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Authors: Fredric Brown

Amo del espacio (15 page)

—Regresa a tu casa, a tu cama, regresa a tu sueño.

Y todas las figuras alrededor de él estaban de pie, inmóviles, llenas de vacilación igual que él. Y entonces, casi simultáneamente, habían empezado a obedecer a los susurros. Habían dado media vuelta y regresado igual que habían venido, y tan silenciosamente...

Rod Caquer se despertó con un ligero dolor de cabeza y una sensación de inquietud. El sol, pequeño pero brillante, ya estaba muy alto en el cielo.

Su reloj le dijo que era un poco más tarde que de costumbre, pero se quedó en la cama unos cuantos minutos aún, tratando de recordar el loco sueño que había tenido. Los sueños son así, hay que tratar de recordarlos nada más despertar, antes de estar completamente despierto, o uno se olvida de ellos completamente.

Había sido un sueño absurdo. Un sueño loco y sin sentido. ¿Quizás un efecto de atavismo? Una regresión a los días en que aún las gentes luchaban sin descanso, en los días de las guerras y odios y de la lucha por la supremacía.

Esto había sucedido antes de que el Consejo Solar, reuniéndose primero en uno de los planetas habitados y luego en otro, había conseguido poner orden por medio del arbitraje y luego se había llegado a la unión. Y ahora la guerra era una cosa del pasado. La parte habitable del Sistema Solar —Tierra, Venus, Marte y dos de las lunas de Júpiter— estaban todos bajo un solo Gobierno.

Pero en aquellos días sangrientos del pasado, las gentes habían sentido lo mismo que él había experimentado en aquel sueño atávico. Había sido en los días en que la Tierra —unida por el descubrimiento de los viajes interplanetarios— había conquistado a Marte, el único otro planeta ya ocupado por una raza inteligente, y desde allí había lanzado sus colonias de emigrantes a dondequiera que el Hombre podía poner el pie.

Algunas de esas colonias habían deseado la independencia y luego el predominio. Los siglos sangrientos, se llamaba ahora a aquella época.

Cuando se levantó de la cama para vestirse, vio algo que le confundió, sorprendiéndole. Sus ropas no estaban cuidadosamente colocadas en el respaldo de la silla al lado de la cama, como él las había dejado. En cambio estaban tiradas por el suelo, como si se hubiese desnudado rápida y descuidadamente en la oscuridad.

—¡Por Júpiter! —pensó—. ¿Habré andado dormido esta noche? —¿Se habría realmente levantado de la cama y habría salido a la calle cuando soñó que lo había hecho? ¿Cuando aquellos susurros le habían dicho que lo hiciera?

«No puede ser —se dijo—. Yo no he andado dormido en mi vida y no lo he hecho ahora. Simplemente debo haber sido descuidado, cuando me desnudé la noche pasada. Estaba preocupado con el caso Deem. En realidad, no me acuerdo de haber puesto las ropas en aquella silla.»

De modo que se puso el uniforme rápidamente y se dirigió a su oficina. A la luz de la mañana le fue fácil completar aquellos informes. En el espacio marcado «Causa de la muerte» escribió: «El forense informa que fue debido a shock por una herida de arma radiónica».

Con esto salió del atolladero; él no había dicho que aquello fuese la causa de la muerte; simplemente que el médico decía que lo era.

Llamó a un mensajero y le entregó los informes con instrucciones de llevarlos al avión correo que saldría dentro de poco. Luego llamó a Barr Maxon.

—He terminado mi informe en el caso Deem —dijo—. Lo siento, pero aún no hemos encontrado la solución. Se ha preguntado a todos los vecinos. Hoy voy a interrogar a todos sus amigos.

El director Maxon movió la cabeza.

—Apresúrese, teniente —dijo—. Este caso debe ser resuelto. Un asesinato, en nuestros días, es algo suficientemente malo. Pero no se puede pensar en un crimen sin castigo. Animaría a cometer otros crímenes.

El teniente Caquer asintió sombríamente. Ya había pensado en ello. Había que pensar en las consecuencias sociales de un crimen, y aquello era también su trabajo. Un Teniente de Policía que dejase a nadie cometer un asesinato sin ser detenido, en su distrito, no tenía más remedio que dimitir.

Después que la imagen del Director había desaparecido del visífono, Caquer cogió la lista de los amigos de Deem, de un cajón de su escritorio, y empezó a estudiarla, principalmente pensando en decidir a quiénes iba a visitar primero.

Escribió un número «1» al lado del nombre de Perry Peters, por dos razones. La casa de Peters estaba sólo a unas cuantas puertas más arriba, y luego él conocía a Perry mejor que a ningún otro de la lista, con la posible excepción del profesor Jan Gordon. E iba a hacer aquella visita la última, porque más tarde sería fácil de encontrar a su hija Jane en casa.

Perry Peters estuvo contento de ver a Caquer y adivinó inmediatamente el motivo de su visita.

—Hola, Shylock.

—¿Eh? —dijo Rod.

—Shylock, el gran detective. Se encuentra con un misterio por primera vez en su carrera de policía. ¿O ya lo has resuelto, Rod?

