Ana Karenina (63 page)

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Authors: León Tolstói

Tags: #Narrativa, Clásico

«Verla una vez más y morir», pensaba; y al hacer su visita a Betsi, le manifestó este deseo.

La princesa se constituyó desde luego en embajadora acerca de Anna, pero hubo de volver con una negativa.

«Mejor —pensó Vronski, al recibir tal respuesta—, porque esta debilidad me hubiera costado las pocas fuerzas que me quedan.»

A la mañana siguiente, Betsi llegó a casa de Vronski para anunciarle que había sabido por Oblonski que Alexiéi Alexándrovich consentía en el divorcio, y que, por tanto, nadie impediría ya a Vronski ver a Anna.

Sin pensar ya más en sus resoluciones, sin preguntar en qué momento podría verla ni dónde estaba su marido, olvidándose hasta de acompañar a Betsi, Vronski corrió a casa de los Karenin, subió de dos en dos los peldaños de la escalera, entró precipitadamente, cruzó casi corriendo toda la casa, penetró en la habitación de Anna y, sin preguntarse siquiera si podría detenerlo la presencia de un tercero, cogió a su amante entre los brazos y le cubrió de besos las manos, el rostro y el cuello.

Anna se había preparado a recibirlo, pensando lo que le diría; pero no tuvo tiempo de hablar, pues la pasión de Vronski lo dominaba todo; hubiera querido calmarlo a él y a sí misma, mas era imposible; sus labios temblaban, y durante largo tiempo no pudo hablar.

—¡Oh, me has conquistado y soy tuya! —exclamó al fin, oprimiendo la mano de Vronski contra su seno.

—Esto debía ser y será mientras vivamos; ahora lo sé.

—Es verdad —replicó Anna, palideciendo cada vez más, y rodeando con su brazo la cabeza de Vronski—; pero esto tiene algo de terrible después de lo que ha sucedido.

—¡Todo se olvidará, porque vamos a vivir felices! Si nuestro amor debiera ser más grande, lo sería porque tiene algo de terrible —dijo Vronski, mostrando sus blancos dientes al sonreír.

Anna no pudo evitar contestarle con una sonrisa —no fue la respuesta a sus palabras, sino a sus ojos llenos de amor, y cogiendo después su mano, se acarició con ella el rostro y su cabello cortado.

—Ya no te conozco con el cabello así —dijo Vronski—; pero siempre estás hermosa; pareces un muchacho. ¡Qué pálida estás!

—Sí, aún estoy muy débil —contestó Anna, cuyos labios temblaban.

—Iremos a Italia, allí te restablecerás.

—¿Es posible que podamos vivir como esposos, los dos solos? —preguntó Anna, mirando fijamente a su amante.

—Lo que yo extraño es que no haya sido siempre así.

—Karenin dice que consiente en todo, pero yo no acepto su generosidad —repuso Anna, con aire pensativo—; no quiero el divorcio, y solo me pregunto lo que decidirá sobre Seriozha.

Vronski no comprendía cómo en aquel primer momento en que volvían a reunirse, podía Anna pensar en su hijo y en el divorcio.

—No hables de eso, ni pienses tampoco en ello —dijo, acariciando con sus manos las de Anna, para llamar su atención, pero sin conseguirlo.

—¡Ah! ¿Por qué no habré muerto? ¡Esto hubiera sido mucho mejor!

Y aunque las lágrimas inundaban su rostro, trató de sonreír para no disgustar a su amante.

En otro tiempo, Vronski hubiera creído imposible sustraerse a la lisonjera y peligrosa misión de Tashkent, mas ahora la rehusó sin vacilar, y habiendo notado que su negativa era mal interpretada en las altas esferas, presentó su dimisión.

Un mes después, Alexiéi Alexándrovich se quedaba solo con su hijo, y Anna marchaba con Vronski al extranjero, rehusando el divorcio.

