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Authors: Margaret Weis

Tags: #Fantástico

Ámbar y Sangre (25 page)

Krell gruñó y levantó la dolorida cabeza. Trató de incorporarse, pero se desplomó y gimió quejumbroso. Mascullando que aquel yelmo era demasiado apretado, estuvo forcejeando un rato con él y al final logró quitárselo. Lo lanzó al suelo, gimió de nuevo y se llevó la mano a la frente. Tenía un buen chichón sobre el ojo izquierdo y la mejilla izquierda hinchada. No se veía sangre, pero debía de tener un dolor de cabeza insoportable. Krell se palpó con cuidado las zonas magulladas y maldijo furioso.

Recogió el casco y se lo encajó en la cabeza. Se levantó con movimientos pesados y vio a Rhys, que seguía atado en el suelo, y las bandas vacías que habían sujetado a Mina.

Krell se arrancó otra púa de hueso del hombro y se acercó a Rhys con pasos pesados.

—¿Dónde está la niña? —bramó Krell—. ¡Dímelo, maldito seas!

Intentó clavarle la púa, pero Rhys giró sobre sí mismo, rodó por el suelo y chocó contra Krell. Con el hombro golpeó las espinillas protegidas por la armadura de hueso. Krell cayó de cabeza sobre Rhys y aterrizó sobre el duro suelo de piedra con tal fuerza que las columnas se estremecieron.

Krell emitió un ruido extraño, después se puso a cuatro gatas como pudo y, desde esa posición y con la ayuda de un banco de piedra, logró levantarse de nuevo. Recogió la púa y lentamente se acercó a Rhys, que seguía en el suelo, renqueando y respirando con dificultad.

—Te crees muy listo, ¿verdad, monje? -Krell alzó la púa—. ¡A ver si puedes esquivar esto!

Ya estaba a punto de hundir la lanza, cuando justo delante de él se materializó una mujer envuelta en ropajes rojos, en medio del aire cargado de humo. Aquella repentina aparición desconcertó a Krell. Su mano vaciló y erró la estocada. La púa falló su objetivo y cayó repiqueteando en el suelo.

La señora Jenna hizo un gesto a Rhys con la cabeza encapuchada, mientras el monje la miraba con tanto asombro como Krell.

—Para ser un monje tienes una vida de lo más interesante, hermano —comentó Jenna tranquilamente—. Por favor, déjame que te ayude.

Pronunciando una palabra mágica, hizo un gesto despreocupado con la mano, y los anillos dorados que atrapaban a Rhys se soltaron y lo dejaron libre. Después de otro gesto de Jenna, las tiras y la esfera de hierro se fueron dando saltos hasta caer en la fuente. Libre de sus ataduras, Rhys agarró el emmide y se volvió para enfrentarse a Krell.

El antiguo Caballero de la Muerte se había preparado para una misión que consistía en luchar contra un monje desarmado, un kender y una niña. Nadie había dicho nada de una hechicera. Al ver que sus enemigos lo superaban, Krell pidió ayuda. En cuanto oyó la apremiante llamada de su señor, un Guerrero de los Huesos dejó de hostigar a los clérigos de Mishakal y acudió en su rescate. Rhys vio cierto movimiento con el rabillo del ojo y gritó en señal de advertencia.

Jenna se volvió y vio a un guerrero minotauro que se abalanzaba sobre ellos desde el otro extremo del jardín. Al mirarlo por primera vez, se tenía la desconcertante impresión de que el minotauro estaba vuelto del revés. Tenía el esqueleto por encima de la carne y el pelaje apagado. La sangre no dejaba de manarle por unas espantosas heridas abiertas. Se le salían las entrañas. Le habían cercenado la garganta y le colgaba un ojo de la cuenca vacía de la calavera que se había convertido en su yelmo. En la mano llevaba una espada chorreando sangre y, lanzando aullidos furiosos y atormentados, corría directamente hacia Jenna.

