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Authors: Cayla Kluver

Alera (25 page)

—Miranna, ¿dónde está? ¿Está enferma?

Yo evitaba la mirada de mi antiguo guardaespaldas y rezaba para que alguien dijera algo. Fue el capitán quien finalmente se decidió a darle la noticia.

—No está aquí. El enemigo se infiltró en palacio, después de introducir a una mujer en calidad de doncella personal de Miranna. Cuando sospechamos algo, la princesa ya había sido engañada y raptada. Creemos que está viva y que la tienen e Cokyria.

London se puso pálido. Miró a Cannan con una mezcla de frustración y de alarma.

—¿Por qué me lo habéis ocultado? ¿Qué planes se han hecho para su rescate?

Destari se acercó un poco más a London al ver la agitación de su amigo: probablemente para evitar que pudiera saltar d la cama y hacerse daño. Pero fue Cannan quien contestó:

—Estamos esperando a recibir noticias sobre lo que pretende el enemigo. Han tenido muchas oportunidades de matarla, si ésa hubiera sido su intención, así que no creemos que se encuentre en peligro. Se la han llevado por algún motivo que sabremos en su debido momento.

—Hay destinos peores que la muerte —dijo London en tono seco mientras intentaba apoyarse en el brazo derecho para sentarse por completo en la cama.

—No puedes hacerlo, London —lo detuvo Destari, exasperado, mientras sujetaba a su amigo por el hombro—. Ni siquiera lo intentes. Por eso no te lo dijimos antes. Sabíamos que, en cuanto lo supieras, ya no pensarías en tu curación. Y te necesitamos sano. Hay más cosas en juego, además de la vida de Miranna.

London miró a Destari con el ceño fruncido, pero se dejó caer sobre las almohadas de nuevo, aceptando a regañadientes las razones de su amigo.

—Dieciocho días —respondió Cannan. London hizo una mueca, como si esas palabras hubieran sido un golpe en el estómago.

—¿Y no se ha sabido nada de Cokyria? El silencio fue la respuesta.

—Pronto se pondrán en contacto con nosotros —aseguró London—, pues ahora su ejército está preparado para responder a sus demandas. Sea cual sea mi estado, en ese momento me necesitaréis.

—Entonces se le ocurrió otra cosa—. ¿Dónde está Halias?

—Confinado en sus habitaciones —respondió el capitán—. No ha manejado muy bien la situación.

—Quiero hablar con él. —Podemos arreglarlo. Cannan había respondido con tono esperanzado, el mismo que teníamos todos respecto a que London sería capaz de conseguir que Halias lo escuchara, más allá de esa injustificada culpa que sentía.

Puesto que no había nada más que decir, Cannan se dio la vuelta y se marchó. Sus dos oficiales se miraron. London todavía se mostraba irritado por que le hubieran ocultado aquella información.

—Será cuestión mía decidir cuándo estaré en condiciones de ir a Cokyria —informó a Destari en tono seco.

—No, es cuestión del capitán —respondió Destari, negándose a ceder terreno.

London le dirigió una mirada asesina.

—Déjame solo —le dijo, al final.

Destari meneó la cabeza, levantó ambas manos con gesto de impotencia y salió de la habitación con expresión ceñuda, claro indicio de su humor. Yo, que todavía permanecía sentada en el sillón al lado de la cama de London, bajé la vista hasta las manos, incómoda, sin acabar de decidir marcharme o quedarme, y sin saber qué decir en cualquiera de los casos.

—¿Me quedo? —pregunté, insegura. London se mostraba tenso y de mal humor, y deduje que no le era muy grato que presenciara todo aquello. Sus palabras, aunque educadas, confirmaron mis sospechas.

—Si deseáis quedaros, hacedlo, pero os lo advierto, no tengo ganas de charlar.

Asentí con la cabeza, aunque él no me miraba, y me dirigí hacia la puerta.

—¿Alera? —Su voz me detuvo, y me di la vuelta. En sus ojos vi esa horrible expresión comprensiva que tanto detestaba—. Lo siento. Pero os prometo que encontraré la manera de traerla de vuelta.

Asentí otra vez con los ojos llenos de lágrimas y salí rápidamente al pasillo, donde Destari me esperaba. Deseaba poder creer a London, pero no era capaz de hacerlo.

