Lo primero que hizo Anna para Mr. Johnson, que de nombre se llama Levi y más que nombre parece un apellido, fue prepararle de comer, porque él se alimenta como un niño pequeño, compra chocolatinas Duplo en los puestos de la calle, cucuruchos de patatas fritas, palomitas y avellanas, se pone azúcar en la leche, unta todo lo que come con unas salsas de colores que vienen de Estados Unidos.
Lo segundo que hizo fue ordenarle los trajes, que no tienen un solo bolsillo sin agujeros ni un solo dobladillo que no esté descosido y colgando. En una ocasión en que él salió vestido de punta en blanco, ella me llamó enseguida por teléfono para decirme:
—¡Asómate a la ventana,
chi su meri e’ bessendi tottu allicchiriu
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!
Entonces yo me fui corriendo a la cocina y lo vi, para variar, bien arreglado, y la verdad, tiene mejor pinta que los buenos mozos viejos y famosos como Sean Connery, Clint Eastwood o Paul Newman, porque está delgado aunque coma todas esas porquerías.
Tiene ojos azules, a veces verdes, según la luz, y a pesar de sus muchas rarezas se nota que no está loco y que nunca enloquecerá, porque es un hombre fuerte, sencillo, de una bondad que está por encima de todo, y que influye en todo y en todos. También se nota que nunca se hará viejo, porque claro, tiene sus arrugas, pero no le dan ese aire ceñudo típico de la vejez. Y su expresión de asombro no es de tonto, sino de persona simple, de una simplicidad de síntesis, que es, sin duda, fruto de cambios muy complicados.
—¿Por qué con todo el trabajo que haces aceptas ese sueldo de miseria? —le reprocha Natascia a su madre. Además, está preocupada por esa palabra de la que le hablaron los vecinos: «Cerdo».
—Cuánto drama por unas revistas pornográficas —dice Anna, encogiéndose de hombros.
—¿Lee revistas pornográficas a su edad? Entonces es un viejo vicioso, no te quedes en la casa con él. En cuanto llegue, tú baja inmediatamente —se alarma su hija.
—En primer lugar, a los setenta años no se es viejo —protesta su madre—, y las revistas pornográficas no son nada del otro mundo, unas cuantas mujeres feúchas de cara que tienen buen cuerpo y lo exhiben.
Un día, cuando Anna estaba limpiando en otra casa y Mr. Johnson ya se había ido al Caribe, con la excusa de las plantas, subí al piso de arriba. Ya sabía más o menos dónde podían estar las revistas y las encontré enseguida, en su dormitorio de monje trapense, dentro del estuche vacío de un violín.
Anna sólo pudo encontrarlas por su manía de limpiarlo todo a fondo y seguramente habrá ido a una tienda de instrumentos musicales para preguntar cómo se les saca brillo a los violines.
Esas revistas cuentan historias que, de ser ciertas, serían tristes. Por una historia más o menos parecida, vivida en serio, mamá se volvió loca. Y papá se quitó la vida.
Una de ellas habla de un muchacho casado con una mujer de carrera, que anda siempre tan ocupada con su trabajo que nunca está en casa. La suegra intenta ayudar a su hija y termina yendo a casa del yerno a planchar, lavar y cocinar. Total, que el marido se encuentra con ese pedazo de supertetona madurita, pero de carnes firmes, toda despechugada porque lleva ropa de trabajo dada de sí. Un día el yerno está acostado en el sofá y entonces la suegra le lleva una taza de té y se le acerca tanto que él le ve esas tetas que harían resucitar hasta a un muerto. Y él está muerto, porque nunca hace el amor con su mujer, demasiado ocupada con su carrera. Así que está claro que pierde el control.