La hechicera dejó que se desvaneciera el hechizo que estaba a punto de conjurar, pues ya no serviría de nada contra aquel monstruo de otro mundo.

—Un Guerrero de los Huesos —comentó para sí—. Chemosh debe de estar bastante desesperado.

Una observación interesante, pero que no resultaba de mucha ayuda. Jenna nunca antes se había enfrentado a un Guerrero de los Huesos y no disponía más que de segundos para discurrir cómo destruirlo antes de que él la destruyera a ella.

Seguro de que esa irritante hechicera ya no volvería a ser un problema, Krell se preparó para terminar con el monje. Levantó la púa y se quedó sorprendido al ver que Rhys también levantaba su cayado. Krell recordaba ese cayado, y lo recordaba muy bien. Cuando el monje había sido el «huésped» de Krell en el Alcázar de las Tormentas, el cayado se había transformado en una mantis religiosa. El insecto había volado hasta Krell, lo había atrapado entre sus patas espeluznantes y le había absorbido el cerebro. En aquel tiempo Krell era un Guerrero de la Muerte y en realidad el cayado no había logrado hacerle nada, pero siempre había odiado a los bichos y había sido una experiencia aterradora. Todavía tenía pesadillas con ella.

Resopló furioso. La única forma de asegurarse de que el cayado no se convertiría en un bicho era matar a su dueño, el monje. Krell lanzaría la púa hacia el monje y aquella vez no fallaría.

Jenna no podía preocuparse de los vivos. Tenía que concentrarse en los muertos. Había leído sobre los Guerreros de los Huesos, pero eso había sido hacía muchos años, en el transcurso de sus estudios. No se había visto ningún Guerrero de los Huesos en Krynn desde los días del Príncipe de los Sacerdotes e incluso en aquella época ya eran escasos. Supuso que los libros dirían cómo matar a esos muertos vivientes pero, si era así, no lograba acordarse. Y no tenía demasiado tiempo para darle muchas vueltas al asunto.

El minotauro Guerrero de los Huesos ya estaba delante de ella. Levantó un hacha de guerra enorme por encima de su cabeza y bajó la hoja con un movimiento rápido, con la clara intención de clavársela en el cráneo. Podría haber logrado su objetivo, de no ser porque, de repente, el cráneo de la hechicera ya no estaba allí. El arma del minotauro atravesó una imagen ilusoria de Jenna.

La Jenna de verdad se había puesto ágilmente detrás del minotauro y seguía tratando de adivinar cómo acabar con ese demonio. Tenía la esperanza de que el guerrero minotauro siguiera atacando su imagen y le concediera tiempo para pensar. Sus esperanzas estaban bien fundamentadas, porque normalmente los muertos vivientes no eran muy espabilados y podía dedicarse a machacar una imagen sin llegar a darse cuenta de la verdad. Pero

Chemosh debía de haber encontrado la manera de mejorara sus muertos vivientes. Cuando el primer golpe no mató a la hechicera, el Guerrero de los Huesos se volvió y empezó a buscar a su enemigo.

El minotauro la descubrió de inmediato y, balanceando su arma, se lanzó hacia ella rugiendo. Jenna se quedó donde estaba. Aquel breve respiro le había dado tiempo para preparar un hechizo, para acordarse de las palabras y recordar los movimientos correctos de la mano. Conjurar aquel hechizo era arriesgado, no sólo pensando en ella, pues si fallaba no le quedaría tiempo ni fuerzas para probar con otro; sino también para Rhys, que podría sufrir sus consecuencias. Rogando a Lunitari que no dejara ciego al monje sin querer, Jenna extendió la mano y empezó a entonar las palabras mágicas.

Rhys apenas podía prestar atención a la lucha de Jenna contra aquella criatura espeluznante invocada por Krell. El monje no podía hacer nada por ayudar a la hechicera, pues él mismo se enfrentaba a un terrible enemigo; y además tenía la impresión de que, de todos modos, Jenna no agradecería mucho su ayuda. Lo más probable era que lo único que consiguiera fuera entorpecerla.