Quinta Parte
I

L
A
princesa Scherbátskaia creía imposible celebrar el casamiento antes de la cuaresma, porque apenas estaría concluida para entonces la mitad de la canastilla de boda; faltaban, por tanto, cinco semanas. Reconocía que se corría el riesgo de retardar la boda por causa del luto si se esperaba hasta la pascua, porque una tía del príncipe estaba muy enferma. En consecuencia, se optó por un término medio, acordando que el enlace se efectuara antes de la cuaresma, recibiendo solo una parte del ajuar inmediatamente, y lo demás después de la boda. Los recién casados pensaban marchar al campo apenas celebrada la ceremonia, y no necesitaban gran cosa. La princesa se indignaba al ver a Lievin mostrarse indiferente a todas estas cuestiones; en efecto, Konstantín parecía medio loco, y seguía creyendo que su felicidad era el centro y único objeto de la creación; sus asuntos no le preocupaban apenas nada, y lo dejaba todo al cuidado de sus amigos, seguro de que se arreglarían las cosas de la mejor manera posible. Su hermano Serguiéi Ivánovich, Stepán Arkádich y la princesa eran los que dirigían, y se contentaba con aceptar todas las proposiciones.

Su hermano tomó a préstamo el dinero que necesitaba; la princesa le aconsejó que saliera de Moscú después de la boda, y Stepán Arkádich opinó que convendría un viaje al extranjero. Lievin consentía en todo. «Haced lo que queráis, si eso os divierte… —pensaba—; yo soy feliz, y cualquiera que sea vuestra resolución, no me creeré ni más ni menos dichoso.» Sin embargo, cuando anunció a Kiti el proyecto de Stepán Arkádich, observó con asombro que la joven no lo aprobaba, y que ya había combinado su plan para el porvenir. Kiti no ignoraba que Lievin tenía considerables intereses en su casa y en sus tierras, y aunque no comprendiese estos negocios ni deseara enterarse de ellos, le parecían, sin embargo, de gran importancia; he aquí por qué no deseaba un viaje al extranjero y prefería instalarse en su verdadera residencia. Esta determinación sorprendió a Lievin, y, siempre indiferente a los detalles, rogó a Stepán Arkádich que dirigiera, con el buen gusto que le caracterizaba, el arreglo y embellecimiento de la casa de Pokróvskoie; le parecía que esto correspondía a las atribuciones de su amigo.

—A propósito —dijo un día Stepán Arkádich a Lievin, después de haber arreglado todo en la casa de campo—, ¿tienes la cédula de confesión?

—No. ¿Por qué?

—Nadie se casa sin ella.

—¡Bah! —exclamó Lievin—. Ya hace nueve años que no me confieso, y ni siquiera he pensado en tal cosa.

—¡Muy bien! —repuso Stepán Arkádich, sonriendo—. ¡Y luego vendrás a tratarme de nihilista! Vamos, esto no puede pasar así; es preciso que cumplas con tus deberes religiosos.

—¿Cuándo? ¡Si no nos quedan más que cuatro días!

Stepán Arkádich arregló este asunto como los demás, y Lievin comenzó sus devociones. Aunque incrédulo para sí, no respetaba menos la fe de otros, y le parecía duro asistir a ceremonias sin creer en ellas. En su disposición de espíritu, la obligación de disimular le era odiosa. ¡Cómo burlarse de las cosas santas y mentir, cuando su corazón rebosaba de ternura y alegría! Por mucho que hizo para inducir a Stepán a obtener la cédula sin confesarse, su amigo se mostró inflexible:

—¿Qué te importa esto? —le dijo Stepán Arkádich. Dos días pasan pronto, y solo tendrás que hablar con un viejecito que te despachará sin molestarte.

