El cordaje crujía en los mástiles, las costas danzaban, las mujeres se habían puesto más amarillas que el limón. Habían abandonado sus armas: afeites, alfileres, peinetas. Los labios se les habían puesto pálidos, las uñas azules. Las viejas urracas se pelaban, caían las plumas postizas, cintas, cejas pintadas, simulados lunares, corpiños apretados y, viéndolas al borde del vómito, sentía uno repugnancia y honda compasión.
Zorba también fue poniéndose amarillo, verde, y se le apagaron los ojos fulgurantes. Sólo a la noche volvió a reanimarse su mirada. Extendió el brazo, señalando a dos delfines que daban botes en el agua, sin perder la velocidad de su avance que igualaba a la del barco.
—¡Delfines! —dijo alegremente.
Entonces fue cuando por primera vez advertí que tenía el índice de la mano izquierda cortado por la mitad. Me sobresalté, presa de vago malestar.
—¿Qué ocurrió con tu dedo, Zorba? —exclamé.
—¡Nada! —contestó, resentido porque no me veía suficientemente contento con el espectáculo de los delfines.
—¿Te lo llevó alguna máquina? —insistí.
—¿A qué viene hablar de máquinas? Yo mismo me lo corté.
—¿Tú mismo? ¿Por qué?
—No puedes entenderlo, tú, patrón —dijo encogiéndose de hombros—. Ya te conté que trabajé en todos los oficios. Así, pues, en una ocasión hice también de alfarero. Es un oficio que me gustaba con locura. ¿Sabes lo que significa eso de tomar un puñado de barro y hacer con él lo que se te antoje? ¡Frrr! Haces girar el torno y el barro gira enloquecido, mientras tú, inclinado sobre él, te dices: haré un cántaro, haré un plato, haré una lámpara ¡O el demonio! Eso es lo que se llama ser hombre: ¡libertad!
Se había olvidado del mar, no mordisqueaba el limón, la mirada lucía clara.
—¿Entonces —pregunté—, y el dedo?
—Pues, verás: me molestaba en el torno. Se me metía en lo mejor y desconcertaba mis planes. Entonces, un día cogí la hacheta...
—¿Y no te dolió?
—¿Cómo no iba a dolerme? No soy de leña, soy un hombre. Pero ya te digo, me molestaba en el trabajo. Y lo corté.
Se puso el sol, el mar se calmó un tanto, las nubes se dispersaron. Brilló en lo alto el lucero vespertino. Dirigí la mirada al mar, luego al cielo, y medité... Amar con tal intensidad, cortar, sufrir el dolor... Sin embargo, oculté la emoción que me dominaba.
—¡Mal sistema ése, Zorba! —dije sonriendo—. Me recuerda el caso del cenobita que, según refiere la leyenda áurea, tuvo un día la visión de una mujer que lo turbaba, cogió un hacha...
—¡Que los demonios se lo lleven! —interrumpió Zorba, adivinando la continuación del cuento—. ¡Cortarse eso! ¡Que se vaya al diablo, el muy necio! Si ese pobrecito inocente no es impedimento para nada.
—¡Cómo! —insistí—. Si es el obstáculo mayor...
—¿Para qué?
—Para ganar el reino de los cielos.
Zorba me miró de soslayo, burlonamente.
—¡Si es ésa, idiota —dijo—, la llave del paraíso!
Alzó la cabeza, contemplándome atento, como si tratara de discernir cuáles eran mis opiniones al respecto: vida futura, reino de los cielos, mujeres y curas. Mas no pudo, al parecer, sacar mayor cosa en limpio y sacudió la cabezota gris gravemente.
—¡Los lisiados no tienen entrada en el paraíso! —dijo. Y luego no habló más.
Tendido en mi camarote, tomé un libro; Buda ocupaba aún mis pensamientos. Leí, pues, el
Diálogo entre Buda y el pastor
, que en los años últimamente transcurridos, me traía siempre paz y seguridad.
E
L
P
ASTOR
. —
Mi cena está pronta, ordeñé las ovejas. Corrido está el cerrojo de la cabaña, con lumbre el hogar. ¡Y tú, puedes llover cuanto quieras, cielo!
