Ana Karenina (47 page)

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Authors: León Tolstói

Tags: #Narrativa, Clásico

—Repito que en todo este negocio no dudo de ti… Pero lee esa carta —añadió, deteniéndose de nuevo.

Al leer el escrito, Vronski se entregó involuntariamente, del mismo modo que al saber el rompimiento de Anna con su esposo, a la impresión que despertaba en él la idea de sus relaciones con aquel esposo ofendido; a pesar suyo, se representaba la provocación que recibiría al día siguiente, el duelo, el instante en que, siempre frío y sereno, se vería enfrente de su adversario, y después de descargar su arma al aire, esperaría a que este tirase sobre él… Y recordó de pronto las palabras de Serpujovskói: «Más vale no encadenarse». Sabía que no iba a poder transmitir esta idea a Anna.

Después de leer la carta fijó en su amante una mirada indecisa, la cual hizo comprender a Anna que había reflexionado, y que todo cuanto dijese no sería el fondo de su pensamiento; no había contestado lo que ella esperaba de él, y su última esperanza se desvanecía.

—¡Ya ves qué hombre! —murmuró Anna con voz temblorosa. No quería que le mintiese. Solo le quedaba su amor y deseaba amarlo.

—Dispénsame —interrumpió Vronski—; pero yo no lo llevo a mal… Déjame concluir —añadió con mirada suplicante—, dame tiempo a explicar mi idea. No lo siento porque es imposible dejar las cosas así, como él lo supone.

—¿Por qué? —replicó Anna con voz alterada, sin dar sentido a las palabras, al reconocer que estaba decidida su suerte.

Vronski quería decir que después del duelo, el cual juzgaba inevitable, la situación cambiaría forzosamente; pero dijo una cosa muy distinta:

—Esto no puede quedar así. Espero que ahora lo abandonarás, permitiéndome —en este punto se sonrojó y se turbó— ocuparme del arreglo de nuestra vida común; mañana…

Anna no lo dejó concluir.

—¿Y mi hijo? Ya ves lo que escribe; sería preciso abandonarlo, y yo no puedo ni quiero hacerlo.

—Pero, en nombre de Dios, ¿prefieres no separarte de tu hijo y continuar esta existencia humillante?

—¿Para quién es humillante?

—Para todos, pero sobre todo para ti.

—¡Humillante! No digas eso; esta palabra no tiene sentido para mí —murmuró Anna con voz temblorosa—. Comprende que desde el día que te amé todo se ha transformado en mi vida; nada existe a mis ojos fuera de tu amor, y si me pertenece, siempre me creo a una altura en que nada puede alcanzarme. Estoy orgullosa de mi situación porque… lo estoy…

No concluyó, pues las lágrimas de la vergüenza y de la desesperación sofocaron su voz, y comenzó a sollozar.

Vronski sintió también alguna cosa que le oprimía la garganta, y por primera vez de su vida se vio a punto de llorar, sin saber lo que le enternecía más, si su compasión por aquella a quien había hecho desgraciada o el sentimiento de haber cometido una mala acción.

—¿No sería posible un divorcio? —preguntó con dulzura—. ¿No podrías abandonarlo, conservando el niño?

—Lo primero, no; lo segundo, sí; pero todo depende de él ahora. Es preciso que le hable —añadió con sequedad.

Su presentimiento se realizaba: todo seguiría como antes.

—El martes estaré en San Petersburgo y resolveremos —dijo Vronski.

—Sí —replicó Anna; pero no hablemos más de todo eso.

El coche de la señora Karénina se acercaba a la verja del jardín Wrede, en cumplimiento de la orden que aquella diera, y al verlo, Anna se despidió y se alejó.

XXIII

L
A
comisión del 2 de junio se reunía generalmente los lunes. Alexiéi Alexándrovich entró en la sala, saludó al presidente e individuos de la comisión y fue a ocupar su sitio, poniendo la mano sobre los papeles colocados delante de él, entre los cuales estaban sus documentos particulares y las notas sobre la proposición que pensaba someter a sus colegas. Estas notas eran superfluas, pues tenía muy presente todo su plan y no necesitaba repasar en su memoria hasta el último momento los asuntos que debían tratarse. Sabía, además, que, llegado el momento, cuando se viera frente a su adversario, le sería fácil el uso de la palabra. Entretanto, escuchaba la lectura del informe con el aspecto más inocente; y nadie hubiera creído, al ver aquel hombre con la cabeza inclinada, y al parecer fatigado, que pocos minutos después iba a pronunciar un discurso que promovería una verdadera tempestad, obligando al presidente a llamar al orden a los individuos de la comisión. Terminada la lectura del informe, Alexiéi Alexándrovich dijo con voz débil que debía hacer algunas observaciones sobre la cuestión de que se trataba, y entonces la atención de todos se fijó en él. El señor Karenin tosió ligeramente, y sin mirar a su adversario, según su costumbre cuando pronunciaba un discurso, dirigió la palabra a la persona más próxima, que era un viejecillo sin importancia. Al llegar al punto capital, a las leyes orgánicas, su adversario se agitó en su sitial y le contestó al punto como lo hizo también Striómov, miembro de la comisión, a quien se atacaba vivamente. La sesión fue muy tempestuosa, pero Alexiéi Alexándrovich triunfó y se aceptó su proposición, nombrándose tres nuevas comisiones. Al día siguiente no se hablaba en ciertos círculos más que de la victoria de Alexiéi Alexándrovich, que había excedido a sus esperanzas.