Otra historia habla de un hombre riquísimo y viejísimo que tiene una mujer joven que está como un tren y va superescotada. Este señor riquísimo acostumbra a invitar a los clientes con los que hace negocios a unas cenas fastuosas en las que se sirven unos platos carísimos. Su mujer se sienta a la mesa con un vestido ceñido como un guante, de una tela ligera, y se nota que debajo va desnuda. Los invitados no prestan atención a las propuestas del industrial y sólo tienen ojos para las formas provocativas de la mujer, así que terminan firmando contratos muy, pero que muy ventajosos para el marido, prácticamente sin leerlos.
Desde que ocurrió la desgracia, tengo como una especie de imán en la cabeza que atrae y retiene las instrucciones para convertirme en una máquina de guerra del sexo. He decidido que cuando tenga un amor, no me abandonará por otra que sea mejor que yo en la cama.
La chica de la que se enamoró mi padre recibía clases particulares de mi madre, que solía aceptar algún alumno cuando salía de trabajar en la escuela. Él se lo contó todo a mamá, porque tenía esa costumbre. Una vez, escondida detrás de la puerta, vi a mamá de rodillas rogándole a papá que le dijera qué tenía aquella chica mejor que ella. Era sólo más joven, ¿o había algo más? Papá intentaba hacer que se levantara y no le contestaba, pero en un momento dado le dijo: «Perdóname, Ofelia, pero es sencillamente una máquina de guerra del sexo, se me pasará, ya lo verás, estas cosas se pasan enseguida».
A Anna le gusta trabajar en el piso de arriba y no le importan nada ni el sueldo injusto y miserable ni las revistas pornográficas. Al parecer, a ella lo único que le importa es el cuarto de los armarios.
Antes de que Mr. Johnson se fuera al Caribe, Anna le escribió en una hoja sus datos bancarios, pero la transferencia con el sueldo no llegaba y en una ocasión me la encontré llorando. La abracé y le dije que recibiría el dinero en cuanto Mr. Johnson regresara, porque ¿dónde podía haber metido la hoja con los datos bancarios alguien como él? Entonces a Anna se le escapó la risa, intentó contenerse y me dijo que no permitía que nadie se burlara del señor del piso de arriba, y después me rogó que no le dijese nada a Natascia.
Pero la hija, siempre dispuesta a impedir que su madre se metiese en líos, se dio cuenta por muchos detalles de que el sueldo no llegaba, así que consiguió hacer confesar a su madre; averiguó en qué compañía de navegación trabajaba Mr. Johnson y lo llamó por teléfono al barco para preguntarle por la transferencia.
—
I’m desolate
. En mi vida he hecho una transferencia.
—Entonces mande el dinero a través de Western Union.
—¿Western Union?
—Usted lleve el dinero a un banco que tenga el cartel de Western Union; allí, en el puerto de Miami, habrá bancos, ¿no? Le darán un código, usted me lo manda a mí, que siempre tengo el móvil encendido, yo se lo doy a mamá, y ella irá al Banco di Sardegna a retirar el dinero.
—Miss Natascia, le ruego que me disculpe, pero yo el dinero lo guardo en la maleta. Le prometo que en cuanto regrese le daré a su madre el doble de lo que le debo, pero en metálico.
—¿En una maleta? ¿Cómo se le ocurre, Mr. Johnson? Nadie lleva tanto dinero en una maleta. Se lo pueden robar.
—Siempre lo guardo así. Aquí en el barco nadie roba. Son todos honrados.
Al regresar del Caribe, Mr. Johnson llamó a la puerta de la señora de abajo, la miró con bondad y ternura, como hace él, y le habló de aquellas islas que no son más hermosas que Cerdeña. Al contrario.
Y entonces depositó sobre la mesa el dinero que le debía, un montoncito de dólares, el sueldo, y al lado puso otro montoncito de dólares para duplicarlo tal como había prometido.
Anna no quería dos sueldos y le devolvió uno a la fuerza, tras un exasperante tira y afloja. Pero al día siguiente encontró el montoncito de dólares que faltaba en un sobre de plástico, colgado del picaporte de la puerta ventana.
