Ángeles y Demonios (19 page)

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Authors: Dan Brown

Alguien descolgó al instante.


Per I'amore di Dio!
—le gritó una voz familiar—. ¡Haga el favor de pasar la llamada!

La puerta del centro de seguridad de la Guardia Suiza se abrió con un siseo. Los guardias se apartaron cuando el comandante Olivetti entró en la sala como un cohete. Cuando llegó a su despacho, el guardia confirmó lo que le había dicho por el
walkie-talkie.
Vittoria Vetra estaba hablando por el teléfono privado del comandante.

Che coglioni che ha questa!,
pensó. ¡Vaya pelotas que tiene la niña!

Se encaminó a la puerta, lívido, e introdujo la llave en la cerradura. Abrió la puerta y gritó:

—¿Qué está haciendo?

Vittoria no le hizo caso.

—Sí —estaba diciendo por teléfono—. Y debo advertirle...

Olivetti le arrancó el teléfono de la mano y se lo llevó al oído.

—¿Quién demonios es usted?

Durante una fracción de segundo, Olivetti perdió el aplomo.

—Sí, camarlengo... —dijo—. Correcto, signore, pero asuntos de seguridad exigen... Claro que no... La retengo aquí por... Desde luego, pero... —Escuchó—. Sí, señor —dijo por fin—. Los acompañaré de inmediato.

39

El Palacio Apostólico es un conglomerado de edificios cercano a la Capilla Sixtina, en la esquina noreste de la Ciudad del Vaticano. Con una imponente vista de la plaza de San Pedro, el palacio alberga los aposentos papales y el despacho del pontífice.

Vittoria y Langdon siguieron en silencio al comandante Olivetti, que los guió por un largo pasillo rococó. El cuello parecía que iba a estallarle a causa de la rabia. Después de subir por tres tramos de escaleras, entraron en un amplio corredor apenas iluminado.

Langdon miraba con incredulidad las obras de arte que adornaban las paredes (bustos en perfecto estado, tapices, frisos), obras que valdrían cientos de miles de dólares. Cuando llevaban recorridas dos terceras partes del pasillo, pasaron ante una fuente de alabastro. Olivetti giró a la izquierda por una abertura y se encaminó hacia una de las puertas más grandes que Langdon había visto en su vida.


Ufficio del Papa
—anunció el comandante, al tiempo que dirigía a Vittoria una mirada feroz. Ella ni se inmutó. Llamó con firmeza a la puerta.

El despacho del Papa,
pensó Langdon, a quien se le hacía difícil asimilar que estaba ante una de las puertas más sagradas de todas las religiones del mundo.


Avanti!
—contestó alguien desde dentro.

Cuando la puerta se abrió, Langdon tuvo que protegerse los ojos. La luz del sol era cegadora. Poco a poco, enfocó la imagen que tenía ante él.

El despacho del Papa parecía más una sala de baile que una oficina. El suelo era de mármol rojo y las paredes estaban adornadas con frescos de vividos colores. Una araña colosal colgaba del techo, y al otro lado una hilera de ventanas arqueadas ofrecía un asombroso panorama de la plaza de San Pedro bañada por el sol.

Dios mío,
pensó Langdon.
Esto sí que es una habitación con vistas.

Al final del recibidor, un hombre sentado a un escritorio tallado escribía furiosamente.


Avanti
—repitió el hombre. Dejó su pluma y les indicó con un ademán que entraran.

Olivetti los guió con paso marcial.


Signore
—dijo en tono de disculpa—,
non ho potuto...

El hombre le interrumpió. Se puso en pie y estudió a sus dos visitantes.

El camarlengo no se parecía en nada a las imágenes de hombres frágiles y devotos que Langdon había imaginado paseando por el Vaticano. No llevaba rosario ni medallones. Ni hábitos pesados. Iba vestido con una sencilla sotana negra que parecía subrayar la solidez de su cuerpo robusto. Aparentaba treinta y pico años, un niño para la edad media del Vaticano. Tenía un rostro sorprendentemente atractivo, un remolino de recio cabello castaño y unos ojos verdes casi radiantes, que brillaban como alimentados por los misterios del universo. Sin embargo, cuando el hombre se acercó, Langdon captó en sus ojos un profundo agotamiento, como un alma que estuviera padeciendo los quince días más duros de toda su vida.

—Soy Carlo Ventresca —dijo en un inglés perfecto—. El camarlengo del Papa fallecido.

Su voz era amable y sin el más mínimo dejo de pretensión, y apenas se notaba un levísimo acento italiano.

—Vittoria Vetra —dijo la joven. Avanzó y le ofreció la mano—. Gracias por recibirnos.

Olivetti se retorció cuando el camarlengo estrechó la mano de Vittoria.

—Le presento a Robert Langdon —dijo Vittoria—. Profesor de simbología religiosa en la Universidad de Harvard.


Padre
—dijo Langdon con su mejor acento italiano. Inclinó la cabeza cuando extendió la mano.

