Ana Karenina (34 page)

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Authors: León Tolstói

Tags: #Narrativa, Clásico

Váreñka vivía siempre con ella y todos los que conocían a
m-me
Shtal, conocían y querían a
m-lle
Váreñka, como la solían llamar.

Cuando la princesa conoció todos aquellos detalles, no vio ningún inconveniente en que su hija trabara amistad con Váreñka, tanto más cuanto los modales y educación de esta eran excelentes; hablaba a la perfección el inglés y el francés. Y, lo que a juicio de la princesa era fundamental, Váreñka le había transmitido de parte de la señora Shtal su pesar por no poder visitarla a causa de su enfermedad.

Kiti se aficionó cada vez más a su amiga, en la cual descubría diariamente alguna buena cualidad. Habiendo sabido la princesa que Váreñka cantaba, le suplicó que fuese a verla alguna noche.

—Mi hija toca el piano, y aunque el instrumento es malísimo, nos complacería mucho oírla a usted —dijo la princesa con su sonrisa forzada, lo cual desagradó particularmente a Kiti en aquel momento, ya que había observado que Váreñka no sentía deseos de cantar.

Váreñka se presentó el mismo día con su partitura, y encontró reunidos a María Ievguiénievna, la princesa, Kiti y el coronel; pero se manifestó indiferente a la presencia de estas personas extrañas y se acercó al piano sin hacerse rogar. No sabía acompañarse, pero leía las notas a la perfección. Kiti, como tocaba muy bien el piano, la acompañaba.

—Tiene usted un talento notable —dijo la princesa cuando Váreñka hubo terminado la primera parte, que cantó con exquisito gusto.

María Ievguiénievna y su hija cumplimentaron también a la joven, dándole las gracias.

—Vea usted cómo atrae al público —dijo el coronel que miraba por la ventana.

En efecto, se habían reunido muchas personas delante de la casa.

—Me alegro mucho haber complacido a ustedes —contestó Váreñka simplemente.

Kiti miraba a su amiga con orgullo, admiraba su talento, su voz, toda su persona, pero particularmente su expresión; era evidente que Váreñka no apreciaba su propio mérito ni los cumplidos que le dirigían.

«¡Qué orgullosa estaría yo en su lugar —pensaba Kiti— y cómo me gustaría ver a toda esa gente delante de la ventana! A ella parece a serle del todo igual. Solo la mueve el deseo de no rechazar y complacer a su
maman
. ¿Qué es lo que tiene? ¿De dónde saca esa fuerza de prescindir de todos y permanecer independiente y serena? ¡Cómo me gustaría saberlo y aprenderlo de ella!»

Así pensaba Kiti, observando la expresión muy serena de su amiga.

La princesa rogó a Váreñka que cantase alguna otra cosa, y la joven lo hizo con igual perfección que la primera vez.

La composición, que seguía en el cuaderno era un aire italiano. Kiti tocó el preludio y se volvió hacia su amiga.

—Pasemos adelante —dijo Váreñka, ruborizándose.

Kiti corrió algunas hojas, fijando en la joven una mirada interrogadora, y suponiendo que trataba de evitar un recuerdo penoso.

—No —dijo después Váreñka, como si cambiase de parecer—; toque usted ese aire italiano.

Y cantó con tanta tranquilidad como antes.

Cuando hubo concluido, todos le dieron las gracias de nuevo y salieron del salón para tomar el té. Kiti y Váreñka bajaron al jardín.

—Sin duda, ese arte italiano evoca en usted algún recuerdo —le dijo Kiti—. Dígame solo si es verdad.

—¿Por qué no he de explicárselo? —repuso tranquilamente Váreñka—. Sí, es un recuerdo doloroso, porque quise mucho a una persona. Le solía cantar esa melodía.

Kiti miraba de hito en hito a Váreñka, sin decir palabra.

—Yo lo quise —dijo la joven—, y era correspondida; pero su madre se opuso a nuestro enlace, y se casó con otra. Ahora reside cerca de aquí y lo veo algunas veces. ¿Pensaba usted que no tenía yo también mi historia?

Cuando dijo eso, se reflejó en su rostro un débil resplandor, que, según pensó Kiti, en otros tiempos debía iluminarlo todo por completo.

—¡Debí haberlo imaginado! —repuso esta última—. Si yo hubiese sido hombre no habría amado a nadie después de verla a usted; lo que no concibo es que pudiera él olvidarla y hacerla desgraciada para obedecer a su madre, no tendría corazón.

—Al contrario, es un hombre excelente; y en cuanto a mi, no soy desgraciada; al contrario, me siento muy feliz. Vamos, ¿no cantamos más hoy? —añadió, dirigiéndose a la casa.

—¡Qué buena es usted! —exclamó Kiti, deteniéndola para darle un beso—. ¡Cuánto daría por parecerme un poco!

—¿Para qué? —replicó Váreñka, sonriendo dulcemente—. Bien está usted siendo lo que es.

—No, yo no soy buena… Vamos, dígame usted… Siéntese un ratito más —añadió Kiti, deteniendo a su amiga— y explíqueme cómo no puede serle ofensiva la idea de que un hombre haya despreciado su amor.

