo creemos que lo es. Así que para preservar la realidad como tal, necesitamos otra realidad —una realidad colindante— que la relativice. Pero, a su vez, esta realidad colindante necesita una base para relativizarse a sí misma. Es decir, que hay otra realidad colindante que demuestra, a su vez, que ésta es real. Y esta cadena se extiende indefinidamente dentro de nuestra conciencia y, en un cierto sentido, puede afirmarse que es a través de esta sucesión, a través de la conservación de esta cadena, como adquirimos conciencia de nuestra existencia misma. Pero si esta cadena, casualmente, se rompe, quedamos desconcertados. ¿La realidad está al otro lado del eslabón roto? ¿Está a este lado?

En aquel momento, me asaltaba una sensación de ruptura parecida. Cerré el cajón e intenté olvidarlo todo. Tendría que haber tirado aquel dinero desde un principio. Guardarlo había sido, en sí mismo, una equivocación.

El miércoles por la tarde de aquella misma semana, al pasar con el coche por la avenida Gaienhigashidôri, vi a una mujer que, de espaldas, se parecía mucho a Shimamoto. Llevaba unos pantalones azules de algodón, impermeable beige, calzaba unas zapatillas de deporte blancas. Cojeaba. Al verla, tuve la fugaz sensación de que todas las imágenes que había a mi alrededor se congelaban. Una especie de masa de aire me subió desde el pecho a la garganta. «¡Es Shimamoto!», pensé. La adelanté para comprobar si era ella, la miré por el retrovisor, pero otros transeúntes se interpusieron entre nosotros. Pisé el freno, pero el conductor del coche de atrás hizo sonar el claxon con furia. La silueta, de espaldas, y la longitud del pelo eran idénticas a las de Shimamoto. Intenté apearme inmediatamente del coche, pero en la calle no había sitio para aparcar. Doscientos metros más allá descubrí un espacio donde a duras penas cabía un coche, lo metí como pude y volví corriendo al lugar donde la había visto. Había desaparecido. La busqué como un loco por los alrededores. «Es coja. No puede haber ido muy lejos», pensaba. Me abrí paso entre la gente, crucé la calle por donde me vino en gana, subí corriendo a un paso elevado de peatones y, desde allí arriba, miré las caras de la gente que pasaba. Mi camisa estaba empapada en sudor. De pronto caí en la cuenta de que la mujer que había visto no podía ser Shimamoto. Aquella mujer caminaba arrastrando la otra pierna. Además, Shimamoto ya no cojeaba.

Sacudí la cabeza, exhalé un hondo suspiro. Algo me estaba sucediendo. Las fuerzas me abandonaron, como si tuviera vértigo. Me apoyé en un semáforo, me quedé unos instantes con la vista clavada en los pies. El semáforo pasó de verde a rojo, de rojo a verde. La gente cruzaba la calle, esperaba ante la luz roja, cruzaba. Yo permanecía apoyado en el semáforo, intentando acompasar la respiración.

Al abrir los ojos, vi de repente el rostro de Izumi. Estaba en el interior de un taxi detenido frente a mí. Me miraba fijamente por la ventanilla del asiento posterior. El taxi estaba parado ante el semáforo en rojo, apenas nos separaba un metro de distancia. Ya no era aquella niña de diecisiete años. Pero la reconocí a primera vista. No podía tratarse de nadie más. Aquélla era la mujer que, veinte años atrás, yo había tenido entre mis brazos. La primera mujer a la que había besado. La mujer que, una tarde de otoño, cuando tenía diecisiete años, había desnudado. Ella había perdido una liga. Por más que aquellos veinte años la hubiesen cambiado, su rostro era inconfundible. «Los niños le tienen miedo», me había dicho alguien. Al oírlo, no lo había entendido. No había calibrado el alcance de aquellas palabras. Ahora, ante ella, comprendía a la perfección lo que me habían querido decir: su rostro carecía de toda expresión. No, no me he expresado con las palabras exactas. Tal vez debería usar otras. Su rostro había sido despojado por completo de cualquier cosa susceptible de ser llamada expresión. Me recordó una habitación de la que se hubieran llevado todos los muebles, sin dejar ni uno. En aquella cara no afloraba la menor emoción; en ella, tal como sucede en las profundidades marinas, todo se extinguía, sin un sonido, en la muerte. Ella me observaba con ese rostro carente de expresión. Debía de estar observándome. O, por lo menos, mantenía fija la mirada en mi dirección. Pero en su rostro no se leía, hacia mí, el menor signo de reconocimiento. Si algo podía leerse, era sólo un vacío infinito.