—No, no —insistió el camarlengo—. El despacho de Su Santidad no me convierte en santo. Soy un simple sacerdote, un secretario que presta sus servicios en tiempos de necesidad.

Langdon se irguió.

—Por favor —dijo el camarlengo—, siéntense todos.

Movió unas sillas alrededor de su escritorio. Langdon y Vittoria se sentaron. Olivetti prefirió seguir en pie.

—Signore —dijo Olivetti—. La indumentaria de la mujer es fallo mío. Yo...

—Su indumentaria no me preocupa —contestó el camarlengo, como demasiado cansado para perder el tiempo en nimiedades—. Pero si el operador de la centralita del Vaticano me llama media hora antes de que inaugure el cónclave, y me dice que una mujer está llamando desde
su
despacho para advertirme de una grave amenaza para la seguridad de la que no he sido informado, eso sí que me preocupa.

Olivetti estaba muy rígido, con la espalda arqueada como un soldado sometido a un severo escrutinio.

Langdon se sentía hipnotizado por la presencia del camarlengo. Por joven y cansado que pareciera, el sacerdote tenía un aire de héroe mítico, irradiaba carisma y autoridad.

—Signore —dijo Olivetti, en tono de disculpa pero aún sin ceder—, usted no debería preocuparse por temas de seguridad. Tiene otras responsabilidades.

—Soy muy consciente de mis otras responsabilidades. También soy consciente de que, como
direttore intermediario,
tengo la responsabilidad de la seguridad y bienestar de todas las personas reunidas para el cónclave. ¿Qué está pasando aquí?

—Tengo la situación controlada.

—Por lo visto no.

—Padre —interrumpió Langdon, mientras sacaba el fax arrugado y lo entregaba al camarlengo—, por favor.

El comandante Olivetti avanzó con el afán de intervenir.

—Padre, por favor, no se preocupe por...

El camarlengo tomó el fax, sin hacer caso de Olivetti durante un largo momento. Contempló la imagen del asesinado Leonardo Vetra y lanzó una exclamación.

—¿Qué es esto?

—Era mi padre —dijo Vittoria con voz débil—. Era sacerdote y hombre de ciencia. Le asesinaron anoche.

El rostro del camarlengo se suavizó al instante. La miró.

—Mi querida hija. Lo siento mucho. —Se persignó y volvió a mirar el fax, con ojos llenos de aborrecimiento—. ¿Quién querría... ? Y esta quemadura en el...

El camarlengo calló y acercó más la imagen.

—Dice
Illuminati
—explicó Langdon—. No me cabe duda de que le suena el nombre.

Una extraña expresión cruzó el rostro del camarlengo.

—He oído el nombre, sí, pero...

—Los
Illuminati
asesinaron a Leonardo Vetra para poder robar una nueva tecnología que estaba...

—Signore —interrumpió Olivetti—, esto es absurdo. ¿llluminati? Se trata de una patraña muy trabajada.

Dio la impresión de que el camarlengo meditaba sobre las palabras de Olivetti. Después, se volvió y contempló a Langdon con tal intensidad que éste sintió que le faltaba el aire.

—Señor Langdon, he pasado mi vida en la Iglesia católica. Conozco la tradición de los Illuminati... y la leyenda de los estigmas. No obstante, debo advertirle de que soy un hombre del presente. La cristiandad ya tiene suficientes enemigos sin necesidad de resucitar fantasmas.

—El símbolo es auténtico —dijo Langdon, quizá demasiado a la defensiva, pensó. Dio la vuelta al fax para que el camarlengo lo viera.

El camarlengo guardó silencio cuando vio la simetría.

—Ni siquiera con los ordenadores modernos —añadió Langdon—se ha podido generar un ambigrama simétrico de esta palabra.

El camarlengo enlazó las manos y no dijo nada durante mucho rato.

—Los Illuminati están muertos —dijo por fin—. Hace mucho tiempo. Es un hecho histórico.

Langdon asintió.

—Ayer le habría dado la razón.

—¿Ayer?

—Antes de la cadena de acontecimientos de hoy. Creo que los Illuminati han resucitado para cumplir un antiguo pacto.

—Perdone. Tengo la historia un poco oxidada. ¿De qué antiguo pacto habla?

Langdon respiró hondo.

—La destrucción del Vaticano.

—¿La destrucción del Vaticano? —El camarlengo parecía menos aterrado que confuso—. Pero eso es imposible.

Vittoria negó con la cabeza.

—Temo que somos portadores de más malas noticias.

40

—¿Es eso
cierto!
—preguntó el camarlengo con expresión de asombro, mientras paseaba la mirada entre Vittoria y Olivetti.

—Signore —le tranquilizó Olivetti—, admito que hemos detectado una especie de artefacto. Aparece en uno de nuestros monitores de seguridad, pero en cuanto a lo que afirma la señorita Vetra sobre el poder de la sustancia, no puedo...

—Espere un momento —le interrumpió el camarlengo—. ¿Esa cosa se puede ver?