Durante la primera misa a que asistió, Lievin hizo lo posible para recordar las impresiones religiosas de su juventud, que habían sido muy vivas entre los dieciséis y diecisiete años, mas no lo consiguió. Entonces quiso considerar las formas religiosas como una costumbre antigua, falta de sentido, poco más o menos como la de hacer visitas; pero tampoco adelantó nada con esto, pues así como la mayor parte de sus contemporáneos, fluctuaba en el vacío desde el punto de vista religioso, y aunque incapaz de creer, tampoco podía dudar completamente. Esta confusión de sentimientos le hizo ser modesto y avergonzarse mucho durante el tiempo consagrado a sus devociones. Su conciencia le gritaba que obrar sin comprender era un acto censurable y engañoso.

Para no estar en contradicción demasiado flagrante con sus convicciones, trató, por lo pronto, de atribuir un sentido cualquiera al servicio divino con sus diferentes ritos; pero como observase que criticaba en vez de comprender, se esforzó para absorberse en los pensamientos íntimos que le asediaban durante sus largas permanencias en la iglesia. La misa, las vísperas y las oraciones de la tarde se pasaron así; a la mañana siguiente se levantó más temprano, y en ayunas fue a rezar sus oraciones de la mañana y a confesarse. El templo estaba desierto; solo había un soldado que pedía limosna, dos viejas y dos monaguillos; un diácono joven, cuya espada enflaquecida se dibujaba en dos mitades bien marcadas bajo su ligera sotana, le salió al encuentro, se acercó a una mesita que estaba junto a la pared y comenzó a leer las oraciones. Lievin, al oírlo repetir apresuradamente y con voz monótona las palabras «Señor, compadeceos de nosotros», a guisa de estribillo, sabía que su pensamiento estaba cerrado y sellado, y era mejor dejarlo así sin tocarlo ni moverlo para no provocar la confusión todavía mayor; por tanto permaneció detrás de pie, haciendo lo posible para no escuchar, a fin de no interrumpir sus reflexiones. «¡Que expresiva fue su mano!», se dijo, recordando el rato que había pasado la víspera hablando con Kiti junto a una mesa del salón. No tenían nada que decirse, como sucedía aquellos días a esas horas, y Kiti, poniendo la mano en la mesa, la cerraba y la abría, y, contemplando ella misma tal movimiento, se puso a reír.

Levin recordó que le había besado la mano, fijándose en las líneas que se unían sobre la palma, de color suavemente sonrosado. «Y aún debo decir compadeceos de nosotros», pensó Lievin, haciendo señales de cruz e inclinándose hasta el suelo, a la vez que observaba los ágiles movimientos del diácono en el momento de prosternarse. «Luego, ella cogió mi mano y empezó a examinar las líneas mías. “¡Que mano mas bella tienes!” —dijo.» Y Levin contempló su mano y la del diácono, con los dedos cortos.

Terminadas sus oraciones, Lievin dio un billete de tres rublos al diácono, que lo deslizó discretamente en su manga y se alejó después, haciendo resonar los tacones de sus botas nuevas en las baldosas del templo. Después de haber prometido a Lievin inscribirlo para la confesión, desapareció detrás del altar; pero a los pocos momentos se presentó otra vez e hizo una seña. El pensamiento, hasta aquel momento encerrado, empezó a agitarse otra vez en su cabeza; se apresuró a alejarlo de sí. «Ya se arreglará de una manera u otra», pensó. Lievin se adelantó, franqueó algunos escalones, torció a la derecha y vio a un viejecillo de barba casi blanca y mirada cansada que ojeaba un misal. Después de hacer un ligero saludo a Lievin, comenzó la lectura de las oraciones y se inclinó hasta el suelo.

—Jesucristo asiste, invisible, a la confesión —dijo, volviéndose hacia Lievin, señalando el crucifijo—. ¿Cree usted en todo lo que nos enseña la santa iglesia apostólica? —añadió el sacerdote, cruzando las manos bajo la estola.

—He dudado y aún dudo de todo —contestó Lievin, con una voz que resonó desagradablemente en sus oídos.

