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Authors: L. M. Montgomery

Tags: #Infantil y juvenil

Ana, la de Tejas Verdes (3 page)

—Y… no sé —dijo Matthew.

—Bueno, ésa es una de las cosas que tendré que averiguar algún día. ¿No es maravilloso pensar en todas las cosas que hay que averiguar? Simplemente me hace sentirme contenta de vivir. ¡Es un mundo tan interesante! Seria la mitad de interesante si lo supiéramos todo, ¿no es cierto? No habría campo para la imaginación. Pero, ¿estoy hablando demasiado? La gente siempre me dice que así es. ¿Le gustaría que no hablara? Me callaré si me lo dice.
Puedo
callarme en cuanto me decido, aunque es bastante difícil.

Para su sorpresa, Matthew se divertía. Como a la mayoría de los seres callados, le gustaba la gente habladora que deseaba hacer toda la conversación por sí misma y no esperaba que él participara en ella. Pero nunca esperó gozar de la compañía de una chiquilla. Las mujeres eran cosa bastante mala, pero las chiquillas eran peor. Detestaba la forma que tenían de pasar tímidamente a su lado, con miradas de soslayo, como si temieran que se las engullera de un bocado si se aventuraban a decir una palabra. Ése era el tipo de chiquilla bien educada de Avonlea. Pero esta brújula pecosa era muy distinta y, aunque encontraba algo difícil para su lenta inteligencia mantenerse al nivel de sus ágiles procesos mentales, le gustaba su charla. De manera que dijo con la timidez de costumbre:

—Oh, puedes hablar cuanto quieras. No me molesta.

—Oh, me alegro tanto. Sé que usted y yo nos vamos a llevar bien. Es un alivio tan grande hablar cuando se quiere y que no le digan a una que a los niños debe vérseles y no oírseles. Me lo han dicho un millón de veces. Y la gente se ríe porque uso palabras largas. Pero si se tienen grandes ideas, deben usarse palabras largas para expresarlas, ¿no es así?

—Bueno, parece razonable.

—La señora Spencer dijo que debo tener la lengua sujeta por el medio. Pero no es así: sujeta por un extremo. La señora Spencer dijo que su finca se llama «Tejas Verdes». Le hice preguntas sobre ella. Y dijo que hay árboles rodeándola. Eso me puso más contenta aún. Me encantan los árboles. Y no había ninguno en el asilo, nada más que unos palos enclenques y miserables, de los cuales colgaban unas jaulas blanqueadas con cal. Esos árboles parecían huérfanos también. Yo acostumbraba decirles: «¡Oh, pobrecillos! Si estuvierais en los grandes bosques con otros árboles en derredor, con alces y ardillas y el arroyo no muy lejos, con pájaros cantando en vuestras ramas, podríais crecer, ¿no es cierto? Pero no lo podéis hacer donde estáis. Sé exactamente lo que sentís, arbolitos». Lamenté dejarlos esta mañana. Uno se siente tan unido a cosas así, ¿no es cierto? ¿Hay algún arroyo cerca de «Tejas Verdes»? Olvidé preguntárselo a la señora Spencer.

—Bueno, sí. Hay uno al lado de la casa.

—¡Qué bien! Siempre ha sido uno de mis sueños vivir cerca de un arroyo. Nunca esperé que así ocurriera, sin embargo. Los sueños no se hacen siempre realidad, ¿no es cierto? ¿No sería hermoso que así fuera? Pero ahora me siento bastante cerca de la felicidad porque…, bueno, ¿qué color diría usted que es
esto
?

Echó una de sus satinadas trenzas sobre su delgado hombro y la sostuvo frente a los ojos de Matthew. Éste no estaba acostumbrado a decidir sobre el color de los cabellos femeninos, pero sobre éstos no cabían muchas dudas.

—Es rojo, ¿no es cierto? —dijo.

La muchacha dejó caer la trenza con un suspiro que pareció arrancar de lo más profundo de su alma y que expresaba toda la tristeza del mundo.

