Al sur de la frontera, al oeste del sol (6 page)

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Authors: Haruki Murakami

Tags: #Drama, Fantástico, Romántico

A decir verdad, yo no la amaba; y ella tampoco a mí, por supuesto. Pero que la amara o no, en aquel momento, a mis ojos, carecía de importancia. Lo importante era la conciencia de estar apasionadamente involucrado en algo que me desbordaba y que en ese algo indefinido hubiera una cosa que necesitaba. Yo quería saber qué era. Me moría por saberlo. Incluso pensé que, si pudiera, introduciría la mano en su cuerpo y tocaría directamente ese
algo
.

Me gustaba Izumi, pero con ella jamás había paladeado aquella fuerza irracional. De la otra mujer yo no sabía nada. Tampoco la quería. Pero me hacía estremecer y me atraía violentamente. Que no hubiésemos tenido jamás una conversación seria era debido, en definitiva, a que no veíamos la necesidad. De haber tenido la energía para hablar en serio, la habríamos utilizado en hacer el amor una vez más. Creo que, tras haber mantenido una relación tan absorbente como aquélla a lo largo de varios meses, uno u otro habría acabado alejándose. Porque lo que nosotros realizábamos era un acto necesario, un acto natural y espontáneo que no admitía ser puesto en cuestión. Desde el principio, le estaba negada la posibilidad de cosas como el amor, el sentimiento de culpa o el futuro.

Por eso, si no hubieran descubierto nuestra relación (lo que era, en realidad, bastante difícil que no sucediese: con ella me sentía totalmente absorbido por el sexo), quizás Izumi y yo habríamos podido seguir siendo novios. Quizás habríamos continuado viéndonos y saliendo juntos unos meses al año, durante las vacaciones de la universidad. No sé cuánto tiempo se habría prolongado la situación. Pero siempre he pensado que unos años después la separación habría sobrevenido de modo natural. Éramos demasiado distintos y, además, las diferencias que existían entre nosotros eran de las que tienden a acentuarse poco a poco conforme pasan los años. Ahora, al volver la vista atrás, lo entiendo muy bien. Aunque tuviésemos que separarnos un día u otro, si yo no me hubiese acostado con su prima, posiblemente nos habríamos dicho adiós de una forma más serena y habríamos podido entrar en una nueva fase de nuestras vidas con una disposición más sana.

Pero no fue así.

La realidad fue que la herí cruelmente. Le hice daño. Y puedo imaginar con cierta precisión cuánto la herí, cuánto daño le hice. Izumi suspendió el examen de ingreso de varias universidades a las que, con sus notas, debería haber accedido con facilidad y, al final, entró en una pequeña universidad anónima de no sé dónde sólo para mujeres. Después de que se descubriera mi relación con su prima, sólo volví a verla una vez. Mantuvimos una larga conversación en la cafetería donde solíamos citarnos. Intenté explicárselo todo. Escogiendo cuidadosamente las palabras, traté de expresarle mis sentimientos de la forma más sincera posible. Que lo ocurrido entre su prima y yo jamás había sido nada esencial. Que no tenía trascendencia alguna. Que era pura atracción física y que jamás había tenido conciencia de que la estuviera traicionando. Que no había influido de ningún modo en nuestra relación.

Izumi, por supuesto, no lo entendió. Me llamó embustero, cerdo. Tenía razón. Le había mentido, me había acostado con su prima a sus espaldas. Y no una o dos veces, sino diez o veinte. La había estado engañando. Y si yo creía que actuaba correctamente, ¿qué necesidad había de mentir? Bastaba con que hubiera confesado al principio: «Quiero acostarme con tu prima. Tengo ganas de hacer el amor con ella hasta que se me derritan los sesos. Hacerlo miles de veces, en todas las posturas imaginables. Pero eso no afecta en nada a nuestra relación, así que estate tranquila». En realidad, no podía haberle hablado así a Izumi. Por eso mentí. Mentí cien, doscientas veces. Evitaba quedar con ella dando las excusas que me convenían y corría a Kioto a acostarme con su prima. Yo no tenía justificación alguna y no hace falta decir que la culpa era sólo mía.

Izumi se enteró de nuestra historia a finales de enero. Poco después de que yo cumpliera dieciocho años. En febrero, pasé con desahogo el examen de ingreso de varias universidades y, a finales de marzo, abandoné la ciudad y me fui a Tokio. Antes de marcharme, intenté muchas veces hablar por teléfono con Izumi. Pero no quiso escucharme. También le escribí cartas largas. Pero no respondió. «No puedo irme así», pensé. «No puedo dejar a Izumi aquí sola de este modo.» Pero, en realidad, nada pude hacer. Izumi no quería saber nada de mí, fuera por el medio que fuera.

En el
Shinkansen
, el tren bala, de camino a Tokio, mientras contemplaba distraídamente el paisaje por la ventanilla, estuve reflexionando sobre mí mismo. Me miré la mano que descansaba sobre la rodilla y también mi rostro reflejado en el cristal. «¿Quién diablos soy?», pensaba. Por primera vez en mi vida, sentía una profunda aversión hacia mí mismo. «¿Cómo has podido hacer una cosa así?» Pero yo sabía la respuesta. Sabía que si me encontrara en la misma situación, volvería a hacer lo mismo. Mentiría a Izumi y me acostaría con su prima. Aunque eso significara herirla cruelmente. Reconocerlo fue doloroso. Pero era la pura verdad.