—Quieres decir Sherlock, estúpido: Sherlock Holmes. No, aún no lo he resuelto, si es que quieres saberlo. Mira, Perry, dime todo lo que sepas de Deem. ¿Lo conocías bastante bien, no es así?

Perry Peters se frotó la barba pensativo y se sentó en su banco de trabajo. Era tan alto y delgado que podía sentarse allí en vez de tener que saltar para ello.

—Willem era un poco extraño —dijo—. Desagradaba a mucha gente porque era sarcástico y tenía ideas absurdas en política. Yo, la verdad es que no estoy seguro que no tuviese razón la mitad de las veces, pero de todos modos me gustaba porque jugaba muy bien al ajedrez.

—¿Esa era su única diversión?

—No. Le gustaba construir cosas, aparatos principalmente. Algunos de ellos eran muy buenos, aunque él los hacía como pasatiempo y nunca trató de patentarlos o de venderlos.

—¿Quieres decir que inventaba aparatos, Perry? ¿Igual que haces tú?

—Bien, no eran tanto invenciones sino aparatos que aplicaban ideas ya conocidas. Pequeños instrumentos, la mayor parte, y Deem era mucho mejor en su trabajo de artesano que en ideas originales. Y, como ya te he dicho, era sólo un pasatiempo.

—¿Nunca te ayudó en alguna de tus propias invenciones? —preguntó Caquer.

—Desde luego, en ocasiones. Sin embargo, no tanto en la idea, como ayudándome a fabricar piezas difíciles. —Perry Peters describió un círculo con la mano que incluía todo el taller alrededor de él—. Mis herramientas están muy bien para trabajo basto, en comparación. Nada por debajo de milésimas de exactitud. Pero Willem tiene, tenía, un pequeño torno que es una maravilla. Corta cualquier cosa y preciso a un cincuentavo de milésima.

—¿Qué enemigos tenía, Perry?

—Ninguno que yo sepa. De verdad, Caquer. A mucha gente no le gustaba, pero se trataba de una clase inofensiva de desagrado. Ya sabes lo que quiero decir, la clase de desagrado que puede hacer que vayan a otra tienda a comprar, pero no la clase que pueda hacerles desear matarlo.

—¿Y quién, si es que lo sabes, puede beneficiarse de su muerte?

—Hum... nadie, para así decirlo —dijo Peters, pensativo—. Su heredero es un sobrino que vive en Venus. Lo vi una vez y era un muchacho simpático. Pero la herencia no será nada que valga la pena. No valdrá más allá de unos cuantos miles de créditos.

—Aquí hay una lista de sus amigos, Perry —dijo Caquer mientras le entregaba un papel— ¿Quieres mirarla y decirme si puedes añadir algún nombre? ¿O si puedes hacer alguna sugerencia?

El inventor estudió la lista, y luego la devolvió.

—Me parece que los incluye a todos —le dijo a Caquer—. Hay un par de ellos que yo no sabía que lo conocieran lo bastante para merecer el estar en la lista. Y también tienes ahí sus mejores clientes, los que le hacían compras importantes.

El Teniente Caquer volvió a meterse la lista en el bolsillo.

—¿En qué trabajas ahora? —preguntó a Peters.

—En algo que no puedo terminar, me temo —dijo el inventor—. Necesitaba la ayuda de Deem, o por lo menos el uso de su torno, para seguir adelante. —Cogió del banco de trabajo el par de anteojos más raro que Caquer había visto nunca. Los cristales tenían la forma de arcos de círculo, en vez de formar unos círculos completos y estaban sujetos en una banda de plástico flexible, sin duda diseñada para ajustarse apretadamente a la cara, alrededor de los cristales. En la parte central superior, donde quedaría contra la frente del que usase aquellas gafas, había una pequeña caja cilíndrica de unos cuatro centímetros de diámetro.

—¿Y para qué sirve eso? —preguntó Caquer.

—Para usarlos en las minas de radita. Las emanaciones de ese mineral, mientras sigue en estado bruto, destruyen inmediatamente cualquier substancia transparente que se haya descubierto o fabricado hasta la fecha. Inclusive el cuarzo. Y también daña a los ojos descubiertos. Los mineros tienen que trabajar con los ojos vendados, como si dijéramos, guiándose solamente por el tacto.

—¿Y de qué manera impide la forma de esos lentes que las emanaciones les perjudiquen, Perry? —preguntó.

—Esa pieza en la parte superior es un pequeño motor. Hace funcionar un par de limpiacristales especialmente preparados. Son como un par de limpiaparabrisas antiguos. Y es por eso que los cristales tienen la misma forma del arco de los limpiacristales.

—¿Quieres decir que los limpiacristales son absorbentes y que contienen alguna clase de líquido que protege los cristales?

—Sí, excepto que están hechos de cuarzo en vez de vidrio. Y solamente están protegidos una pequeña fracción de segundo. Los brazos del limpiacristales van a toda velocidad, tan rápidos que no se les puede ver cuando se usan las gafas. Los brazos tienen la mitad del tamaño de los cristales y el que los usa sólo puede ver una parte de los cristales a la vez. Pero puede ver, aunque poco, y esto representa una mejora del mil por uno en la extracción de radita.