—Sí, es rojo —dijo resignadamente—. Ahora puede ver usted por qué no puedo ser totalmente feliz. Nadie que tenga cabellos rojos puede serlo. Las otras cosas no me importan tanto, las pecas, los ojos verdes y la delgadez. Puedo imaginar que no las tengo. Puedo imaginar que poseo una hermosa piel rosada y unos hermosos ojos violetas. Pero
no
puedo imaginar que no tengo cabellos rojos. Hago cuanto puedo. Pienso: «Ahora mi cabello es negro glorioso; negro como el ala del cuervo». Pero todo el tiempo

que es rojo y eso me parte el corazón. Será una pena toda la vida. Una vez leí en una novela que una muchacha tenía una pena de toda la vida, pero no era pelirroja. Su cabello era oro puro que caía de sus sienes de alabastro. ¿Qué es una sien de alabastro? Nunca he podido averiguarlo. ¿Puede decírmelo?

—Bueno, temo que no —dijo Matthew, que se estaba mareando un poco. Se sentía igual que cuando en su temeraria juventud, otro muchacho le había inducido a subir al tiovivo un día que habían ido de merienda.

—Bueno, no importa lo que fuera, debe de ser algo muy bonito, pues ella era divinamente hermosa. ¿Ha imaginado usted alguna vez lo que debe ser sentirse divinamente hermosa?

—Bueno, no, no lo he hecho —confesó ingenuamente Matthew.

—Yo sí, a menudo. ¿Qué le gustaría ser si le dejaran elegir: divinamente hermoso, deslumbradoramente inteligente o angelicalmente bueno?

—Bueno, no lo sé con exactitud.

—Yo tampoco. Nunca puedo decidirme. Pero no tiene mucha importancia, pues no hay posibilidad de que nunca sea ninguna de esas cosas. Seguro que nunca seré angelicalmente buena. La señora Spencer dice… ¡Oh, señor Cuthbert! ¡Oh, señor Cuthbert! ¡Oh, señor Cuthbert!

Eso no era lo que había dicho la señora Spencer; ni que la chiquilla se hubiera caído del coche, ni tampoco que Matthew hubiera hecho algo sorprendente. Simplemente habían pasado una curva del camino y se encontraban en la «Avenida».

Lo que la gente de Newbridge llamaba la «Avenida» era un trozo de camino de cuatrocientos o quinientos metros de longitud, completamente cubierto por las copas de altos manzanos, plantados años atrás por un viejo granjero excéntrico. Encima había un largo dosel de capullos blancos y fragantes. Bajo las copas, el aire reflejaba la púrpura luz del atardecer y, a lo lejos, la visión del cielo crepuscular brillaba como la ventana de la torre de una catedral.

Su belleza pareció enmudecer a la niña. Se repantigó en el carricoche, con las delgadas manos apretadas y la cara embelesada ante el esplendor celeste. Ni siquiera después de haberla recorrido por entero, cuando bajaban la larga cuesta que va a New-bridge, se movió ni habló. Todavía con la cara extasiada miraba el crepúsculo lejano, con ojos que contemplaban visiones cruzando sobre aquel brillante fondo. Todavía en silencio cruzaron Newbridge, una ruidosa aldea, donde los perros les ladraron, los muchachos les miraron y caras curiosas les contemplaron desde las ventanas. Ya habían recorrido unos cinco kilómetros y la niña no hablaba. Era evidente que podía quedarse callada con tanta energía como cuando hablaba.

—Sospecho que debes sentirte bastante cansada y hambrienta —se aventuró a decir por fin Matthew, achacando el largo silencio a la única razón que se le ocurría—. Pero no tenemos que ir muy lejos; otro kilómetro nada más.

Ella volvió de su sueño con un profundo suspiro y le miró con los ojos soñolientos de un alma que ha vagado por la lejanía, guiada por una estrella.

—Oh, señor Cuthbert —murmuró—, ese lugar que atravesamos; ese lugar blanco, ¿qué era?

—Bueno, supongo que hablas de la «Avenida» —dijo Matthew después de una profunda reflexión—. Es un sitio muy bonito.