—No lo ha despreciado; estoy segura de que me quería, pero era un hijo sumiso…

—¿Y si no hubiera obrado así para obedecer a su madre y solo por su propia voluntad? —preguntó Kiti, comprendiendo que estas palabras revelaban su secreto, así como el ardiente rubor que coloreaba sus mejillas.

—En tal caso, habría obrado mal, y no pensaría en él —contestó Váreñka, comprendiendo que ya no se trataba de ella, sino de su amiga.

—¿Y el insulto? —replicó Kiti, recordando aquella mirada suya en el último baile, cuando se paró la música—. ¿Se puede olvidar? Esto es imposible.

—¿Qué insulto? Usted no habrá hecho nada malo…

—Sí, porque me he humillado…

—¿Y en qué se ha humillado usted? —repuso Váreñka, moviendo la cabeza y apoyando su mano en la de su amiga—. Supongo que no habrá declarado usted su amor a un hombre que le mostraba indiferencia.

—Ciertamente que no; jamás le dije una palabra, pero él lo sabía. Hay miradas y ademanes… No, no, aunque viviera cien años no lo olvidaría.

—Pues no comprendo; se trata solo de saber si lo quiere usted todavía —repuso Váreñka, que lo decía todo claramente.

—Lo odio; no podría perdonarlo…

—¿Pues de qué se queja usted?

—¡La humillación, la afrenta!

—¡Dios mío, si todas fueran tan sensibles como usted! No hay joven a quien no haya sucedido alguna cosa parecida. Todo esto tiene poca importancia.

—¿Pues qué es importante? —preguntó Kiti, con creciente curiosidad.

—Muchas cosas —contestó Váreñka, sonriendo.

—Pero diga usted.

—Repito que hay muchas cosas de más importancia —replicó la joven, sin saber qué contestar en el momento.

En aquel instante la princesa gritó por la ventana:

—Kiti, hace fresco; ponte un chal o entra.

—Ya es tiempo de retirarme —dijo Váreñka, levantándose—; debo ir a ver a
madame
Berthe.

Kiti seguía interrogando a su amiga con una mirada de súplica, que parecía decir: «¿Qué es más importante? ¿Cómo se obtiene la calma? Usted que lo sabe, dígamelo».

Pero Váreñka no comprendía aquel lenguaje mudo; solo recordaba que era preciso ir a ver a la señorita Berta y estar en casa a medianoche para tomar el té con
maman
.

Volvió a entrar en la habitación para recoger sus papeles de música, y habiéndose despedido de cada uno, se dispuso a marchar.

—¿Permitirá usted que la acompañe? —dijo el coronel.

—Ciertamente, ¿cómo ha de volver sola de noche? —dijo la princesa—. Por lo menos mandaré a Parasha.

Kiti observó que Váreñka reprimía una sonrisa al pensar que se tratase de acompañarla.

—Siempre voy sola y nunca me ha sucedido nada —dijo tomando su sombrero.

Y después de darle otro beso a Kiti, sin decirle «lo que era importante», se alejó con paso firme y desapareció en la semioscuridad de una noche de verano, llevando consigo el secreto de su dignidad y de su tranquilidad envidiable.

XXXIII

K
ITI
trabó conocimiento con la señora Shtal, y sus relaciones con ella y con Váreñka ejercieron en su espíritu una influencia que contribuyó a mitigar su pena.

Encontró su consuelo que consistía en que, gracias a aquella amistad, se abrió un nuevo mundo para ella, un mundo sin nada en común con el suyo anterior, un mundo sublime y hermoso desde cuya altura se podía mirar el pasado con tranquilidad.

Entonces supo que, además de la vida instintiva, que siempre fue la suya, había otra espiritual, en la que se penetraba por la religión, en nada semejante a la que Kiti practicó desde la infancia, y que consistía en ir a misa y a vísperas, aprendiendo de memoria textos eslavos con un sacerdote de la parroquia. Era una religión superior, mística, relacionada con los sentimientos más puros, y en la que se creía, no por deber, sino por amor.

Kiti aprendió todo esto no por palabras. La señora Shtal le hablaba como a una niña a quien se admira, como si evocara un recuerdo de la juventud, y solo una vez hizo alusión a los consuelos que comunica la fe y el amor a los dolores humanos, añadiendo que Cristo misericordioso no conoce los que son insignificantes; después cambiaba de conversación, pero en cada uno de sus ademanes y de sus miradas «celestiales», como las llamaba Kiti, así como sus palabras e historia, la cual conoció por Váreñka, la señorita Scherbátskaia reconoció «lo que era importante» y lo que había ignorado hasta entonces.

