Alicia ANOTADA (4 page)

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Authors: Lewis Carroll & Martin Gardner

Tags: #Clásico, Ensayo, Fantástico

Parecía inútil seguir esperando junto a la puertecita, así que regresó a la mesa, casi con la esperanza de encontrar otra llave encima, o en todo caso un libro de instrucciones sobre cómo plegarse como un catalejo: esta vez encontró un frasquito («que desde luego no estaba aquí antes», se dijo Alicia); y atada al cuello del frasquito había una etiqueta con la palabra «BÉBEME» primorosamente escrita con letras grandes.

Eso de «bébeme» estaba muy bien; pero la prudente Alicita no se iba a beber
aquello
sin más ni más. «No; primero», se dijo, «miraré a ver si pone "veneno" por alguna parte o no»; porque había leído varios cuentos muy bonitos sobre niños que se habían abrasado o habían sido devorados por fieras salvajes y demás cosas desagradables, sólo por no
haber
tenido en cuenta los sencillos consejos que sus amigos les habían enseñado; tales como que un atizador al rojo te quemará si lo tienes cogido demasiado tiempo, o que si te haces un corte
muy
profundo con un cuchillo, lo normal es que sangres; y ella nunca olvidaba que si bebes demasiado de una botella donde pone «veneno», lo más seguro es que te pase algo, tarde o temprano.

Sin embargo, en este frasco
no
ponía «veneno», así que Alicia decidió probarlo; y, al encontrarlo delicioso (de hecho, su sabor era una mezcla de tarta de cerezas, flan, piña, pavo asado, caramelo y tostadas calientes con mantequilla), se lo terminó todo en un santiamén.

—¡Qué sensación más rara! —dijo Alicia—, ¡me debo de estar encogiendo como un catalejo!

Y en efecto: ahora sólo medía diez pulgadas; y se le iluminó la cara ante la idea de que ahora tenía la estatura adecuada para cruzar aquella puertecita que daba al hermoso jardín. Primero, no obstante, esperó unos minutos para ver si se seguía encogiendo: se sentía un poco preocupada por este motivo: «porque», se dijo Alicia, «podría terminar desapareciendo del todo, como una vela. ¿Cómo sería entonces?». Y trató de imaginar cómo es la llama de una vela cuando se la apaga de un soplo, ya que no recordaba haber visto nunca una cosa así.

Al cabo de un rato, viendo que no ocurría nada más, decidió entrar en seguida en el jardín; pero, ¡ay, pobre Alicia!, cuando llegó a la puerta, descubrió que había olvidado la llavecita de oro, y al volver a la mesa para recogerla, se encontró con que no alcanzaba: podía verla con toda claridad a través del cristal, y trató de trepar por una de las patas de la mesa, pero era demasiado resbaladiza; y cuando se hartó de intentarlo, la pobre se sentó y se echó a llorar.

—¡Vamos, no sirve de nada llorar de esta manera! —se dijo Alicia a sí misma con cierta severidad—. ¡Te recomiendo que dejes de hacerlo ahora mismo! —por lo general, solía darse a sí misma muy buenos consejos (aunque muy raramente los seguía); y a veces se regañaba con tanto rigor que le asomaban las lágrimas a los ojos; aún se acordaba de haber intentado una vez darse una bofetada por hacerse trampas jugando al croquet consigo misma, ya que esta niña singular era muy aficionada a hacer como que era dos personas distintas. «¡Pero esta vez», pensó Alicia, «es inútil hacer de dos personas! ¡Apenas queda de mí lo bastante como para hacer de
una
sola!».

Su mirada no tardó en descubrir una cajita de cristal debajo de la mesa: la abrió, y encontró una tarta minúscula sobre la que estaba preciosamente escrita con grosellas la palabra «CÓMEME». «Bueno, me la comeré», dijo Alicia: «si me hace aumentar de tamaño, podré coger la llave; y si me hace disminuir, podré deslizarme por debajo de la puerta: ¡De modo que, suceda lo que suceda, podré entrar en el jardín!».

