Alrededor de la luna (3 page)

Read Alrededor de la luna Online

Authors: Julio Verne

Tags: #Aventuras

Y el decidido francés quiso levantarse, pero no pudo tenerse en pie; su cabeza vacilaba y sus ojos, inyectados en sangre, no veían; parecía, un hombre embriagado.

—¡Demonio! —exclamó—. Esto me hace el mismo efecto que dos botellas de «Cordon»; pero me es menos agradable al paladar.

Pasándose luego la mano por la frente y frotándose las sienes, gritó con fuerza:

—¡Nicholl! ¡Barbicane!

Aguardó un rato con ansiedad y no obtuvo respuesta, ni siquiera un suspiro que indicara que el corazón de sus amigos seguía latiendo, volvió a llamarlos y continuó el mismo silencio.

—¡Cáspita! —dijo—. Parece que han caído de cabeza de un quinto piso! ¡Vaya! —añadió, con su imperturbable confianza—. Si un francés ha podido ponerse de rodillas, dos americanos bien podrán ponerse en pie. Pero ante todo veamos lo que hacemos.

Notaba Ardán que iba recobrando la vida por momentos, su sangre se calmaba y recobraba su circulación acostumbrada. Haciendo nuevos esfuerzos consiguió mantenerse en equilibrio; se levantó, encendió una cerilla y, acercándola al mechero, lo encendió. Entonces pudo cerciorarse de que el recipiente no había sufrido desperfecto alguno, ni el gas se había salido; lo cual, además; ya se lo hubiese revelado el olfato, y tampoco habría podido encender la luz impunemente en semejante caso; porque el gas, mezclado con el aire hubiera formado una mezcla detonante cuya explosión habría acabado lo que tal vez había empezado a hacer la sacudida.

Así que tuvo encendida la luz se acercó Ardán a sus compañeros, cuyos cuerpos estaban uno sobre otro, como masas inertes; Nicholl encima y Barbicane debajo.

Ardán cogió a Nicholl, lo incorporó, le recostó contra un diván y empezó a darle friegas vigorosamente. Por este medio practicado con inteligencia, consiguió reanimar al capitán, abrió los ojos, recobró instantáneamente su sangre fría, tomó la mano de Ardán y, mirando luego en torno suyo preguntó:

—¿Y Barbicane?

—Ya le llegará el turno —respondió tranquilamente Miguel Ardán—; he empezado por ti que estabas encima, vamos ahora con él, a resucitarle.

Y así diciendo, Ardán y Nicholl levantaron al presidente del «Gun-Club» y le colocaron en el diván. Barbicane no parecía haber sufrido más que —sus compañeros; se veía que había vertido sangre, pero pronto Nicholl se convenció de que aquella enorme hemorragia provenía de una herida en el hombro. Barbicane, sin embargo, tardó algún tiempo en volver en sí, lo cual no dejó de sobresaltar a sus compañeros, que continuaban dándole friegas sin cesar.

—Sin embargo, respira —decía Nicholl, acercando el oído al pecho del presidente.

—Sí —respondió Ardán—, respira como quien tiene costumbre de hacerlo todos los días; frotemos, Nicholl, frotemos, sin parar.

Y los improvisados enfermeros lo hicieron tan bien, que Barbicane recobró el sentido, abrió los ojos, tomó la mano a sus amigos, y preguntó ante todo:

—¿Caminamos, Nicholl?

Nicholl y Ardán se miraron, recordando que no habían pensado en el proyectil, porque su primer cuidado había sido los viajeros y no el vehículo.

—¡Dice bien! ¿Marchamos? —repitió Miguel Ardán.

—¿O reposamos tranquilamente sobre la tierra de la Florida? —le preguntó Nicholl.

—¿O en el fondo del golfo de Méjico? —añadió Miguel Ardán.

—¡Qué ocurrencia! —exclamó el presidente Barbicane.

Y aquella doble opinión de sus compañeros le devolvió inmediatamente el sentido.

Como quiera que sea, no podían afirmar nada acerca de la situación del proyectil; su aparente inmovilidad, la falta de comunicación con el exterior, no permitían resolver la dificultad. Tal vez el proyectil desarrollaba su trayectoria por el espacio; acaso, después de una corta ascensión, hubiera vuelto a caer en tierra o en el golfo de Méjico, lo cual no era imposible dada la poca anchura de la península de la Florida.