B
UDA
. —
Ya no he menester de alimento ni de leche. Los vientos están en mi cabaña, la lumbre extinguida. ¡Y tú, puedes llover cuanto quieras, cielo!
E
L
P
ASTOR
. —
Poseo bueyes, poseo vacas, poseo los prados que fueron de mis padres y un toro que cubre a mis vacas. ¡Y tú, puedes llover cuanto quieras, cielo!
B
UDA
. —
No poseo bueyes, ni vacas. No poseo prados. No tengo nada. A nada temo. ¡Y tú, puedes llover cuanto quieras, cielo!
E
L
P
ASTOR
. —
Quiero a una pastora dócil y fiel. Años ha que es mi mujer y soy feliz jugando de noche con ella. ¡Y tú, puedes llover cuanto quieras, cielo!
B
UDA
. —
Tengo un alma dócil y libre. Años ha que la ejercito enseñándole a jugar conmigo. ¡Y tú, puedes llover cuanto quieras, cielo!
Ambas voces seguían hablando todavía cuando me venció el sueño. Soplaba de nuevo el viento y las olas se quebraban contra el grueso vidrio del tragaluz. Yo flotaba como una nubecilla de humo entre el sopor y la vigilia. Un violento temporal estalló: los prados se sumergieron, los bueyes, las vacas, el toro, se ahogaron. El ventarrón arrancó el techo de la cabaña, la lumbre se apagó; la mujer, lanzando un alarido, cayó muerta en el barro. Y el pastor inició un canto de lamentación a gritos, sin que yo lograra entender lo que decía, mientras a cada instante me hundía más en el sueño, deslizándome en él como un pez en el mar.
Cuando desperté, al alba, la gran isla señorial se extendía a nuestra derecha, altiva y silvestre. Las montañas de color de rosa pálido sonreían tras la bruma, bajo el sol de otoño. En torno a nosotros, el mar azul oscuro hervía, inquieto aún.
Zorba, envuelto en una manta parda, miraba insaciablemente la isla de Creta. Su vista corríase de la montaña a la llanura, luego a lo largo de la ribera, explorándola como si todas aquellas tierras y aquellas aguas fueran para él familiares y como si se regocijara de hollarlas nuevamente en pensamiento.
Acercándome, le toqué la espalda.
—¡Por cierto que no ha de ser la primera vez que llegas a Creta, Zorba! La contemplas como si miraras a una vieja amiga.
Zorba bostezó como quien se aburre. Comprendí que no se hallaba en modo alguno dispuesto a entablar conversación.
Sonreí.
—¿Te fastidia hablar, Zorba?
—No es que me fastidie, patrón —me respondió—, sino que no puedo hacerlo.
—¿No puedes? ¿Por qué?
No contestó enseguida. Volvió a pasear lentamente la mirada a lo largo de la ribera. Había dormido en el puente y en sus cabellos grises y rizados brillaban gotas de rocío. Todas las arrugas hondas de sus mejillas quedaron iluminadas hasta el fondo por la luz del sol naciente.
Al fin, el grueso labio colgante, como el de un macho cabrío, se movió.
—Por la mañana, me cuesta mucho abrir la boca. Mucho. Discúlpame.
Calló y sus redondos ojuelos dirigieron de nuevo la mirada hacia Creta.
La campana llamó para el desayuno. Caras ajadas, de color amarillo verdoso, fueron emergiendo de los camarotes. Mujeres con trenzas deshechas se arrastraban, vacilantes, de mesa en mesa. Olían a vómitos y a agua de colonia, y sus miradas eran turbias, asustadas, tontas.
Zorba, sentado frente a mí, sorbía el café con voluptuosidad por entero oriental. Untaba el pan con manteca y miel y lo comía. El rostro, poco a poco, aclarándosele, apaciguado, suavizado. Yo lo miraba a escondidas mientras iba saliendo lentamente de su vaina de sueño y mientras llameaban sus ojillos con mayor intensidad paulatina.
Encendió un cigarrillo, aspiró deleitado, y las fosas peludas de la nariz arrojaron nubes de humo azul. Dobló la pierna derecha bajo el cuerpo, acomodándose a modo oriental. Ahora se hallaba en condiciones para la charla.