A la mañana siguiente Karenin recordó con placer su triunfo al despertar, y no pudo menos de sonreír cuando el jefe de la chancillería le refirió lo que se decía en la ciudad sobre el asunto, aunque trataba de demostrar indiferencia.

Alexiéi Alexándrovich, absorto con el trabajo, olvidó completamente que aquel día era el fijado para el regreso de su esposa y, por tanto, experimentó cierto enojo cuando un criado entró para anunciarle que acababa de llegar.

Anna había entrado en San Petersburgo por la mañana temprano, y su esposo no lo ignoraba, puesto que le envió un telegrama pidiendo coche; pero no quiso salir a recibirla. Después de anunciar su llegada, Anna entró en su habitación, dando orden para que desempaquetasen sus efectos, y allí esperó a su esposo; mas pasó una hora sin que este se presentara. Bajo el pretexto de dar algunas órdenes, se dirigió al comedor, y habló con el criado en voz alta a fin de que su esposo supiera que estaba allí. Él no salió de su despacho, aunque Anna oyó, que despidiéndose del jefe de la chancillería lo acompañaba hasta la puerta. Ella sabía que, por costumbre, se marcharía pronto para seguir con los asuntos oficiales; se decidió al fin a entrar en el despacho de Alexiéi Alexándrovich, pues quería verlo a todo trance para resolver sobre sus futuras relaciones. Karenin, vestido de uniforme, sin duda para salir, estaba apoyado en una mesita y su mirada era triste. Anna lo vio antes que él notase su presencia, y sospechó que pensaba en ella. Karenin quiso levantarse, vaciló, se sonrojó, lo cual sucedía rara vez, y poniéndose en pie al fin bruscamente, se adelantó hacia Anna, fijando la vista en su frente y su tocado para evitar su mirada. Cuando estuvo junto a su esposa, le cogió la mano y la invitó a sentarse.

—Me alegro que haya usted vuelto —dijo, sentándose a su lado, con el evidente deseo de hablar, pero deteniéndose cada vez que abría la boca.

Aunque preparada para esta entrevista, y dispuesta a despreciar a su esposo, Anna no sabía qué decirle, y lo compadecía. El silencio se prolongó bastante.

—¿Sigue bien Seriozha? —preguntó al fin Karenin. Y sin esperar respuesta, añadió—: No comeré hoy en casa; debo irme ahora mismo.

—Pensaba marchar a Moscú —contestó Anna.

—No; ha hecho usted bien en volver —dijo Alexiéi Alexándrovich.

Siguió otra vez el silencio, y viendo Anna que su esposo no podía abordar la cuestión, tomó la palabra:

—Alexiéi Alexándrovich —dijo, mirándolo fijamente—, yo soy una mujer culpable, pero continúo siendo lo que le confesé a usted que era, y he venido a decirle que no podría cambiar.

—Yo no le pregunto a usted eso —repuso Alexiéi Alexándrovich con tono resuelto, pues la cólera le devolvía todas sus facultades; y mirando esta vez a su mujer con expresión de odio, añadió—: Ya suponía yo que fuese así, pero según le he dicho y escrito, y según se lo repito de nuevo, no estoy obligado a saber tales cosas, y quiero ignorarlas. No todas las mujeres tienen, como usted, la bondad de apresurarse a dar a sus esposos tan agradable noticia. Ignoro todo mientras que el mundo no esté advertido ni mi nombre deshonrado; y he aquí por qué le previne que nuestras relaciones deben seguir siendo lo que fueron siempre; no trataré de poner a salvo mi honor sino en el caso de que usted se comprometa.

—Pero nuestras relaciones no pueden ser ahora lo que eran —repuso Anna tímidamente, mirando a su esposo con temor.

Al observar su ademán tranquilo y al oír su voz sarcástica, aguda y un poco infantil, toda la compasión que al principio le inspiraba desapareció ante un sentimiento repulsivo; solo sentía el temor; aun así quería a toda costa clarificar su situación.

—Yo no puedo ser esposa de usted cuando…

Karenin profirió una carcajada burlona y fría.

—El género de vida que usted ha tenido a bien elegir se refleja hasta en su manera de comprender; pero yo desprecio y respeto demasiado, con lo cual quiero decir que respeto su vida pasada y desprecio bastante su presente, para que mis palabras puedan prestarse a la interpretación que usted les da.

Anna suspiró, inclinando la cabeza.

—Por lo demás —continuó el señor Karenin, excitándose más—, apenas comprendo que, no habiendo hallado nada censurable en confesarme su infidelidad, tenga ahora escrúpulos sobre el cumplimiento de sus deberes de esposa.

—Alexiéi Alexándrovich, ¿qué exige usted de mí?