El caso era grave y el problema interesante; y urgía resolverlo. Barbicane, sobreexcitado y venciendo con la energía moral la debilidad física, se levantó y escuchó; nada se oía por fuera. Pero el grueso tapiz que por dentro cubría las paredes bastaba para interceptar todos los ruidos terrestres. No obstante, una circunstancia sorprendió a Barbicane. La temperatura del interior del proyectil se había elevado notablemente; el presidente sacó de su estuche un termómetro y lo consultó; el preciso instrumento marcaba cuarenta y cinco grados centígrados.

—¡Oh —exclamó—, entonces marchamos! ¡Ya lo creo! Este calor sofocante que atraviesa las paredes del proyectil es producido por su rozamiento con las capas atmosféricas. Pero pronto disminuirá, porque ya flotamos en el vacío, y después de haber estado a punto de ahogarnos vamos a padecer intensos fríos.

—Pues ¿qué? —preguntó Miguel Ardán—. ¿Supones que debemos hallarnos ya fuera de los límites de la atmósfera terrestre?

—Sin duda alguna, querido Miguel, escucha: son las diez y cincuenta y cinco minutos; hace aproximadamente ocho minutos que hemos partido. Ahora bien, si nuestra velocidad inicial no hubiera disminuido por efecto del rozamiento, nos habrían bastado seis segundos para atravesar las dieciséis leguas de atmósfera que rodean el esferoide.

—Muy bien —respondió Nicholl—, pero ¿en qué proporción calculáis que ha disminuido esa velocidad por efecto del rozamiento?

—En la proporción de un tercio —respondió Barbicane—, que es una gran disminución, pero exacta, según mis cálculos. Así, pues, si hemos tenido una velocidad inicial de once mil metros al salir de la atmósfera, esa velocidad ha de haberse reducido a siete mil trescientos treinta y dos metros. Pero sea como quiera, hemos atravesado ya ese espacio…

—Y en ese caso —dijo Miguel Ardán—, el amigo Nicholl ha perdido sus dos apuestas: cuatro mil dólares por no haberse reventado el columbiad; y cinco mil porque el proyectil se ha elevado a una altura superior a seis millas; conque, paga, Nicholl.

—Demostremos primero —replicó el capitán— y luego pagaremos; es muy posible que sean exactos los razonamientos de Barbicane y que yo haya perdido mis nueve mil dólares; pero se me ocurre una nueva hipótesis que anulará la apuesta.

—¿Qué hipótesis? —preguntó vivamente Barbicane.

—La de que, por una causa cualquiera, no haya ardido la pólvora y no hayamos partido.

—¡Par Dios, amigo mío —exclamó Miguel Ardán—, vaya una hipótesis digna de haber nacido en tu cerebro! ¡No puedes decir eso formalmente! ¿Pues no hemos sido casi aplastados por la sacudida? ¿No te he hecho yo recobrar el conocimiento? ¿No está ahí patente la herida del hombro del presidente por el golpe que ha sufrido?

—Es verdad, Miguel —replicó Nicholl—; pero se me permitirá hacer una pregunta.

—¡Venga!

—¿Has oído la detonación, que sin duda alguna habrá sido formidable?

—No —respondió Miguel Ardán, sorprendido—; verdad es que no he oído la detonación.

—¿Y vos, Barbicane?

—Tampoco.

—¿Y entonces? —dijo Nicholl.

—Es verdad —murmuró el presidente—, ¿por qué no hemos oído la detonación?

Los tres amigos se miraron, algo desconcertados, porque se presentaba un fenómeno inexplicable. El proyectil había partido, luego la detonación debía de haber sonado.

—Sepamos primero dónde estamos —dijo Barbicane— y abramos las escotillas.

Al punto se efectuó esa operación, sumamente sencilla. Las tuercas que sujetaban los pasadores sobre las planchas externas de la derecha cedieron la presión de una llave inglesa. Los pasadores fueron empujados hacia fuera y los agujeros que les daban paso fueron tapados con obturadores forrados de caucho. Inmediatamente la placa exterior giró sobre su charnela como una ventanilla y apareció el cristal lenticular que cerraba la lumbrera. En la parte opuesta del proyectil había otra lumbrera idéntica y otras dos más en el vértice y en el fondo, con lo cual se podía observar en cuatro direcciones distintas el firmamento por los cristales laterales y más directamente la Tierra y la Luna por las aberturas superior e inferior.

Barbicane y sus compañeros corrieron al instante hacia el cristal descubierto, por el cual no penetraba el más leve rayo luminoso. Una profunda oscuridad reinaba en torno del proyectil; la cual no impedía que el presidente Barbicane gritara:

—¡No, queridos amigos, no hemos caído a la Tierra; no nos hemos sumergido en el golfo de Méjico! Continuamos remontándonos en el espacio. Mirad esas estrellas que brillan en las sombras de la noche y esa impenetrable oscuridad que se extiende entre la Tierra y nosotros.