—¿Que si es ésta la primera vez que vengo a Creta? —comenzó... Entornó los ojos y miró a lo lejos el monte Ida que se esfumaba a popa—. No, no es la primera vez. En 1896, yo ya era hombre maduro. Tenía el bigote y los cabellos con el color verdadero, negros como ala de cuervo. Iría por los treinta y dos años de edad y cuando había empinado el codo, mis tragaderas empezaban por devorar los entremeses y acababan por injerir el plato. Sí, sí, lo pasaba como el ratón dentro del queso. Pero de repente el diablo hubo de meter la cuchara y he aquí que estalla otra revolución en Creta.
»En aquel tiempo, yo era buhonero. Recorría la Macedonia yendo de una aldea a otra y vendía cosillas menudas. En lugar de dinero, aceptaba quesos, lana, manteca, conejos, maíz; volvía a venderlos y sacaba doble ganancia. Al llegar la noche, yo sabía en qué casa acogerme, fuera el que fuere el lugar donde paraba. En toda aldea existe alguna viuda compasiva ¡que Dios la bendiga!, a quien le daba un carrete de hilo, o un peine, o una pañoleta, negra a causa del difunto, y me acostaba con ella. ¡No me resultaba caro!
»En verdad, patrón, no salía cara la buena vida. Pero he aquí que, como te decía, el diablo asoma y Creta empuña de nuevo el fusil. "¡Puah! ¡Maldita suerte! —me dije— ¿No acabará por dejarnos en paz, a la postre, esa Creta?" Echo a un lado carretes y peines, tomo un fusil, me incorporo a los rebeldes y ¡en marcha hacia Creta!
Zorba calló. Pasábamos en ese momento a lo largo de una ensenada redonda, arenosa, tranquila. Las olas se movían suavemente, sin romper, y dejando sólo una espuma liviana en la playa. Las nubes se habían dispersado, brillaba el sol y la recia Creta sonreía, apacible.
Zorba volvió el rostro hacia mí con una mirada burlona.
—Por cierto que te imaginas, patrón, que ahora me meteré en el cuento de las cabezas turcas que corté y de las orejas que puse en alcohol, como suele hacerse en Creta... ¡No diré nada de eso! Me fastidia y me avergüenza. ¿De dónde surgirá ese impulso rabioso, me lo pregunto ahora con los sesos un poco más asentados, de dónde surgirá ese impulso que nos lleva a arrojarnos contra otro hombre, que no nos causó daño alguno, para morderlo, cortarle la nariz, arrancarle la oreja y destriparlo, al mismo tiempo que invocamos la ayuda de Dios? ¿Por ayuda entendemos que Él también se ponga a nuestro lado y corte narices y orejas y abra vientres en canal?
»Pero en aquella época, ya lo ves, me hervía la sangre, ¿cómo, entonces, detenerme a considerar este asunto? Para que uno piense justa y honradamente, es menester la calma, la edad y la carencia de dientes. Cuando te faltan los dientes, fácil es decir: "¡Qué vergüenza, muchachos, no mordáis!" Pero cuando aún tienes treinta y dos dientes fuertes... El hombre es una fiera, cuando joven. ¡Sí, patrón, un animal carnicero, devorador de hombres!
Meneó la cabeza.
—Se come también a los carneros, a las gallinas, a los cerdos, pero si no devora hombres, no, no le queda satisfecho el apetito.
Y agregó, aplastando la colilla en el platito de su taza de café:
—No, no le queda satisfecho el apetito. ¿Qué dices tú de eso, sapientísimo?
Y sin esperar respuesta:
—¿Qué podrías decir tú? —dijo, como si me sopesara con la mirada—. A lo que entiendo, tu señoría nunca sintió hambre, nunca mató a nadie, nunca robó, nunca cometió adulterio, ¿qué puedes saber, pues, del mundo? Sesos de inocente, carne que no sabe del sol... —murmuró con evidente desdén.
Y yo sentí vergüenza pensando en mis manos delicadas, en mi rostro pálido y en mi vida sin salpicaduras de sangre y lodo.