Sin embargo, por notable que fuese el carácter superior de la señora Shtal y por conmovedora que su historia pareciese, Kiti observaba en su consejera ciertos rasgos de carácter que la afligían. Una vez, por ejemplo, al tratarse de su familia, la señora Shtal sonrió desdeñosamente, lo cual era contrario a la caridad cristiana; y otro día Kiti notó, con ocasión de haber entrado en su casa un sacerdote católico, que la señora Shtal, ocultando cuidadosamente su rostro en la sombra de una pantalla, sonreía de una manera singular. Estas dos observaciones, aunque muy insignificantes, le causaron cierta confusión, haciéndola dudar de la respetable dama; mientras que Váreñka, sola, sin familia ni amigos, y no esperando nada después de su triste decepción, era la misma perfección a los ojos de Kiti. Gracias a su amiga, Kiti reconoció que era preciso olvidarse de sí mismo y amar a su prójimo para llegar a ser buena y feliz, como deseaba serlo; y cuando lo comprendió así, no se contentó con admirar, sino que se entregó con toda su alma a la nueva existencia que se le ofrecía. Siguiendo el ejemplo de Aline, una sobrina de la señora Shtal, de quien Váreñka le hablaba a menudo, resolvió buscar los pobres dondequiera que se hallasen, ayudarlos lo mejor posible, distribuir evangelios y leer el Nuevo Testamento a los enfermos, a los moribundos y criminales. Esta última idea la sedujo particularmente; pero formaba sus planes en secreto, sin comunicarlos a su madre ni tampoco a su amiga.

Mientras llegaba la hora de realizar sus planes en vasta escala, no le fue difícil a Kiti practicar sus nuevos principios, en los baños, los enfermos y los menesterosos no faltaban nunca, y la joven imitó a Váreñka.

La princesa observó muy pronto hasta qué punto Kiti estaba bajo la influencia de la señora Shtal, y sobre todo de Váreñka, a la cual no imitaba solo en sus buenas obras, sino también en su manera de andar y de hablar. Más tarde, la princesa reconoció que su hija pasaba por cierta crisis interior, independiente de la influencia ejercida por sus amigas.

Kiti leía por las noches un evangelio francés que le había prestado
madame
Shtal, cosa que no había hecho nunca hasta entonces, y evitando toda la relación mundana se ocupaba solamente de los enfermos protegidos por Váreñka, y en particular de la familia de un pobre pintor enfermo llamado Petrov.

La joven se mostraba orgullosa en el desempeño de sus funciones de hermana de la caridad, en lo cual no veía la princesa inconveniente alguno, oponiéndose tanto menos cuanto que la mujer de Petrov era una persona muy respetable, y la gran dama alemana había elogiado a Kiti llamándola «ángel consolador». Todo hubiera ido muy bien si la princesa no hubiese temido la exageración en que su hija se arriesgaba a incurrir.


Il ne faut jamais rien outrer
—le decía.

Kiti callaba y se preguntaba, al oír esto, si tratándose de caridad sería posible hablar de exageración en una religión que enseña a presentar la mejilla izquierda cuando se ha recibido un bofetón en la derecha, compartiendo cada cual su capa con el prójimo; y la princesa temía, más aún que la exageración, que su hija no le hablase con franqueza. La verdad es que Kiti hacía secreto de sus nuevos sentimientos, no porque dejara de profesar el mayor cariño y respecto a la princesa, pero simplemente porque era su madre. Habría revelado su secreto a cualquier desconocido antes que a ella.

—Me parece que hace algún tiempo que no hemos visto a Anna Pávlovna —dijo un día la princesa, hablando de la señora Petrova—. Yo la invité, mas me pareció que lo llevaba a mal.

—Yo no he observado eso, mamá—contestó Kiti, ruborizándose.

—¿No has ido a su casa estos días?

—Proyectamos para mañana un paseo por la montaña.

—No veo inconveniente —repuso la princesa, fijándose en la turbación de su hija y procurando adivinar la causa.

Váreñka fue a comer aquel mismo día, y anunció que Anna Pávlovna renunciaba a la excursión convenida para el día siguiente. La princesa notó que su hija se ruborizaba de nuevo.

—Kiti —le dijo cuando volvieron a quedar solas—, ¿no ha ocurrido nada desagradable entre tú y los Petrov? ¿Por qué no vienen ya ellos ni envían a sus niños?

La joven contestó que no había pasado nada, y que no comprendía por qué Anna Pávlovna se mostraba enojada. Esta era la verdad, pero si Kiti no conocía las causas del cambio sobrevenido, las adivinaba. Era una cosa que no osaba confesarse a sí misma, y mucho menos a su madre, porque sería humillante y penoso engañarse en sus suposiciones.

Tenía muy presentes todos los detalles de sus relaciones con aquella familia: recordaba la ingenua alegría que se pintó en el rostro de Anna Pávlovna en sus primeros encuentros; sus conferencias secretas para conseguir que el enfermo se distrajera, retrayéndolo de un trabajo que le estaba prohibido; y el cariñoso afecto del niño más joven, que la llamaba «mi Kiti» y no quería acostarse sin ella. ¡Que bonito fue todo aquello! Después se representó a Petrov, extremadamente delgado, con su cuello prolongado, su escaso cabello, sus ojos azules de mirada interrogadora, que al principio asustaban Kiti, y sus vanos esfuerzos para aparentar fuerza y energía cuando ella estaba presente. Por último, recordó lo mucho que le costó vencer la repugnancia que le inspiraba, como le sucedía con todos que padecían de tísis, y sus esfuerzos para escoger las palabras que le tenía que decir.

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