Por supuesto, al tiempo que le hice daño a Izumi, también me lo hice a mí mismo. Me infligí una herida muy honda —mucho más honda de lo que entonces me pareció—. De aquellos días hubiese debido extraer varias lecciones. Pero, años después, al volver la vista atrás, supe que sólo había aprendido una cosa importante. La conciencia de que, al fin y al cabo, el ser humano que yo era podía hacer el mal. Jamás en la vida había querido perjudicar a nadie. Pero fueran cuales fuesen mis motivos o intenciones, si mis necesidades me empujaban, podía convertirme en un ser egoísta y cruel. Un ser humano que, esgrimiendo razones plausibles, infligía una herida certera y definitiva en alguien a quien tendría que haber mimado.

Cuando ingresé en la universidad, me preparé para pisar otra vez unas calles nuevas, para adquirir otra vez una personalidad nueva, para empezar otra vez una vida nueva. Me dispuse, convirtiéndome en un hombre nuevo, a corregir mis errores. Al principio, pareció que resultaba. Pero, al fin y al cabo, fuera adonde fuese, no dejaba de ser yo. Volvía a repetir los mismos errores, volvía a herir a otras personas del mismo modo y volvía a hacerme daño a mí mismo.

Acababa de cumplir los veinte años, cuando se me ocurrió que quizá no podría volver a ser una persona decente. Había cometido errores. Claro que, en realidad, tal vez ni siquiera fueran errores. Más que errores, quizá se trataba de una inclinación innata en mí. Al pensarlo, me sentí terriblemente deprimido.

5

Sobre mis cuatro años de universidad apenas tengo nada que contar.

El primer año fui a varias manifestaciones e incluso me enfrenté a la policía. Participé en huelgas estudiantiles y asistí a asambleas. Allí conocí a muchas personas interesantes. Pero jamás me apasionó la lucha política. Me sentía incómodo dando la mano a quienes estaban a mi lado en las manifestaciones y, cuando arrojaba piedras a las fuerzas antidisturbios, tenía la impresión de que había dejado de ser yo. «¿Es eso realmente lo que querías?», me preguntaba. Era incapaz de sentirme solidario con la gente que me rodeaba. El olor a violencia que inundaba las calles, las palabras contundentes que la gente pronunciaba, iban perdiendo poco a poco su brillo en mi interior. Empecé a recordar con cariño creciente los días que había pasado con Izumi. Pero no podía regresar. Aquel mundo ya lo había dejado atrás.

Por otra parte, me interesaba muy poco lo que enseñaban en la universidad. La mayor parte de las clases eran absurdas y aburridas. No había nada que despertara mi curiosidad. Estaba tan ocupado haciendo trabajillos por horas que apenas aparecía por el campus, así que no es exagerado decir que me saqué la carrera en cuatro años por pura chiripa. Salí con algunas chicas. En tercero, viví casi medio año con una. Pero no resultó. En aquella época, yo no tenía ni la más remota idea de qué esperaba de la vida.

Y un día me di cuenta de que había finalizado la era de la política. Aquel oleaje imponente que durante un tiempo había sacudido el siglo perdió su empuje y acabó engullido por una cotidianeidad inevitable y desprovista de color.

Al terminar la universidad, gracias a la recomendación de un conocido, entré en una empresa de redacción y edición de libros de texto. Me corté el pelo, me calcé zapatos de piel, me vestí con traje. A todas luces, era una empresa gris, pero las perspectivas de trabajo no es que fueran muy halagüeñas para los licenciados en literatura y, además, con mis notas y mi falta de contactos, en una empresa más interesante me habrían dado con la puerta en las narices.

El trabajo me aburría. El ambiente de la oficina, en sí, no era malo, pero yo, por desgracia, no lograba sentir el menor entusiasmo por la redacción de libros de texto. Con todo, el primer medio año me sumergí en la labor intentando encontrarle algún aliciente. Pensaba que cualquier cosa, si te esfuerzas lo bastante, tiene sus compensaciones. Pero al final desistí. La conclusión definitiva a la que llegué era que aquel trabajo, se mirara por donde se mirase, no me iba. Me sentía decepcionado. Parecía que mi vida fuera a acabar allí. «Tal vez, a partir de ahora, vaya quemando aquí los meses y los años haciendo sólo aburridos libros de texto», pensaba. Durante los treinta y tres años que me faltaban para la jubilación me sentaría, día tras día, frente a la mesa a mirar galeradas, contar líneas y comprobar tablas de caracteres chinos. Y me casaría con una buena chica, tendría varios hijos y viviría con la única ilusión de las pagas extraordinarias dos veces al año. Recordaba lo que me había dicho Izumi tiempo atrás: «Seguro que serás una persona maravillosa. Hay algo magnífico dentro de ti». Cada vez que pensaba en esas palabras me entristecía. «Dentro de mí no hay ni una sola cosa magnífica, Izumi. Claro que ahora también tú debes de saberlo. ¡Qué le vamos a hacer! Todos nos equivocamos.»