Comió un poquitín de la tarta, y se dijo ansiosamente: «¿Qué pasará?, ¿Qué pasará?», sosteniendo la mano a la altura de la cabeza para comprobar si menguaba o crecía; y se quedó sorprendida al ver que seguía teniendo el mismo tamaño. Naturalmente, esto es lo que suele ocurrir cuando comemos tarta; pero Alicia estaba tan acostumbrada a esperar que no le pasaran más que cosas raras, que le pareció de lo más soso y estúpido que la vida siguiera siendo normal.

Así que se puso manos a la obra, y en un periquete se acabó la tarta.

CAPÍTULO II

El Charco de las Lágrimas

—¡Curiosismo y curiosismo! —exclamó Alicia (estaba tan sorprendida, que de momento se le olvidó por completo hablar bien)—. ¡Ahora me estoy estirando como el catalejo más grande del mundo! ¡Adiós, pies! —pues al mirarse los pies, le pareció que casi se perdían de vista, de tanto como se iban alejando—. ¡Ay, mis pobres piececitos, quién os pondrá ahora los zapatos y los calcetines! ¡Desde luego,
yo
no voy a poder! Estaré lejísimos para ocuparme de vosotros; os las tendréis que arreglar lo mejor que podáis… «pero debo ser amable con ellos», pensó Alicia, «¡o puede que se nieguen a andar hacia donde yo quiero ir! Vamos a ver. Les regalaré unas botas nuevas todas las Navidades».

Y siguió haciendo planes consigo misma sobre cómo lo haría. «Se las enviaré por el recadero», pensó; «¡qué divertido va a ser, enviar regalos una a sus propios pies! ¡Y qué raras serán las señas!»

Sr. D. Pie Derecho de Alicia

Alfombra de la Chimenea

Junto a la Pantalla.
[1]

(Con cariño, de Alicia.)

—¡Dios mío, qué tonterías estoy diciendo!

En ese preciso momento su cabeza chocó con el techo de la sala: de hecho, había sobrepasado ahora los nueve pies de estatura; cogió en seguida la llavecita dorada y echó a correr hacia la puerta del jardín.

¡Pobre Alicia! Todo lo que pudo hacer, tumbada de costado, fue mirar el jardín desde la puerta, con un ojo; pero cruzarla fue más imposible que nunca: así que se sentó y se echó a llorar otra vez.

—¡Debería darte vergüenza —dijo Alicia—, una niña tan mayor —desde luego, bien podía decirse esto—, y llorando de esa manera! ¡Basta ya! ¡Te lo ordeno! —pero siguió derramando litros y litros de lágrimas, hasta que se formó un gran charco a su alrededor, de unas cuatro pulgadas de hondo, que cubría la mitad de la sala.

Un rato después oyó un leve golpeteo de pies a lo lejos, y se apresuró a secarse los ojos para ver quién venía. Era el Conejo Blanco que volvía, espléndidamente vestido, con un par de guantes blancos de cabritilla en una mano, y un gran abanico en la otra: venía trotando de prisa, murmurando para sí mientras avanzaba: «¡Oh! ¡La duquesa, la duquesa! ¡Oh! ¡Qué furiosa se pondrá si la he hecho esperar!» Alicia se sentía tan desesperada que estaba dispuesta a pedirle ayuda a quien fuese; así que cuando el Conejo estuvo cerca, empezó en voz baja y tímida: «Por favor, señor…» El Conejo se sobresaltó terriblemente, se le cayeron los guantes blancos de cabritilla y el abanico, y se escabulló en la oscuridad lo más de prisa que pudo.
[2]

Alicia recogió el abanico y los guantes, y como hacía mucho calor en el vestíbulo, se puso a abanicarse mientras hablaba: «¡Dios mío, Dios mío! ¡Qué raro es todo lo que me está pasando hoy! Ayer, en cambio, las cosas eran la mar de normales. ¿Habré cambiado yo por la noche? Vamos a ver:
¿era
la misma al levantarme esta mañana? Casi me parece recordar que me sentía un poco distinta. Pero si no soy la misma, la siguiente pregunta es: ¿Quién caracoles soy? ¡Ah, ése es el gran enigma!». Y empezó a pensar en todas las niñas que conocía de su misma edad, para ver si se había transformado en alguna de ellas.