—¡Sea! —dijo Zorba pasando la pesada mano sobre la mesa como quien borra con una esponja—. ¡Sea! Sin embargo, una sola cosa querría preguntarte. Tú has hojeado muchos libros, quizás lo sepas...
—Pregunta, Zorba, ¿de qué se trata?
—Ocurre aquí una cosa milagrosa patrón... Un curioso milagro, que me desconcierta. Porque todo eso, canalladas, rapiñas, matanzas, que cometimos nosotros, los rebeldes, acabó por traer al príncipe Jorge a Creta, es decir ¡la libertad!
Me miró abriendo mucho los ojos, con estupor.
—¡Ése es el misterio —murmuró—, un hondo misterio! Así pues, para que haya libertad en el mundo, ¿es necesario que haya también tantos asesinatos, tantas canalladas? Porque si me diera por ponerte a la vista todo cuanto hemos hecho en materia de atrocidades y crímenes, se te pondrían de punta los pelos. Y, sin embargo, el resultado de aquello, ¿cuál fue? ¡Pues la libertad! En lugar de consumirnos con un rayo del cielo, Dios nos concede la libertad. ¡Yo no lo entiendo!
Me miró como pidiendo socorro. Comprendíase que aquel problema lo había torturado sin hallarle explicación.
—¿Tú lo entiendes, patrón? —preguntó con tono angustioso.
¿Comprender qué? ¿Decirle qué? O bien que lo que llamamos Dios no existe, o bien que lo que llamamos crímenes y atrocidades son imprescindibles en el combate para la liberación del mundo.
Esforcéme en dar, para Zorba, con una expresión más sencilla.
—¿Cómo germina una planta y da flores en el estiércol y en la inmundicia? Debes decirte, Zorba, que el estiércol y la inmundicia son el hombre, y la flor, la libertad.
—Pero ¿y la semilla? —dijo Zorba dando un puñetazo en la mesa—. Para que nazca una flor es necesaria la semilla. ¿Quién sembró esa semilla en nuestras sucias entrañas? ¿Y por qué la semilla no germina y da flores en un campo de bondad y de honradez? ¿Por qué requiere sangre e inmundicias?
Sacudí la cabeza.
—No lo sé —dije.
—¿Quién lo sabe?
—Nadie.
—Pues entonces —gritó Zorba con desesperado acento, echando en torno miradas salvajes—, ¿para qué barcos, y máquinas, y cuellos postizos?
Dos o tres pasajeros maltratados por el mar y que bebían café en la mesa cercana, se reanimaron sospechando la inminencia de una disputa y prestaron oído.
Eso desagradó a Zorba. Bajó la voz:
—Dejémoslo —dijo—. Cuando medito en ello me dan ganas de romper lo que tenga a mano, una silla, una lámpara o mi propia cabeza contra la pared. ¿Y con eso? ¿Qué conseguiría? ¡Así me lleve el diablo! Tendría que pagar lo roto o ir a que el farmacéutico me vende la cabeza. Y si Dios existe, ¡oh, entonces, peor que peor: fastidiados estamos! Porque sin duda Él me estará mirando desde lo alto del cielo, riéndose a carcajadas.
Sacudió la mano bruscamente como para espantar una mosca importuna.
—¡En fin! —dijo con enojo—, lo que quería decirte es esto: cuando la embarcación regia llegó toda empavesada y comenzaron los cañonazos de saludo y el Príncipe puso su planta en el suelo de Creta... ¿Nunca viste a un pueblo entero súbitamente enloquecido por la visión de su libertad? ¿No? ¡Oh, entonces, pobre amo mío, ciego naciste y ciego morirás! Yo, aun cuando viviera mil años, aun cuando no quede de mí sino un bocadito de carne viviente, eso que he visto aquel día no podré olvidarlo. Y si a cada hombre le fuera dado el elegir un Paraíso a su gusto en el cielo, que es lo que haría falta, lo que yo llamo verdadero Paraíso, pues bien, yo le diría a Dios: Señor, que mi Paraíso sea una Creta empavesada de mirtos y pabellones y que dure siglos el minuto en que el príncipe Jorge holló el suelo de Creta. Con eso me basta.