En la oficina, hacía el trabajo que me asignaban casi maquinalmente y, el tiempo libre, lo pasaba solo, leyendo o escuchando música. Me hice a la idea de que el trabajo era en sí una labor mecánica y aburrida y que debía disfrutar al máximo de la vida empleando el tiempo libre de la forma que más me conviniera. Por eso jamás iba de copas con los compañeros. No es que fuera insociable o que me sintiera apartado de los demás. Sólo que, acabadas las horas de trabajo, fuera de la oficina, no estaba dispuesto a entablar activamente relaciones personales con mis compañeros. En lo posible, quería preservar mi tiempo para mí.

Y así pasaron, en un abrir y cerrar de ojos, cuatro o cinco años. En ese periodo tuve algunas novias. Pero no duré mucho con ninguna. Salía algunos meses con ellas. Y luego pensaba: «¡No, no es eso!». No lograba descubrir en su interior algo hecho sólo para mí. Me acosté con algunas de ellas. Pero no encontré nada que me emocionara. Aquélla fue la tercera etapa de mi vida. Los doce años que transcurrieron desde mi ingreso en la universidad a la treintena los pasé sumido en la desilusión, la soledad y el silencio. Fueron para mí unos años gélidos.

Me encerré más en mi propio mundo. Me acostumbré a comer solo, a pasear solo, a ir a la piscina, a los conciertos y al cine solo. No sentía por ello ni soledad ni amargura. A menudo pensaba en Shimamoto y en Izumi. Dónde estarían, qué harían. Tal vez se hubiesen casado. Tal vez tuviesen hijos. De cualquier modo, me habría gustado verlas y hablar con ellas, aunque fuera sólo un rato. Una hora siquiera. A Shimamoto y a Izumi hubiera podido expresarles mejor mis sentimientos. Pasaba las horas imaginando la forma de reconciliarme con Izumi o la forma de reencontrar a Shimamoto. Pensaba en lo maravilloso que sería volver a verlas. Pero no hice nada para realizar ese sueño. Al fin y al cabo, eran dos seres que se habían perdido ya lejos de mi vida. Es imposible que el reloj avance en dirección contraria. Empecé a hablar a solas y a beber solo por las noches. También fue en esta época cuando me convencí de que jamás me casaría.

Sucedió dos años después de que entrara en la empresa. Quedé para salir con una chica coja. Se trataba de una cita doble. Me invitó un compañero de trabajo.

—Cojea un poco —me dijo con apuro—. Pero es bonita y muy buena chica. Te gustará. Además, la cojera apenas se nota. Sólo arrastra un poco la pierna.

—No importa —dije.

A decir verdad, si no hubiera sacado a colación la cojera de la chica, no habría ido. Ya estaba harto de citas dobles, citas a ciegas y cosas por el estilo. Pero al decirme que era coja, no me pude negar.

«La cojera apenas se nota. Sólo arrastra un poco la pierna.»

La chica era amiga de la novia de mi compañero de trabajo. Creo que habían ido juntas al instituto o algo parecido. Menuda, de facciones correctas, su belleza no era, sin embargo, espectacular, sino dulce y serena. Me recordó a un animalito que se esconde en el corazón del bosque y que raramente se deja ver. El domingo por la mañana fuimos al cine los cuatro y después almorzamos. Ella apenas abrió la boca. Aunque la incité a hablar, se limitó a sonreír en silencio. Luego, nos separamos de la otra pareja y dimos un paseo. Fuimos al parque de Hibiya y tomamos algo. Arrastraba la pierna contraria que Shimamoto. También la manera de torcerla era un poco distinta. Shimamoto avanzaba haciéndola rotar ligeramente y ella dirigía la punta del pie un poco hacia el lado y arrastraba la pierna en línea recta. Con todo, la manera de andar de las dos era parecida.

Vestía un jersey rojo de cuello alto y unos tejanos, y calzaba unas botas normales. Apenas llevaba maquillaje e iba peinada con cola de caballo. Me había dicho que estaba en cuarto de carrera, pero parecía más joven. Era una chica muy callada. Fui incapaz de juzgar si era callada de por sí, si no hablaba porque estaba nerviosa en la primera cita o, simplemente, porque tenía poco que decir. En cualquier caso, al principio no mantuvimos una verdadera conversación. Lo único que logré sacar en claro era que estudiaba farmacia en una universidad privada.

—¿Y qué? ¿Es interesante farmacia? —le pregunté. Estábamos en la cafetería del parque tomando un café.

Ella se sonrojó.

—¡Uff, tranquila! Hacer libros de texto no es muy interesante que digamos. Este mundo está lleno de cosas poco interesantes. ¡Si tuviéramos que preocuparnos por eso!

Reflexionó unos instantes. Luego, finalmente, habló.

—No es muy interesante. Pero mi familia tiene una farmacia.

—Pues a ver si me enseñas algo del tema. No sé nada. Lo siento, pero en los últimos seis años no he tomado ni una sola pastilla.

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