—Desde luego, no soy Ada —dijo—, porque ella lleva largos tirabuzones, y yo no tengo ningún tirabuzón; ¡y desde luego, no puedo ser Mabel, porque yo sé toda clase de cosas y ella, en cambio, sabe poquísimo! Además,
ella
es ella, y
yo
soy yo, y… ¡ay, Dios, qué lioso es todo esto! Probaré a ver si sé todas las cosas que solía saber. Vamos a ver: cuatro por cinco son doce; cuatro por seis, trece; cuatro por siete… ¡Dios mío, de esta manera no llegaré nunca a veinte!
[3]
De todos modos, la Tabla de Multiplicar no tiene importancia; probemos con la Geografía. Londres es la capital de París, París la capital de Roma, Roma… no, ¡está todo mal, seguro! Debo de haberme convertido en Mabel! Probaré a recitar
Cómo la pequeña
… —y cruzó las manos sobre su regazo, como si estuviese diciendo la lección, y empezó a recitar; pero su voz sonaba ronca y extraña, y no le salían las palabras tal como debían
[4]
:

«¡Cómo el pequeño cocodrilo

repule su brillante cola,

se vierte las aguas del Nilo

y así sus escamas dora!

¡Cuán alegre se sonríe,

qué bien extiende sus garras,

y al pececillo recibe,

entre sus fauces saladas!»

—Estoy segura de que no son ésas las palabras correctas —dijo la pobre Alicia, y se le llenaron los ojos de lágrimas otra vez, mientras proseguía—: Debo de ser Mabel, y me va a tocar vivir en esa casucha, sin casi juguetes para jugar, y, ¡ay!, ¡con un montón de lecciones que aprender! No, sobre eso estoy decidida: ¡si soy Mabel, me quedaré aquí abajo! ¡De nada les va a valer que asomen la cabeza y digan: «Sube ya, cariño»! Me limitaré a mirarles, y les diré: «A ver, ¿quién soy? Decídmelo primero; entonces, si me gusta lo que decís, subiré; pero si no, me quedaré aquí hasta que sea otra…» pero, ¡Dios mío! —exclamó Alicia, con una súbita explosión de lágrimas—. ¡Ojalá asomen la cabeza! Estoy
cansadísima
de estar aquí sola!

Al decir esto, se miró las manos, y se quedó sorprendida al ver que se había puesto uno de los pequeños guantes de cabritilla del Conejo mientras hablaba. «¿Cómo he
podido
hacerlo?», pensó. «He debido de estar haciéndome pequeña otra vez». Se levantó y fue a la mesa a medirse con ella, y descubrió que, por lo que podía calcular, tenía ahora como unos dos pies de altura, y que seguía disminuyendo a toda prisa: no tardó en comprobar que la causa de esto era el abanico que tenía en la mano, así que lo soltó apresuradamente, a tiempo de evitar su completa desaparición.

—¡Me
he
librado por los pelos! —dijo Alicia, bastante asustada ante el súbito cambio, pero muy contenta de verse todavía con vida
[5]
—. Y ahora, ¡al jardín! —y echó a correr a toda prisa hacia la puertecita; pero, ¡ay!, la puertecita estaba cerrada otra vez, y la llavecita de oro estaba sobre la mesa de cristal como antes, «y la situación ahora ha empeorado», pensó la pobre niña, «ya que antes no era tan pequeña, ¡ni mucho menos! ¡Lo cual es una rabia, desde luego!».

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