Atónito, petrificado, fui incapaz de articular palabra. Me limité a respirar despacio, sosteniéndome a duras penas en pie. Había perdido, de verdad, literalmente, el sentido mismo de mi propia existencia. Durante unos instantes, dejé de saber incluso quién era yo. Llegué a percibir cómo se desdibujaba mi perfil como ser humano y me convertía en una masa densa y como de lodo. Incapaz de pensar en nada, alargué una mano de manera casi inconsciente y toqué el cristal de la ventanilla. Palpé la superficie con la punta de los dedos. Qué significaba aquella acción ni yo mismo lo sabía. Algunos transeúntes se detuvieron y me miraron sorprendidos. Pero nada podía hacer yo por evitarlo. Continué acariciando despacio, a través del cristal, el rostro sin expresión de Izumi. Sin embargo, Izumi no movió ni un músculo. Ni siquiera parpadeó. «¿Estará muerta?», pensé. «No, no puede estar muerta.» Ella vivía sin parpadear. Vivía en un mundo donde no existía sonido alguno, detrás del cristal de la ventanilla. Y sus labios inmóviles hablaban de un vacío infinito.

El semáforo cambió a verde y el taxi se fue. El rostro de Izumi permaneció carente de expresión hasta el final. Petrificado en aquel lugar, me quedé contemplando cómo el taxi desaparecía engullido en la riada de vehículos.

Volví al lugar donde había dejado el coche y me derrumbé sobre el asiento. «Por lo pronto, debo marcharme de aquí», pensé. Cuando me disponía a dar la vuelta a la llave de contacto, me asaltó un terrible malestar, unas violentas arcadas. Pero no pude vomitar. Sólo sentía náuseas. Apoyé ambas manos sobre el volante y permanecí inmóvil unos quince minutos. El sudor me corría por los costados. Sentí cómo manaba de mi cuerpo un olor nauseabundo. Ya no era el cuerpo que Shimamoto había lamido con dulzura, sino el de un hombre de mediana edad que despedía un olor acre.

Poco después, se acercó un policía de tráfico y golpeó el cristal de la ventanilla. La abrí. «Está prohibido aparcar aquí», me dijo mirando hacia el interior del coche. «Circule inmediatamente.» Asentí e hice girar la llave de contacto.

—Tiene usted muy mala cara. ¿Se encuentra mal? —preguntó.

Negué con la cabeza, en silencio. Puse el coche en marcha.

No volví en mí hasta unas cuantas horas después. Yo era una cascara vacía y, a través de mi cuerpo, reverberaba una resonancia hueca. Era consciente de que me había quedado vacío. Todo, absolutamente todo lo que mi cuerpo debía de haber contenido hasta entonces, había salido de mi interior. Detuve el coche dentro del cementerio de Aoyama y me quedé contemplando distraídamente el cielo al otro lado del parabrisas. «Izumi me estaba esperando», pensé. Posiblemente, me hubiera estado esperando siempre en algún lugar. En cualquier esquina, detrás del cristal de cualquier ventanilla, había estado esperando a que yo apareciera. Ella siempre había tenido los ojos clavados en mí. Sólo que yo no había podido verlo.

Durante los días siguientes, apenas hablé con nadie. Abría la boca dispuesto a decir algo, pero no me salía palabra alguna. Como si el vacío que ella me había comunicado se me hubiera infiltrado hasta el tuétano de los huesos.

Pero después de este encuentro casual con Izumi, las fantasías y ecos de Shimamoto que aún me asediaban se fueron desvaneciendo, despacio, con el tiempo. El paisaje donde posaba los ojos fue recobrando algo de color y la sensación incierta de estar andando por la superficie de la luna fue perdiendo fuerza. La gravedad se alteró de una manera extraña y sentí de una manera imprecisa, como si contemplara a través de un cristal algo que le ocurriera a otra persona, cómo iban desprendiéndose de mi cuerpo, una tras otra, todas aquellas cosas que se habían adherido a él.

Al mismo tiempo, algo que había en mi interior se borró y se extinguió para siempre. En silencio, de una manera definitiva.

En un descanso, me acerqué al pianista y le dije que no hacía falta que tocara más
Star-Crossed Lovers.
Se lo dije sonriendo, con amabilidad.

—Hasta ahora me gustaba mucho que la tocaras, pero ya la he oído bastante. Ya está bien.

Se me quedó mirando fijamente, como si me estudiara. Entre nosotros existía una relación tan buena que se nos podía considerar amigos. A veces tomábamos una copa juntos y hablábamos de asuntos personales.

—Hay una cosa que no entiendo. ¿No hace falta que la toque más? ¿O no quieres que vuelva a tocarla? Hay una gran diferencia entre una cosa y otra. Me gustaría que me lo aclararas.

—No quiero que la toques más.

—No será porque no te gusta cómo lo hago, ¿verdad?

—En tu interpretación no hay ningún problema. Es magnífica. No hay nadie que toque esa melodía mejor que tú.

—Es decir, que no quieres volver a escucharla.

—Sí, eso es —dije.

—Igual que en Casablanca, ¿verdad patrón?

A partir de entonces, a veces, cuando me veía, tocaba bromeando
As Time Goes By.

La razón por la cual no quería escuchar más aquella melodía no era porque me recordase a Shimamoto, sino porque ya no me conmovía como antes. No sé por qué. Pero aquella sensación especial que había encontrado durante tantos años en esa canción se había desvanecido, se había perdido. Seguía siendo una hermosa melodía. Pero nada más. Y a mí no me apetecía escuchar una vez tras otra una hermosa melodía que era, en sí misma, un cadáver.