—¿Y si alguien lo hubiera robado?
—No, aquí no roban. La gente es honrada —le contestó Mr. Johnson, categórico.
Anna me habló de estas cosas sin mirarme y con unas sonrisitas misteriosas. Me dijo que el señor de arriba descubrió que, cuando él no estaba, ella se quedaba a dormir en su casa. Entonces le propuso que continuara haciéndolo ahora que él había regresado.
Aunque ya no hace tanto frío, Mr. Johnson lleva un grueso chaquetón que se compró en un crucero por el Círculo Polar Ártico. Anna dice que es porque no sabe dónde meter las llaves, el dinero y vete a saber qué más, y ese chaquetón al menos tiene muchos bolsillos.
Su ropa debe de venir con un imán incorporado, porque se le pega siempre de todo e incluso las suelas de sus zapatos deben de tener un imán para las cacas. Dan ganas de decirle: «¡Camine bien! No se apoye en todas partes, que después siempre se le queda algo pegado. ¡Átese esos zapatos!». O bien: «¡Pero fíjese qué pantalones lleva! ¿No ve que tiene el dobladillo todo sucio de tanto pisárselo al caminar?».
Una mañana muy temprano apareció en el dormitorio de Anna y le preguntó qué le apetecía desayunar. «Un té», le contestó ella. Y él le llevó una taza en la que flotaban la bolsita y unos trocitos de papel con la marca escrita. Además, Mr. Johnson tenía puestas unas pantuflas falsas. Al andar iba dejando un reguero de migajas de cartón o algo por el estilo que ella después recogía. Así que Anna fue a revisar las pantuflas y comprobó que eran falsas, en el sentido de que sólo llevaban la parte de arriba, sin la suela, es decir, que servían más que nada para cubrir los pies.
Mr. Johnson también hace un montón de cosas raras, por ejemplo, nada más sentarse a la mesa, se anuda la servilleta al cuello, pero se la quita en cuanto se lleva la comida a la boca. Anna nos cuenta estos detalles como si se tratara de proezas, porque él es un genio de la música y los genios no hacen cosas normales como el común de los mortales. En una palabra, que está en pleno cuento de hadas, y Natascia se desespera, sobre todo porque sabe que su madre no se está tranquilita a la espera de que lleguen los encantamientos, sino que intenta echarles una mano con su varita mágica personal y se mete en líos.
Mr. Johnson es apuesto, la verdad. Delgado, con la piel tan pegada a los músculos que de lejos aparenta veinte años menos. Ante todo, y a pesar de los zapatos desatados y las chaquetas raídas, no es un tipo ordinario. En cambio, Anna sí que lo es, sobre todo por las piernas, que se le hinchan a causa de su enfermedad. Cuando baja, el taconeo de sus pasos es animoso, pero a la que sube un tramo de escaleras cae rendida en el sofá, desparramando a su alrededor las bolsas con la compra.
Guapa o no guapa, vieja o no vieja, ha gastado un dineral en comprarse ropa interior en un sex—shop de aquí, de Cagliari. Lo descubrí un día cuando me llamó por teléfono y me pidió que le buscara algo en un cajón; ella estaba planchando en casa de Mr. Johnson y no se sentía con ánimos de bajar las escaleras y volver a subirlas. Me equivoqué de cajón y encontré una túnica calada con unos agujeros de siete u ocho centímetros, después vi un conjunto rosa y negro, un sujetador carioca que realza mucho las tetas, bragas abiertas en la parte de abajo para facilitar la penetración y unos cubrepezones con colgantes de brillantitos, corazones de acero y dados, un taparrabos hecho únicamente con perlitas multicolores, un body con una braga casi inexistente y unas tiras estrechísimas que se atan a la espalda, camisetas de encaje cortísimas que apenas tapan el ombligo. Todos artículos de la marca Cottelli Collection, todavía en sus cajas, por tanto nunca usados, que cuestan un dineral, porque vi los precios en los comprobantes, la túnica setenta euros, el taparrabos de perlas cincuenta. De manera que Mr. Johnson le pide a Anna que tenga relaciones sexuales con él. De lo contrario, ¿para qué se ha comprado esa ropa interior y luego dice que haría lo que fuera con tal de vivir en el piso de arriba, hasta desnudarse o quedarse en cueros y caminar a cuatro patas?