El sacerdote esperó algunos segundos, cerró los ojos y añadió, hablando muy deprisa:

—Dudar es propio de la debilidad humana, y por eso debemos rogar al señor todopoderoso que nos fortifique. ¿Cuáles son los principales pecados de usted?

El sacerdote hablaba sin la menor interrupción, y como si temiera perder el tiempo.

—Mi principal pecado es la duda, que no me abandona; dudo de todo y casi siempre.

—Dudar es propio de la debilidad humana —repitió el sacerdote, sirviéndose de las mismas palabras—. ¿De qué duda usted en particular?

—De todo, y a veces hasta de la existencia de Dios —repuso Lievin, casi a pesar suyo, y atemorizado por la inconveniencia de estas palabras, que, sin embargo, no parecieron producir en el viejecillo la impresión que esperaba.

—¿Qué dudas puede tener usted de la existencia de Dios? —preguntó el sacerdote, con una sonrisa casi imperceptible.

Lievin guardó silencio.

—¿Qué dudas puede usted tener sobre el creador cuando contempla sus obras? ¿Quién adornó la celeste bóveda con sus estrellas, decorando la tierra con todas sus bellezas? ¿Cómo existirían esas cosas sin el creador?

Y el anciano fijó en Lievin una mirada interrogadora.

Reconociéndose incapaz de sostener una discusión filosófica con un sacerdote, Lievin contestó a esta última pregunta:

—No sé.

—Pues si no sabe usted, ¿por qué duda que Dios lo haya creado todo?

—No comprendo nada —contestó Lievin, sonrojándose al reconocer lo absurdo de sus contestaciones, que en aquel caso no podían menos de ser imprudentes.

—Ruegue usted a Dios para que lo ilumine; los padres de la iglesia dudaron también y pidieron a Dios que fortificara su fe; el demonio es poderoso y debemos resistirle. Rogad a Dios, rogad a Dios —repitió el sacerdote, muy deprisa. Y después de guardar silencio un instante, como si reflexionara, añadió—: Me han dicho que trata usted de contraer matrimonio con la hija de mi feligrés e hijo espiritual el príncipe de Scherbatski: es una bella joven.

—Sí —contestó Lievin. Y al oír estas palabras en boca del sacerdote, se preguntó: «¿Qué necesidad tiene de hablar de estas cosas en la confesión?».

—Piensa usted en el matrimonio —continuó el anciano—, y tal vez Dios le conceda una posteridad. ¿Qué educación dará a sus hijos si no consigue vencer las tentaciones del demonio que le sugiere la duda? Si ama usted a sus hijos, ¿no deseará para ellos la riqueza, la abundancia y los honores, y también, como buen padre, la salvación de su alma y las luces de la verdad? ¿Qué contestará al niño inocente que le pregunte: «Padre, ¿quién ha creado todo lo que me encanta en la tierra, el agua, el sol, las flores y las plantas?». ¿Le contestará usted que no sabe nada? ¿Puede usted ignorar lo que Dios le muestra en su bondad infinita? Y si el niño le pregunta qué es lo que le espera más allá de la tumba, ¿le dirá usted que no sabe nada? ¿Lo dejará abandonado a las tentaciones del mundo y del diablo? Eso no estaría bien —añadió el sacerdote, inclinando la cabeza para fijar en Lievin una dulce mirada.

Lievin guardó silencio, no porque temiese una discusión inoportuna, sino porque nadie le había hecho hasta entonces semejantes preguntas, y porque le quedaba suficiente tiempo para reflexionar hasta que tuviera hijos.

—Llega usted a una fase de la vida —continuó el sacerdote— en que es preciso elegir una senda y seguir por ella. Ruegue usted a Dios que le ayude y lo sostenga en su misericordia —y añadió para concluir—: Nuestro señor Jesucristo te perdonará, hijo mío, con su infinita bondad para los humanos…

Con esto terminó las fórmulas de la absolución, y el sacerdote despidió a Lievin después de haberlo bendecido.

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