—¡Hurra! ¡Hurra! —exclamaron todos.

En efecto, aquellas espesas tinieblas probaban que el proyectil había dejado la tierra porque de no ser así los viajeros hubieran visto el suelo iluminado por la Luna. Aquella oscuridad mostraba igualmente que el proyectil había pasado de la última capa atmosférica; de lo contrario la luz difusa esparcida en el aire se habría reflejado en las paredes metálicas de aquél y sería visible por el cristal de la lumbrera. No había dudas, pues; los viajeros habían dejado la Tierra.

—He perdido —dijo Nicholl.

—Y te doy por ello la enhorabuena —respondió Ardán.

—Ahí están los nueve mil dólares —añadió el capitán, sacando un fajo de gruesos billetes.

—¿Queréis recibo? —preguntó Barbicane, tomando el dinero.

—Si no os causa molestia —respondió Nicholl—, siempre es una formalidad.

Y con el ademán más serio y flemático, ni más ni menos que si se encontrara ante su caja, el presidente Barbicane sacó la cartera, arrancó una hoja, extendió con el lápiz un recibo en toda regla, lo fechó y firmó y se lo entregó al capitán, quien, a su vez, se lo guardó cuidadosamente en la cartera.

Miguel Ardán se quitó la gorra y se inclinó, sin decir una palabra, ante sus compañeros. Tantas formalidades en aquellas circunstancias le dejaban mudo de admiración; jamás había visto nada tan americano.

Terminada la operación, Barbicane y Nicholl volvieron a colocarse junto al cristal y a mirar las constelaciones. Las estrellas descollaban como puntos brillantes sobre el fondo negro del cielo. Pero por aquella parte no se veía el astro de la noche, que se elevaba hacia el cenit. Así que su ausencia provocó una reflexión de Ardán.

—¿Y la Luna? —dijo—. ¿Se atrevería a faltar a nuestra cita?

—Pierde cuidado —respondió Barbicane—. Nuestro futuro esferoide se halla en su puesto; pero no lo podemos ver por este lado; vamos a abrir la lumbrera opuesta.

Al ir Barbicane a separarse del cristal para abrir la lumbrera del otro lado, le llamó la atención un objeto brillante.

Era un disco enorme cuyas colosales dimensiones no podían apreciarse bien. La parte que miraba a la Tierra se hallaba vivamente iluminada; una Luna pequeña que reflejaba la de la Luna grande. Se adelantaba con prodigiosa velocidad y parecía describir alrededor de la Tierra una órbita que cortaba la trayectoria del proyectil. A su movimiento de traslación se agregaba otro de rotación sobre sí mismo, pareciéndose en esto a todos los cuerpos celestes abandonados en el espacio.

—¡Oh! —exclamó Miguel Ardán—, ¿qué es eso? ¿Otro proyectil?

No respondió Barbicane; pero le inquietaba la aparición de aquel enorme cuerpo; porque era posible un encuentro con él y los resultados serían funestos, ya porque el proyectil sufriera una desviación, ya porque un choque, rompiendo su impulso, le precipitase de nuevo hacia la Tierra; ya, en fin, porque se viera arrastrado irresistiblemente por la potencia atractiva de aquel esferoide.

El presidente Barbicane había calculado rápidamente las consecuencias de las tres hipótesis, que de una o de otra manera harían fracasar su tentativa. Sus compañeros, sin decir palabra, contemplaban el espacio. El objeto aumentaba prodigiosamente de volumen, a medida que se acercaba, y, por efecto de una ilusión de óptica, parecía que el proyectil iba a su encuentro.

Se echaron instintivamente atrás los viajeros, y su espanto fue grande, pero duró sólo unos segundos. El esferoide pasó a unos centenares de metros del proyectil y desapareció, no tanto por la rapidez de su carrera como porque la cara opuesta de la Luna, y que, por consiguiente, estaba en la sombra, se confundió con la oscuridad del espacio.

—¡Buen viaje! —exclamó Miguel Ardán, exhalando un suspiro de satisfacción—. ¡Vaya por Dios! ¿Conque es decir que el infinito no es bastante grande para que una miserable bala de cañón pueda pasearse por él a sus anchas? ¿Y quién es ese globo presuntuoso que ha estado a punto de darnos un empujón?

Other books

Feast of Souls by C. S. Friedman
Trolls in the Hamptons by Celia Jerome
Strategy by Freedman, Lawrence
After the Cabin by Amy Cross
A Man Lay Dead by Ngaio Marsh
La Ciudad de la Alegría by Dominique Lapierre
There's a Bat in Bunk Five by Paula Danziger