XIII

UN MENSAJE PARA SU ALTEZA

London continuó haciendo reposo y recuperándose durante la semana siguiente y consiguió mover el brazo izquierdo casi por completo. A pesar de que las heridas todavía eran recientes, podía doblar los dedos con normalidad. También pasaba casi todo el tiempo levantado, pues se sentía demasiado inquieto para permanecer en la cama. Todo el mundo estaba asombrado, especialmente Bhadran. El digno doctor parecía casi molesto por la recuperación de London, que no tenía precedente y que había demostrado su error. Aunque la recuperación de London era una buena noticia, el silencio de Cokyria resultaba difícil de soportar. Yo había empezado a dudar de la opinión de Cannan, según la cual ellos nos propondrían las condiciones de rescate, pues si tenían intención de hacerlo, ¿por qué esperaban tanto? A pesar de ello, todos con quienes hablaba, Destari, Steldor, Galen, London y el mismo capitán, me aseguraban que así era como actuaban los cokyrianos: querían hacernos desesperar para que, cuando propusieran las condiciones, estuviéramos deseosos de aceptarlas. A London no se le permitía abandonar sus habitaciones, así que yo iba a visitarlo todos los días. Entre visita y visita, empecé a reintegrarme a la vida de palacio, e iba cada mañana a la sala de la Reina para cumplir con mis tareas. Al principio, los miembros del servicio con quienes me reunía se comportaban de forma extraña, pero pronto se dieron cuenta de que yo deseaba recuperar las tareas habituales y reaccionaron acorde a ello. Cuando el frescor de septiembre llegó y se llevó lo que quedaba del verano, me decidí, por fin, a emprender la desalentadora tarea de ponerme al día con el correo. Llevaba trabajando en la sala de la Reina durante unas dos horas, sentada ante el escritorio con la pluma y la tinta a mano y un montón de cartas que parecía no disminuir nunca, cuando llamaron bruscamente a la puerta. Antes de que me diera tiempo a contestar, Destari entró en la sala.

—Alteza, tenéis que venir conmigo a vuestros aposentos, inmediatamente. Órdenes del capitán.

Me puse en pie, perpleja, y salí al pasillo con él. Allí me di cuenta de que nos esperaban otros dos guardias.

—¿Qué significa todo esto? —pregunté, preocupada.

—Os lo explicaré cuando estéis a salvo en vuestros aposentos —respondió Destari mientras me acompañaba hacia la escalera principal.

Subimos a la planta superior; mi preocupación aumentaba a cada paso que dábamos, a causa del silencio de mi guardaespaldas. Cuando llegamos a nuestro destino, los guardias de palacio se quedaron en el pasillo, y Destari y yo entramos en la sala. Después de cerrar la puerta, me di la vuelta hacia él. En esos momentos pensaba que la única vez que me habían dicho que hiciera lo mismo fue cuando nos llegó el mensaje de que la Alta Sacerdotisa deseaba tener una audiencia. ¿Se habrían puesto en contacto con nosotros, por fin, los cokyrianos?

—Cuéntamelo ahora —exigí.

—Uno de nuestros soldados, que patrullaba en el puente, nos ha notificado que una cokyriana se dirige hasta aquí para hablar con el Rey.

Me sentí un poco mareada al oír la noticia y me dejé caer en el sofá. Gatito saltó a mi regazo y se frotó el cuerpo contra mi mano, buscando atención que yo no podía darle en ese momento.

—¿Eso es todo? ¿Por fin sabremos por qué se llevaron a Miranna?

—Es muy probable —respondió Destari.

Por un momento pareció que deseaba decirme algo más, quizá decirme algunas palabras tranquilizadoras, pero no añadió nada. Ahora que había llegado el momento, se hacía difícil confiar en las promesas que se habían hecho anteriormente. Pasó una hora terrible. Destari permanecía al lado de la chimenea y de vez en cuando removía el fuego. Yo deslizaba la vista desde mis manos hacia la alfombra una y otra vez. Al final, un fuerte golpe en la puerta me sobresaltó y miré a mi guardaespaldas. De repente no me sentía capaz de oír las noticias que la persona que había detrás de la puerta traía, pues esa podría ser la última vez que pensaba en mí como hermana.

—Es demasiado pronto… —dijo Destari entre dientes mientras se dirigía hacia la puerta para abrirla.

Me puse en pie. Cannan entró en la sala.

—Majestad, nos encontramos ante una situación inusual.

Di unos pasos hacia él mientras me esforzaba por detener el temblor en las manos. Esperé a que me ofreciera una explicación. Él no parecía traer malas noticias, pero yo no conseguía comprender por qué había venido él en persona.

—La mensajera cokyriana ha llegado y pide ver a la Reina. Dice que el mensaje es solamente para vos, y que no se va comunicar a nadie más. Nos ha informado de que dispone de tres horas para regresar a su campamento, al otro lado del río. Si no lo hace, los cokyrianos entenderán que no tenemos ningún interés.

—¿Debo hablar con ella?

—Sí, y ha de ser enseguida. La recibiréis en la sala del Trono. Yo estaré allí, junto con Steldor y muchos guardias, pero el mensaje se os comunicará directamente a vos. No puedo decir de qué se trata, pero creo que la cokyriana ha venido para acordar una hora y un lugar para negociar. Todo lo que debéis hacer es escuchar el mensaje. Steldor y yo nos encargaremos de todo a partir de ese momento. De todas formas, si podéis hacer algo más, siempre es mejor que la respuesta provenga de vos. Si ella propone un encuentro y decidís dar una respuesta, intentad darnos por lo menos tres días de tiempo. Y Alera esto es clave: exigid que traigan a Miranna.