—Exijo que no vuelva usted a ver a ese hombre; exijo que se conduzca de tal manera que «ni el mundo, ni nuestros criados» puedan acusarla; y exijo, en fin, que no vuelva usted a recibirlo. Como compensación, disfrutará de todos los derechos de una mujer honesta, sin tener que cumplir sus obligaciones. Me parece que no es mucho pedir. Nada más tengo que decirle; ahora me marcho y le advierto que no comeré en casa.

Se levantó y se dirigió a la puerta, y como Anna hiciera lo mismo, la saludó sin hablar y la dejó salir primero.

XXIV

L
A
noche que Lievin pasó en el campo no transcurrió en vano: la finca, el trabajo, habían perdido para él todo interés. A pesar de la abundancia de la cosecha, Lievin no había tenido nunca tantos disgustos como aquel año, ni había reconocido tampoco más claramente sus malas relaciones con los campesinos. Tampoco consideraba ya sus negocios desde el mismo punto de vista, ni le inspiraban igual interés, pues de todas las mejoras introducidas por él con tanto trabajo, solo resultaba una lucha incesante, en la que el amo defendía su hacienda y los jornaleros sus intereses. El encanto que sentía por el propio trabajo, la envidia que despertaban en él los campesinos, el deseo de cambiar de género de vida, deseo que aquella noche se convirtió en un firme propósito, todo había cambiado radicalmente su opinión acerca de su propia economía, y ya no podía encontrar interés alguno en ella. Todas sus innovaciones hubieran sido excelentes, si las hubiese llevado a cabo solo, o en compañía de hombres dispuestos a ayudarle. Pero Lievin veía claramente (y su trabajo sobre el libro dedicado a la economía rural había contribuido a esclarecer las cosas), que toda su economía no era más que una lucha cruel y obstinada entre el dueño y los campesinos, lucha en la que por su parte había una preocupación constante de mejorar todo, y por la otra parte; el orden natural de las cosas. Lievin veía que en aquella lucha, que exigía por su parte la máxima tensión y por parte de los trabajadores ningún esfuerzo y ni siquiera un propósito definido, solo se conseguía que se perdieran inútilmente magníficas máquinas, ganado, tierras. Para Lievin era evidente que, además de perderse en vano todas sus energías, la finalidad que él perseguía era indigna. La esencia de aquella lucha era el dinero (y no podía ser de otro modo, ya que si se descuidaba no tendría con qué pagar a los jornaleros). Mientras que ellos procuraban trabajar sin esfuerzo alguno, de una manera tranquila y agradable, como se habían acostumbrado. Los intereses de Lievin consistían en que cada jornalero trabajara con la mayor eficacia posible, que no se distrajera y que no intentara romper las máquinas, es decir, que pensara en lo que hacía. Los trabajadores, por su parte, solo deseaban trabajar de una manera más fácil y agradable y, lo más importante, sin preocuparse de nada ni pensar. Aquel verano Lievin veía esta situación por todos los lados. Unas veces se encontraba con que el trébol reservado para la sementera se había segado como forraje, solo porque parecía más fácil de cortar; otras, se rompía una nueva máquina porque su conductor no sabía dirigirla; nadie se decidía a emplear las carretas perfeccionadas; y, en fin, para poner más a prueba la paciencia de Lievin, tres de sus mejores vacas habían muerto por culpa de un pastor. Se trató de consolar al amo diciéndole que su vecino había perdido doce en tres días.

Lievin no atribuía estos antojos a rencores personales de parte de los campesinos; al contrario, sabía que lo querían y consideraban «el señor sencillo» (lo que era el mejor elogio entre ellos); pero lo hacían solo porque deseaban trabajar alegremente, sin complicarse la vida y los intereses de Lievin eran no solo ajenos e incomprensibles para ellos, sino fatalmente opuestos a los suyos, que consideraban los más justos.

Hacía largo tiempo comprendía que su barco comenzaba a zozobrar, sin que pudiera explicarse cómo se introducía el agua; había tratado de hacerse ilusiones; pero el desaliento le embargaba, el campo le era ya antipático y perdía el gusto para todo.

La presencia de Kiti agravó aquel malestar moral; hubiera querido visitarla y no podía resolverse a ir a casa de su hermana. Aunque comprendió al verla en el coche que la amaba siempre, la negativa de la joven levantaba entre ambos una barrera infranqueable. «No podría pedirle que me aceptase porque no ha conseguido casarse con otro», se decía; y este pensamiento le hacía experimentar un sentimiento frío y hostil hacía Kiti. «No podría hablar con ella sin sentir deseos de reprocharle, mirarla sin rencor, y con ello conseguiré que Kiti me odie todavía más. Además, ¿cómo voy a ir después de lo que me ha dicho Daria Alexándrovna? ¿Cómo voy a ocultar que sé lo que ha dicho ella? Me presentaré como un ser magnánimo, dispuesto a perdonarla y hacerla digna de mi amor… ¡Yo, y en semejante papel!»

«¡Ah! Si Daria Alexándrovna no me hubiese dicho nada, yo hubiera podido encontrarla por casualidad, y tal vez se hubiera arreglado todo; pero en adelante es imposible.»

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