—¿En qué estás pensando? —me preguntó Yukiko al entrar en la habitación.

Eran las dos y media de la madrugada. Yo estaba tendido en el sofá, aún despierto, con los ojos abiertos clavados en el techo.

—Pensaba en el desierto.

—¿En el desierto? —preguntó Yukiko. Se había sentado a mis pies y me estaba mirando—. ¿Qué desierto?

—Un desierto normal. Un desierto con dunas y cactus aquí y allá. Y muchas otras cosas que también viven allí.

—¿Estoy también yo en este desierto?

—Por supuesto que sí —dije—. Todos vivimos en él. Pero, en realidad, el único que vive es el desierto. Como en la película.

—¿Qué película?


The Living Desert,
de Disney. Un documental sobre el desierto. ¿No lo viste cuando eras pequeña?

—No.

A mí me extrañó un poco. A nosotros, en la escuela, nos habían llevado a todos a verlo. Caí en la cuenta de que Yukiko era cinco años menor que yo. Quizás en la época en que se había estrenado la película, ella era demasiado pequeña para ir a verla.

—Voy a alquilar el vídeo y lo veremos todos juntos el domingo que viene. Es una película muy buena. El paisaje es bonito, salen muchos animales y plantas. Un niño pequeño puede entenderla bien.

Yukiko me miró sonriente. Hacía mucho tiempo que no la veía sonreír.

—¿Quieres separarte de mí? —me preguntó.

—Yukiko, yo te quiero —le dije.

—Sí, tal vez. Pero lo que te he preguntado es: «¿Quieres separarte de mí?». Sí o no. Una de dos. No acepto otra respuesta.

—No quiero separarme de ti —respondí. Sacudí la cabeza—. Quizá no tenga ningún derecho a decirlo, pero no quiero separarme de ti. Si lo hiciera, me sentiría completamente perdido. No quiero volver a estar solo. Prefiero morir a quedarme solo de nuevo.

Ella alargó la mano y me tocó el pecho con delicadeza. Me miró fijamente.

—Olvídate de si tienes derecho o no. En realidad, no creo que nadie tenga ese tipo de derechos —dijo.

Sintiendo sobre el pecho el calor de la palma de la mano de Yukiko, pensé en la muerte. Aquel día, en la autopista, podría haber muerto junto a Shimamoto. En tal caso, mi cuerpo ya no existiría. Ya habría desaparecido, se habría perdido para siempre. Igual que muchas otras cosas. Pero estoy aquí. Y aquí, sobre mi pecho, descansa la cálida palma de Yukiko.

—Yukiko —dije—, te amo. Te he amado desde el primer día que te vi. Y sigo amándote. Si no te hubiera encontrado, mi vida habría sido más miserable, más dura. Mi agradecimiento hacia ti es tan grande que no se puede expresar con palabras. Y a pesar de ello, te estoy hiriendo. Porque soy un egoísta, un estúpido, no valgo nada. Hiero sin más a quienes me rodean y, de rebote, me hiero a mí mismo. Hago daño a los otros y me lo hago a mí. No es que quiera obrar así. Es que no puedo evitarlo.

—Eso debe de ser —dijo Yukiko con voz serena. En las comisuras de sus labios aún se percibían los restos de una sonrisa—. Seguro que eres un egoísta y un estúpido, y me has herido, sin duda.

Me quedé unos instantes mirándola. En sus palabras no había timbre acusatorio. Tampoco estaba enojada, ni triste. Se limitaba a enunciar una realidad como tal.

Escogí las palabras, tomándome mi tiempo.

—Durante toda mi vida, he tenido la impresión de que podía convertirme en una persona distinta. De que, yéndome a otro lugar y empezando una nueva vida, iba a convertirme en otro hombre. He repetido una vez tras otra la misma operación. Para mí representaba, en un sentido, madurar y, en otro sentido, reinventarme a mí mismo. De algún modo, convirtiéndome en otra persona quería liberarme de algo implícito en el yo que había sido hasta entonces. Lo buscaba de verdad, seriamente, y creía que, si me esforzaba, podría conseguirlo algún día. Pero, al final, eso no me conducía a ninguna parte. Por más lejos que fuera, seguía siendo yo. Por más que me alejara, mis carencias seguían siendo las mismas. Por más que el decorado cambiase, por más que el eco de la voz de la gente fuese distinto, yo seguía siendo el mismo ser incompleto. Dentro de mí se hallaban las mismas carencias fatales, y esas carencias me producían un hambre y una sed violentas. Esa hambre y esa sed me han torturado siempre, tal vez sigan torturándome a partir de ahora. En cierto sentido, esas carencias, en sí mismas, son lo que yo soy. Pero sé una cosa. Ahora, por ti, quiero convertirme en un nuevo ser. Tal vez lo logre. Aunque no sea fácil, tal vez, esforzándome, consiga un nuevo yo. A decir verdad, si volviera a ocurrir lo mismo, tal vez actuara igual. No puedo prometerte nada. A eso me refiero cuando hablo de tener derecho. No consigo estar seguro de poder vencer esa fuerza.

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