Rhys asió con firmeza el cayado y se enfrentó a su oponente sin miedo. Krell estaba cubierto de huesos y, para Rhys, representaban los huesos de todas las víctimas a las que Krell había arrebatado la vida. Tenía las manos manchadas de sangre. Despedía un insoportable hedor a muerte y su alma estaba tan cubierta de podredumbre como su cuerpo.

Majere es conocido por ser un dios paciente, un dios de la disciplina que no deja que las emociones tomen el control. Majere se entristece ante las faltas de los hombres, pero raras veces se enfurece por ellas. Por eso enseña a sus monjes a utilizar la «disciplina benévola» para detener a aquellos que quieren hacerles daños a ellos mismos o a otros, para evitar que aquellos entregados al mal cometan actos violentos, sin tener que recurrir a la violencia. Castigar, detener, nunca matar.

No obstante, hay ocasiones en las que Majere sí experimenta la ira. Ocasiones en las que el dios no soporta por más tiempo ser testigo del sufrimiento de inocentes. Su ira no es caprichosa e impetuosa. Su cólera tiene un objetivo y está controlada, pues el dios sabe que, de lo contrario, la furia lo consumiría. Por eso enseña a sus seguidores a utilizar la ira como si fuera un arma.

«No dejes que tu furia te controle —es la enseñanza que reciben sus monjes—, Si lo permites, se desdibujará tu objetivo, te temblarán las manos y resbalarán tus pies.»

A pesar de que ya habían pasado meses desde aquel terrible momento,

Rhys todavía tenía vivo el recuerdo de cómo lo había consumido la ira mientras contemplaba horrorizado los cuerpos de sus hermanos asesinados. La ira le había atrapado con su amargo veneno. La furia lo había cegado y lo había lanzado a la oscuridad infernal. Volvía a sentir cólera, pero era una cólera diferente. La cólera del dios era fría y pura, brillante y abrasadora como las estrellas.

Jenna entonó la última palabra del hechizo. El atemorizado minotauro estaba tan cerca de ella que creyó que su hedor insoportable a carne putrefacta la asfixiaría, mientras esperaba tensa a que la magia surtiese efecto.

Se anunció con una ola de calor y un estremecimiento que le recorrió el cuerpo. La magia subía, borboteaba y agitaba la sangre en sus venas. La hechicera la cogió, la dirigió y la lanzó hacia su objetivo. La magia estalló en todas direcciones. De sus dedos salieron rayos de luz multicolor.

Como si hubiera robado el arco iris al cielo y se lo lanzase al minotauro, siete chorros abrasadores de luz de color rojo y naranja, amarillo y verde, azul, lila y morado se estrellaron contra su enemigo.

El rayo amarillo disparó proyectiles de energía dentro del cuerpo del minotauro, desbaratando la magia impía que concedía al cuerpo esa espeluznante apariencia de vida. Se le agitaron brazos y piernas. El minotauro se retorció y se contorsionó. El rayo rojo cayó sobre el hacha de guerra y la envolvió en llamas. El rayo naranja empezó a devorar lo que quedaba de la pestilente carne del minotauro.

El rayo verde, venenoso, no pareció surtir ningún efecto sobre el minotauro y el rayo azul tampoco pareció funcionar, ya que el cadáver viviente no se convirtió en piedra. Jenna suplicó a Lunitari que el poder del rayo morado sí funcionase, pues se suponía que debía devolver el demonio a su creador.

El minotauro chilló salvajemente, se tambaleó hacia ella y después desapareció.

Jenna se dejó caer en el banco sin fuerzas. El poderoso hechizo la había dejado vacía, agotada y temblorosa.

Rogó al cielo que Rhys Alarife consiguiera acabar con aquella cosa repugnante a la que se enfrentaba. Ella apenas podía sentarse recta en el banco, así que mucho menos utilizar más magia.