—Magnífico, Perry —dijo Caquer—. Y la visión puede mejorarse usando una iluminación superbrillante. ¿Ya los has probado?

—Sí, y funcionan. El problema está en los brazos; la fricción los calienta y entonces se expanden, agarrotándose después de un minuto de funcionamiento, poco más o menos. Tengo que ajustarlos en el torno de Deem, u otro parecido. ¿Crees que podrías conseguir que yo lo pudiera usar? ¿Digamos por un día o dos?

—No veo ninguna dificultad —le dijo Caquer—. Hablaré a quienquiera que sea nombrado depositario por el Director, y ya te lo arreglaré. Más tarde es posible que puedas comprar el torno a los herederos. ¿O crees que al sobrino le interesarán estas cosas?

Perry Peters movió la cabeza.

—No creo, no distinguiría un torno de una máquina de taladrar. Te lo agradeceré, Rod, si puedes arreglar que yo pueda usar esa máquina.

Caquer ya había dado media vuelta para irse, cuando Perry Peters le detuvo.

—Espera un minuto —dijo Peters, y luego se detuvo, indeciso—. Creo que me reservaba algo, Rod —dijo el inventor al fin—. Sé una cosa sobre Willem que es posible que tenga algo que ver con su muerte, aunque yo mismo no sé cómo. No lo contaría si no estuviera muerto, ahora ya no puede causarle ninguna clase de dificultades.

—¿Qué es, Perry?

—Libros políticos prohibidos. Se ganaba algún dinero vendiéndolos. Libros en la Lista, ya sabes lo que quiero decir.

Caquer silbó suavemente.

—No sabía que los seguían haciendo. Después que el Consejo lo castiga con penas tan duras, caramba.

—La gente sigue siendo humana, Rod. Siente curiosidad por saber lo que no debiera, sólo por saber por qué no deben conocerlo, si es que no tienen otras razones.

—¿Libros de la Lista Gris o Negra, Perry?

Ahora fue el inventor quien se mostró sorprendido.

—No te comprendo. ¿Qué diferencia hay?

—Los libros de la Lista Prohibida Oficial están divididos en dos grupos. Los realmente peligrosos están en la Lista Negra. Existen severas penas al que se le encuentre uno y la pena de muerte para el que lo escriba o imprima. Los menos peligrosos están en la Lista Gris, como la llaman.

—Yo no sé cuáles eran los que vendía Deem. Bien, en confianza, una vez leí un par que Deem me prestó y recuerdo que pensé que era algo bastante aburrido. Teorías políticas subversivas.

—Esos serían de la Lista Gris. —El Teniente Caquer parecía aliviado—. Toda la parte teórica está en la Gris. Los libros de la Lista Negra son los que contienen información práctica peligrosa.

—¿Tales cómo? —el inventor contempló fijamente a Caquer.

—Instrucciones y fórmulas para fabricar productos prohibidos —explicó Caquer—. Como la Lethite, por ejemplo. Lethite es un gas venenoso, enormemente mortífero. Con un par de kilos de él se puede destruir una ciudad, de modo que el Consejo prohibió su fabricación y cualquier libro que explicase cómo podía fabricarse fue incluido en la Lista Negra. Algún loco podría conseguir un libro de esos y destruir su propia ciudad.

—¿Pero quién haría una cosa así?

—Puede estar enfermo mentalmente o sentir odio por algo —dijo Caquer—. O podría usarlo en pequeña escala para algún intento criminal. O, ¡por Júpiter!, podría ser el jefe de algún Gobierno local que quisiera apoderarse de otro Estado vecino. El conocimiento de una cosa así podría quebrantar la paz en todo el Sistema Solar.

Perry Peters asintió pensativamente.

—Comprendo lo que quieres decir —dijo al fin—. Bien, sigo sin ver que ello tenga nada que ver con la muerte de Deem, pero creí que sería mejor decirte este aspecto de su vida. Probablemente querrás hacer una comprobación de los libros que pueda tener, antes de que el depositario abra de nuevo el local.

—Desde luego —dijo Caquer—. Y muchas gracias, Perry. Si me lo permites, usaré tu visífono para que empiecen ese registro inmediatamente. Si hay algún libro de la Lista Negra, nos haremos cargo en seguida.

Cuando pudo conseguir comunicación con su secretaria, ella parecía a la vez asustada y aliviada al verlo.

—Mr. Caquer —dijo—. He estado tratando de encontrarle. Algo horrible ha sucedido. Otra muerte.

—¿Otro asesinato? —dijo Caquer, aturdido.

—Nadie sabe lo que ha sido —dijo la secretaria—. Una docena de personas lo han visto saltar de una ventana que estaba solamente a unos diez metros de altura. Y en esta gravedad, eso no podría haberle matado, pero ya estaba muerto cuando llegaron a su lado. Y cuatro de los que le vieron, le conocían. Dicen que era...

—Siga, Por Dios, ¿quién era?

—Yo no... Teniente Caquer, ellos dicen, los cuatro a la vez, que era Willem Deem.

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