Tras la adquisición de los artículos eróticos empezó a ahorrar en otros sectores. En el sector alimentación, por ejemplo, las provisiones han quedado muy mermadas. Quizá nos lo parezca así a mí y a Natascia, porque lo que es ella se muestra orgullosa de esas provisiones. «¡Ah, mis provisiones!», dice.
Pasta, latas de tomates enteros pelados, pan, azúcar, café, té. Se acabó el cocido mixto. En la nevera sólo hay productos lácteos y verduras. Creo que a lo mejor ella también se está volviendo vegetariana como Mr. Johnson.
Él le ha explicado el daño que les hacemos a los animales, estamos convencidos de que no sienten dolor, de que no entienden. Pero no es así, sienten y entienden como nosotros. Mr. Johnson pasó su niñez en Oklahoma, con toros, vacas, terneritos, caballos, perros. El alambre de espino de las cercas estaba electrificado para que las vacas no se escaparan de la hacienda; en cuanto una de las vacas recibía una descarga, las demás ya no se acercaban, ¿acaso no era ésa una prueba del hecho de que entre ellas hablaban? Mr. Johnson le juró que en cierta ocasión vio llorar a un ternerito cuando lo subían a un furgón con destino al matadero. Natascia observó el cambio de Anna y notó que, al principio, su madre compraba verdura para el piso de arriba y animales para el piso de abajo, más tarde decidió comer únicamente aquellos animales que, según ella, no piensan, como las gallinas, porque es sabido que tienen cerebro de gallina, o bien los gansos, porque es sabido que son unos gansos. Pero a medida que fueron pasando los días, también en el piso de abajo empezaron a servirse cada vez más tortillas, sopas y flanes. Para ponerla entre la espada y la pared y obligarla a confesar, Natascia le preguntó:
—Mamá, ¿cuándo preparas algo de carne? ¿O es que ya no compras carne?
—El marido de una amiga mía es verdulero ambulante y me regala mucha verdura que le sobra, yo quito lo que está pasado y dejo lo aprovechable, así ahorramos. ¿No te gustan los nuevos platos que guiso? ¡Es alta cocina! ¡Langosta hervida con puré de patatas en salsa de albaricoques y aceite con guindillas, pero sin langosta! ¡Tronco de salmón a la plancha con manzanas, nabos y col, pero sin salmón! ¡Crema de habas con sus verduritas del huerto y chipirones hervidos, pero sin chipirones! ¡Liebre en papillote con peras, sin la liebre en papillote!
—¿Me tomas el pelo?
—Yo no le tomo el pelo a nadie. ¡Fíjate en Mr. Johnson, a él le enloquecen mis verduras!
Nadie ha visto nunca al hijo de los Johnson. En las fotos sólo sale cuando era niño. Anna no hace preguntas por miedo a que tras esas fotos se oculte alguna historia desagradable. ¿Por qué el niño nunca se ha hecho mayor? ¿Por qué en las fotos aparece siempre con gente distinta, grupos de muchachos que lo mecen con aire alegre y que no tienen ninguna pinta de ser ni Mr. ni Mrs. Johnson?
Aquí en la Marina saben que Johnson júnior está vivo, en Nueva York, o tal vez en París, o tal vez en Milán, pero ni siquiera en las tiendas de ultramarinos donde Mr. Johnson hace la compra han conseguido sacar nada en limpio de las respuestas que él da cuando le preguntan por su hijo.