Bajé la cabeza un poco, incapaz siquiera de asentir. Cannan miró a Destari en busca de apoyo. El guardia de élite se adelanto y me puso la mano en el brazo para acompañarme hasta el pasillo, detrás de su capitán. Bajamos por la escalera privada de la familia real en lugar de por la escalera principal, puesto que la mensajera cokyriana estaba esperando en la antecámara, y entramos en la sala del Trono desde la sala del Rey. La sala del Trono estaba llena de guardias de palacio que permanecían inquietantemente inmóviles, vestidos con sus uniformes de color azul real y dorado, y los guardias de élite se habían colocado formando dos arcos, tal como era habitual, uno a la derecha y otro a la izquierda del trono. Vi que London se encontraba con ellos, y como siempre era el único que no llevaba el perceptivo jubón de color azul. Parecía que Cannan y el médico le habían permitido finalmente salir de su habitación de enfermo. Subí al estrado y me dirigí hacia el trono, convencida de que me encontraba en un extraño sueño. Destari se colocó a mi izquierda y el capitán, vestido con su uniforme militar de piel negra, se puso a la derecha del Rey. Steldor, también vestido de negro y con un aspecto tan intimidante como el de su padre, especialmente por la corona sobre el cabello negro, me miró en actitud de apoyo. A pesar de ello, no lograba convencerme de que sería capaz de hacer lo que esperaban de mí. Deseé haberme vestido con mayor dignidad o, por lo menos, llevar la corona, pero no había habido tiempo para preparativos. Intenté repasar mentalmente las instrucciones de Cannan mientras no se abrían las puertas de la antecámara. Al final, dos guardias de palacio lo hicieron y una mujer menuda pero de actitud decidida entró en la sala. Iba vestida de negro como era común en los soldados cokyrianos, y llevaba una espada colgada del cinturón y un arco y un carcaj cruzados en la espalda. De una de las botas, que le llegaban hasta las rodillas, le sobresalían la empuñadura de una daga y, sin duda, el collar que llevaba, ocultaba un cuchillo pequeño, pues los cokyrianos acostumbraban a tener armas astutas y poco comunes. Tenía el cabello dorado y un poco más oscuro que la piel, y le caía en graciosas ondas sobre los hombros, lo cual me recordó dolorosamente a mi hermana. Cuando la mensajera se acercó, me preparé y acompasé la respiración con el ritmo de sus pasos. Ella se detuvo a unos tres metros del estrado y tocó brevemente el suelo con una rodilla. Al incorporarse de nuevo, dirigió toda su atención hacia mí sin dedicar ni una mirada al Rey. Recordé la actitud que mi padre adoptó cuando la Alta Sacerdotisa vino a palacio y lo imité: expresión seria, mirada directa y sin pestañear.

—Majestad, reina de Hytanica —empezó la mujer con voz clara y fuerte, y un acento que recordaba el de Narian—. He venido a traeros un mensaje de mi apreciada dirigente, la alta sacerdotisa de Cokyria.

Hizo una pausa, y yo tardé un momento en darme cuenta de que debía darle permiso para que continuara.

—Entonces, entregadlo, tal como ella os ha mandado —dije, deseando que mi voz no delatara los nervios que sentía.

—La Alta Sacerdotisa se dignará escuchar vuestras peticiones para la liberación de vuestra princesa.

Al decir esto, metió la mano en el bolsillo de uno de los costados del uniforme y varios soldados se pusieron en alerta, pero ella levantó la mano como para mostrar sus buenas intenciones. Sin decir palabra, sacó un largo mechón de pelo rizado y rojizo y lo mostró a todo el mundo. Me tuve que esforzar por contener la poderosa emoción que me embargaba.

—Os traigo esto para demostraros que la tenemos en nuestro poder. Si queréis aseguraros de que no le pase nada, deberéis seguir nuestras instrucciones. Dentro de cinco días, a mediodía, la Alta Sacerdotisa irá al puente y os esperará con sus guardias. Hablará solamente con la Reina. Si la Reina no asiste al encuentro, la Alta Sacerdotisa no accederá a ninguna negociación.

Se oyó un tenue murmullo después de las palabras de la mensajera, pero Cannan hizo callar a todo el mundo con una penetrante mirada. Steldor se puso tenso, irritado ante las condiciones de la cokyriana, pero yo no le hice caso. Mi mente funcionaba deprisa, y recordé lo que Cannan me dijo que era lo más importante. Al fin, supe la respuesta que tenía que dar y sentí una profunda calma.

—Muy bien, me encontraré con vuestra dirigente. Pero con una condición: que la princesa Miranna también esté allí.

La cokyriana frunció los labios con una ligera expresión de desagrado.

—Ponéis en peligro la vida de la princesa con estos jueguecitos —me advirtió mientras apretaba el mechón de cabello para ilustrar el riesgo que había.

—¡No me digáis que pongo en peligro su vida! Ni siquiera me habéis traído prueba alguna de que esté viva. Quizás habéis cortado ese mechón de pelo de un cadáver. No negociaré a no ser que esté segura de que mi hermana está viva.

La mensajera no respondió inmediatamente, y su silencio se me hizo inaguantable. Deseaba desesperadamente mirar a Cannan, pero me contuve, tanto porque no me quería mostrar indecisa como porque tenía miedo de que él no me devolviera una mirada de ánimo.

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