—Sí, signore. En la cámara inalámbrica número ochenta y seis.

—Entonces, ¿por qué no han ido a buscarla?

El tono del camarlengo era de irritación.

—Es muy difícil, signore.

Olivetti se mantuvo firme mientras explicaba la situación.

El camarlengo escuchó, y Vittoria intuyó su creciente preocupación.

—Tal vez alguien sustrajo la cámara y está transmitiendo desde el exterior.

—Imposible —dijo Olivetti—. Nuestros muros externos forman un escudo electrónico que protege nuestras comunicaciones internas. La señal sólo puede proceder del interior, de lo contrario no la recibiríamos.

—Imagino que están buscando esa cámara con todos los recursos disponibles, ¿no es cierto?

Olivetti meneó la
cabeza.

—No, signore. Localizar esa
cámara
exigiría cientos de horas y hombres. En este momento tenemos otros problemas de seguridad y, con el debido respeto a la señorita Vetra, esa gota de la que habla es muy pequeña. No podría provocar una explosión como la que ella describe.

La paciencia de Vittoria se agotó.

—¡Esa gota es suficiente para arrasar la Ciudad del Vaticano! ¿Es que no ha prestado atención a lo que le dije?

—Señorita —dijo Olivetti con voz acerada—, tengo mucha experiencia con explosivos.

—Su experiencia está obsoleta —replicó la joven sin ceder terreno—. Pese a mi atuendo, que usted considera perturbador, de lo que me he dado cuenta, soy una física de alto nivel y trabajo en la instalación de investigaciones subatómicas más avanzada del mundo. Yo personalmente diseñé la trampa de antimateria que impide a la muestra aniquilarse. Y le advierto de que, a menos que encuentre ese contenedor antes de seis horas, sus guardias sólo tendrán que proteger un gran agujero en el suelo durante los próximos cien años.

Olivetti se volvió hacia el camarlengo. Sus ojos de insecto lanzaban chispas.

—Signore, no puedo permitir que esto siga adelante. Unos bromistas le están haciendo perder el tiempo. ¿Los Illuminati? ¿Una gota que nos destruirá a todos?


Basta
—exclamó el camarlengo. Dijo la palabra en voz baja, pero dio la impresión de que resonaba en toda la habitación. Se hizo el silencio. El hombre continuó hablando en un susurro—. Peligrosa o no, Illuminati o no, sea lo que sea esa cosa, no debería estar dentro de la ciudad... y mucho menos en vísperas del cónclave. Quiero que la encuentren y la saquen de aquí. Organice la búsqueda de inmediato.

Olivetti insistió.

—Signore, aunque utilizáramos todos los guardias para registrar el complejo, tardaríamos días en encontrar la cámara. Además, después de hablar con la señorita Vetra, ordené a uno de mis guardias que consultara nuestra guía de balística más avanzada, por si hablaba de esta sustancia llamada antimateria. No encontró la menor mención. En ninguna parte.

Imbécil presumido,
pensó Vittoria.
¿Una guía de balística? ¿Probaste una enciclopedia? ¡En la A!

Olivetti continuaba hablando.

—Signore, si está insinuando que llevemos a cabo un registro ocular de todo el Vaticano, he de oponerme.

—Comandante. —La voz del camarlengo destilaba irritación—. He de recordarle que, cuando se dirige a mí, se dirige a este despacho. Me doy cuenta de que no se toma muy en serio mi cargo. No obstante, según la ley, estoy al mando. Si no me equivoco, los cardenales se hallan ahora a salvo en la Capilla Sixtina, y sus preocupaciones por la seguridad serán mínimas hasta que finalice el cónclave. No sé por qué duda tanto en iniciar la búsqueda. Otro pensaría que intenta poner en peligro adrede este cónclave.

Olivetti le dedicó una mirada desdeñosa.

—¡Cómo se atreve! ¡He servido a su Papa durante doce años! ¡Y al Papa anterior durante catorce! Desde 1438, la Guardia Suiza ha...

El
walkie-talkie
de Olivetti le interrumpió con un pitido estridente.


Comandante?

Olivetti apretó el transmisor.


Sonó occupato! Cosa vuoi?


Scusi
—dijo el guardia por la radio—. Llamo desde el centro de comunicaciones. Pensé que querría saber que hemos recibido una amenaza de bomba.

Olivetti no pudo expresar mayor desinterés.

—¡Pues ocúpese de ella! Siga el procedimiento habitual y tome nota.

—Ya lo hemos hecho, señor, pero la persona que llamó... —El guardia hizo una pausa—. No me gustaría preocuparle, comandante, pero mencionó la sustancia que me pidió que investigara.
Antimateria.

Los cuatro intercambiaron miradas de asombro.

—¿Mencionó
qué?
—tartamudeó Olivetti.

—Antimateria, señor. Mientras intentábamos localizar la procedencia de la llamada, seguí investigando sobre la sustancia. La información que obtuve es, la verdad, muy inquietante...

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