—¿Bonito? Oh,
bonito
no me parece la palabra más adecuada. Ni tampoco hermoso. No es suficiente. ¡Oh, era maravilloso, maravilloso! Es la primera vez que veo algo que no puede ser mejorado por mi imaginación. Me ha satisfecho aquí —y puso la mano sobre su pecho—, me hizo sentir dolor y sin embargo era placentero. ¿Tuvo usted alguna vez un dolor así, señor Cuthbert?

—Bueno, no recuerdo haberlo tenido.

—Yo lo tengo muchas veces, cada vez que veo algo realmente hermoso. Pero no debían llamar la «Avenida» a ese hermoso paraje. No hay significado en un nombre así. Debían llamarlo… Veamos… «El Blanco Camino Encantado». ¿No es ése un nombre imaginativo? Cuando no me gusta el nombre de un lugar o de una persona, siempre les imagino uno nuevo y siempre me refiero a ellos así. En el asilo había una niña cuyo nombre era Hepzibah Jenkins, pero yo siempre me la imaginaba como Rosalía De Veré. Otros pueden llamar la «Avenida» a ese lugar, pero yo siempre le diré «El Blanco Camino Encantado». ¿Es verdad que debemos hacer otro kilómetro antes de llegar a casa? Estoy contenta y triste. Estoy triste porque el paseo ha sido agradable y siempre me pongo triste cuando finalizan las cosas agradables. Puede ser que después venga algo aún más agradable, pero uno nunca puede estar seguro. Y muy a menudo ocurre lo contrario; ésa ha sido mi experiencia. Pero estoy contenta de pensar que llego a casa. Verá, desde que tengo memoria no he tenido un verdadero hogar. Me da otra vez ese dolor placentero el pensar que voy a tener un verdadero hogar. Oh, ¿no es hermoso?

Habían llegado a la cuesta de una colina. Bajo ellos había una laguna que parecía casi un río, tan grande e irregular era. Un puente la cruzaba y desde allí hasta su extremo inferior, donde el cinturón ambarino de las arenas la separaba del oscuro golfo lejano, el agua era una sinfonía de gloriosos tonos: los más espirituales del azafrán, las rosas y el verde etéreo, mezclados con otros tan irreales que no hay nombre para ellos. Más allá del puente, la laguna llegaba hasta una arboleda de abetos y arces, reflejando sus sombras cambiantes aquí y allá; un ciruelo silvestre sobresalía del margen, como una niña de puntillas que contemplaba su propia imagen. De la espesura en el extremo de la laguna, llegaba el claro y tristemente dulce coro de las ranas. En una cuesta lejana había una casita gris asomando entre los manzanos y, aunque aún no era bastante oscuro, en una de sus ventanas brillaba una luz.

—Ésa es la laguna de Barry —dijo Matthew.

—Oh, tampoco me gusta ese nombre. La llamaré… veamos… «El Lago de las Aguas Refulgentes». Sí, ése es el nombre correcto. Lo sé por el estremecimiento. Cuando doy con un nombre que se ajusta perfectamente, me estremezco. ¿Le hacen estremecer a usted las cosas?

Matthew rumió:

—Bueno, sí. Siempre me estremezco cuando veo las orugas blancas en los pepinos. Odio verlas.

—Oh, no creo que sea ésa la misma clase de estremecimiento. ¿No cree usted? No parece haber mucha relación entre orugas y agua brillante, ¿no? Pero, ¿por qué la llaman la laguna de Barry?

—Supongo que porque el señor Barry vive en esa casa. «La Cuesta del Huerto» es el nombre de la finca. Si no fuera por aquel matorral, se podría ver «Tejas Verdes» desde aquí. Pero tenemos que cruzar el puente y dar una vuelta por el camino, de manera que está todavía unos seiscientos metros más allá.

—¿Tiene hijas pequeñas el señor Barry? Bueno, no demasiado pequeñas; ¿de mi edad?

—Tiene una de alrededor de once años. Su nombre es Diana.

—¡Oh! —con una larga aspiración—. ¡Es un nombre completamente hermoso!