—A tu edad, no deberías meterte en estos líos —se reprendió a sí misma sin demasiada convicción. Después sonrió—, Pero qué hechizo has conjurado, querida. Ha sido realmente precioso...

La lanza de Krell voló hacia él. Rhys pegó un buen salto y el arma atravesó el espacio vacío debajo de sus pies. Todavía en el aire, Rhys arqueó la espalda, se dio la vuelta y cayó ágilmente delante del perplejo Krell. Asió bien el emmide y cargó contra su enemigo. El extremo del cayado golpeó la pechera de hueso de Krell. La fuerza del golpe resquebrajó la armadura y la clavícula de Krell, que retrocedió tambaleante.

Protegido por los huesos de los muertos que su dios le había entregado, Krell se había creído intocable para la espada, la lanza y la flecha, y de repente lo había herido un palo manejado por un monje. Le dolía mucho y, como siempre les sucede a los matones, estaba aterrorizado. Quería que aquel enfrentamiento terminara cuanto antes. Con el brazo bueno, Krell arrancó otra puntiaguda púa. Balanceándola y bramando maldiciones, cargó contra Rhys, con la esperanza de atemorizarlo y vencerlo con su fuerza bruta.

El emmide describió un movimiento rápido e hizo añicos la púa de hueso. Girando el cayado entre las manos, Rhys bailaba una danza mortal alrededor de Krell, atacándolo por delante, por los lados y por detrás. Le golpeaba en el yelmo y el pecho, le daba en los brazos y los hombros, le machacaba los muslos y las espinillas. El emmide cercenó los pinchos que sobresalían de las hombreras de la armadura de hueso y rompió uno de los cuernos de carnero. Cada vez que el emmide tocaba la armadura, el hueso se resquebrajaba y se abría.

Rhys hundía el emmide por las grietas y las iba ensanchando. Algunas piezas de la armadura empezaron a caerse y el emmide golpeaba la carne blanda y fofa que se escondía debajo. Los huesos crujían, pero ésos eran los huesos de Krell y no los de algún pobre cadáver. Otro golpe partió el yelmo a la mitad y el casco cayó al suelo rodando.

Krell tenía el rostro amoratado e hinchado. Le manaba sangre de las heridas. Dolorido, magullado y sangriento, cayó de hinojos en el suelo y, convertido en un bulto suplicante y empapado de sangre ante los pies de Rhys, Krell empezó a lloriquear y a gemir.

-¡Me rindo! -gritó escupiendo sangre-. ¡Perdóname la vida!

Respirando trabajosamente, Rhys se alzaba delante de aquel bruto enorme que temblaba a sus pies. Podía mostrarse compasivo. Podía perdonarle la vida. Rhys siempre había practicado la enseñanza de la disciplina benévola, pero sabía con la clarividencia de la fría furia del dios que mostrarse compasivo con Krell sería mostrarse indulgente consigo mismo. De esa forma podría sentirse justo y virtuoso, pero únicamente conseguiría que aquel monstruo siguiera asesinando y torturando a más víctimas.

Rhys vio que Krell lo observaba con el rabillo del ojo hinchado. Se sentía confiado, pues estaba seguro de que Rhys sería compasivo. Al fin y al cabo, Rhys era un buen hombre y los hombres buenos siempre son débiles.

Rhys levantó el emmide.

—Nos enseñan que las almas de los hombres abandonan este reino y emprenden el camino hacia el siguiente, aprenden de los errores que han

cometido en esta vida y acumulan sabiduría hasta que llegan al final del viaje del alma. Yo creo que esto se cumple para la mayor parte de los hombres, pero no para todos. Creo que hay algunos, como tú, que están tan unidos al mal que su alma se ha reducido hasta prácticamente desaparecer. Pasarás la eternidad atrapado en las tinieblas, consumiéndote sin llegar a consumirte jamás.

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