—Bueno, no lo sé. Me parece que hay algo pagano en él. Me hubiera gustado más Mary o June o algún nombre sensato por el estilo. Pero cuando ella nació, había un maestro hospedado aquí, le dieron a elegir el nombre y eligió Diana.

—Quisiera que hubiese habido un maestro así cuando yo nací. Oh, ya estamos en el puente. Voy a cerrar los ojos; siempre tengo miedo de cruzar puentes. No puedo evitar pensar que, justo cuando llegue a la mitad, quizá le dé por cerrarse como una navaja y me pille. De manera que cierro los ojos. Pero siempre tengo que abrirlos cuando creo que estoy llegando al medio. Porque, verá usted, si le diera al puente por doblarse, me gustaría
verlo
. ¡Qué estruendo tan alegre! Siempre me ha gustado el estruendo. ¿No es espléndido que haya tantas cosas que gusten en este mundo? Bueno, ya pasamos. Ahora miraré hacia atrás. Buenas noches, querido Lago de las Aguas Refulgentes. Siempre le digo buenas noches a las cosas que quiero, igual que lo haría con la gente. Creo que les gusta. Parece que esa agua me estuviera sonriendo.

Cuando hubieron llegado a la siguiente colina y dado la vuelta a un recodo, Matthew dijo:

—Estamos bastante cerca de casa. «Tejas Verdes» está…

—Oh, no me lo diga —le interrumpió, tomando su brazo parcialmente alzado y cerrando los ojos para no ver el gesto—. Déjeme adivinarlo. Estoy segura de acertar.

Abrió los ojos y miró en torno. Estaban en la cresta de una colina. El sol se había puesto hacía rato, pero el paisaje seguía iluminado por un suave resplandor. Al oeste, la aguja de una iglesia se elevaba contra un cielo color caléndula. Abajo estaba el valle, y más allá, una larga y suave cuesta ascendente, con bien dispuestas granjas a lo largo. Los ojos de la niña saltaban de una a otra, ansiosos y pensativos. Por último se posaron en una a lo lejos, a la izquierda, apenas visible entre el blanco de los capullos de los bosques de los alrededores. Sobre ella, en el inmaculado cielo del sudoeste, una gran estrella cristalina brillaba como una lámpara de guía y promesas.

—Ésa es, ¿no es cierto? —dijo, señalando. Matthew dio alegremente con las riendas en la grupa de la yegua.

—¡Bueno, lo has adivinado! Pero sospecho que la señora Spencer la describió.

—No, le aseguro que no. Todo lo que dijo podía adaptarse a cualquiera. Yo no tenía una idea real de su apariencia. Pero tan pronto como la vi, sentí que era mi hogar. Oh, me parece como si estuviera soñando. ¿Sabe usted?, debo tener el brazo amoratado desde el codo hasta el hombro, pues tenía la horrible sensación de estar soñando. Así que me pellizcaba para ver si era verdad, hasta que de pronto recordaba que, aun suponiendo que fuera un sueño, sería mejor seguir soñando cuanto fuera posible; de manera que no me pellizcaba más. Pero esto
es
verdad, y estamos por llegar a casa.

Con un suspiro de embeleso quedó en silencio. Matthew se revolvió incómodo. Estaba contento de que fuera Marilla y no él quien debiera decir a aquella niña abandonada que el hogar que ansiaba no sería suyo. Cruzaron Lynde's Hollow, donde estaba ya bastante oscuro, pero no lo suficiente como para que la señora Rachel no la viera desde su ventana, y subieron la colina hasta el largo sendero que iba a «Tejas Verdes». Al llegar a la casa,Matthew temblaba ante la
cercana
revelación, con una
energía
que no comprendía. No pensaba en Marilla ni en sí mismo, ni en las molestias que derivarían de aquel error, sino en la desilusión de la niña. Cuando pensó que se borraría de sus ojos aquella extasiada luz, tuvo la incómoda sensación de tener que asistir a un asesinato; un sentimiento parecido al que le sobrevenía cuando debía matar un carnero, un ternero o cualquier otra inocente criatura.

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