Ángeles y Demonios (4 page)

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Authors: Dan Brown

Langdon le siguió por el pasillo.

—¿Por qué no enmiendan el error?

Kohler se encogió de hombros, como si el tema no le interesara.

—Un malentendido sin importancia sobre una tecnología sin importancia. El CERN es mucho más grande que una conexión global de ordenadores. Nuestros científicos producen milagros casi a diario.

Langdon dirigió a Kohler una mirada inquisitiva.

—¿Milagros?

La palabra «milagro» no formaba parte del vocabulario empleado en el Fairchild Science Building de Harvard. Los milagros se dejaban a la Facultad de Teología.

—Parece escéptico —dijo Kohler—. Pensaba que era usted un simbolista religioso. ¿No cree en milagros?

—No lo tengo muy claro —dijo Langdon.
Sobre todo en relación con los que tienen lugar en laboratorios científicos.

—Tal vez milagro no sea la palabra adecuada. Sólo intentaba adaptarme a su lenguaje.

—¿Mi lenguaje? —De repente, Langdon se sintió incómodo—. No es que quiera decepcionarle, señor, pero yo estudio simbología religiosa. Soy un académico, no un sacerdote.

De repente, Kohler aminoró la velocidad y se volvió. Su mirada se suavizó un tanto.

—Por supuesto. Ha sido una torpeza por mi parte. No es preciso padecer cáncer para analizar sus síntomas.

Langdon nunca lo había oído expresado de esa manera.

Mientras avanzaban por el corredor, Kohler asintió en señal de aceptación.

—Sospecho que usted y yo nos entenderemos a la perfección, señor Langdon.

Langdon se permitió dudarlo.

Mientras ambos continuaban a buen paso, Langdon empezó a percibir un ruido profundo a lo lejos. Se hizo más pronunciado a cada paso que daban, y resonaba en las paredes. Producía la impresión de proceder del final del pasillo.

—¿Qué es eso? —preguntó. Para hacerse oír, tuvo que gritar. Experimentó la sensación de que se estaban acercando a un volcán en actividad.

—El Tubo de Caída Libre —contestó Kohler, y su voz hueca cortó el aire sin esfuerzo. No le dio más explicaciones.

Langdon no preguntó. Estaba agotado, y a Maximilian Kohler no parecía interesarle ganar ningún premio a la hospitalidad. Langdon se recordó por qué estaba aquí,
llluminati.
Supuso que en esta colosal instalación había un cadáver, un cuerpo marcado a fuego con un símbolo por el que había volado cuatro mil ochocientos kilómetros para verlo.

Cuando se acercaron al final del pasillo, el estrépito se hizo ensordecedor, y vibraba en las suelas de los zapatos de Langdon. Doblaron la curva y apareció a la derecha una galería de observación. Cuatro portales de gruesos cristales estaban empotrados en una pared curva, como ventanas en un submarino. Langdon se detuvo y miró por uno de los agujeros.

El profesor Robert Langdon había visto algunas cosas extrañas en el curso de su vida, pero ésta las superaba a todas. Parpadeó varias veces, y se preguntó si padecía alucinaciones. Estaba contemplando una enorme cámara circular. En el interior de la cámara, flotando como si careciera de peso, había gente. Tres personas. Una saludó con la mano y dio un salto mortal en el aire.

Dios mío,
pensó.
Estoy en el país de Oz.

El suelo de la estancia era una reja, como una gigantesca plancha de alambre. Bajo la reja se veía la mancha metálica de un enorme propulsor.

—Tubo de Caída Libre —dijo Kohler, y se detuvo para esperarle—. Paracaidismo de interior. Para aliviar el estrés. Es un túnel de viento vertical.

Langdon miró asombrado. Uno de los tres paracaidistas, una mujer obesa, se acercó a la ventana. Las corrientes de aire la abofeteaban, pero sonrió y enseñó a Langdon los dos pulgares alzados. Langdon forzó una sonrisa y le devolvió el gesto, mientras se preguntaba si la mujer sabía que era el antiguo símbolo fálico de la virilidad masculina.

Langdon observó que la mujer era la única que llevaba lo que semejaba un paracaídas en miniatura. El casquete de tela flotaba sobre ella como un juguete.

—¿Para qué sirve el paracaídas pequeño? —preguntó Langdon a Kohler—. No debe de medir más de un metro de diámetro.

—Es por la fricción —dijo Kohler—. Disminuye su resistencia al aire para que el ventilador pueda alzarla. —Desvió la vista hacia el corredor—. Un metro cuadrado de tela disminuye la velocidad de caída de un cuerpo en un veinte por ciento.

Langdon asintió, perplejo.

No sospechó ni por un momento que más tarde, aquella noche, en un país situado a cientos de kilómetros, esa información le salvaría la vida..

8

Cuando Kohler y Langdon salieron del complejo principal del CERN al sol de Suiza, Langdon se sintió transportado a casa. El panorama que se extendía ante él parecía un campus universitario de cualquiera de las más prestigiosas instituciones educativas de la costa Este de Estados Unidos.

Una pendiente cubierta de hierba descendía hasta una planicie donde crecían bosquecillos de arces en cuadriláteros bordeados de edificios residenciales de ladrillo y senderos peatonales. Individuos con pinta de estudiosos entraban y salían de los edificios, cargados con libros. Como para acentuar la atmósfera universitaria, dos hippies melenudos se lanzaban un
frisbee,
mientras disfrutaban de la Cuarta sinfonía de Mahler, que surgía a todo volumen por la ventana de un dormitorio.

—Son las viviendas de los residentes —explicó Kohler, mientras aceleraba la silla de ruedas en dirección a los edificios—. Tenemos más de tres mil físicos aquí. Sólo el CERN emplea más de la mitad de los físicos de partículas del mundo. Las mentes más brillantes del planeta: alemanes, japoneses, italianos, holandeses, lo que quiera. Nuestros físicos representan a más de quinientas universidades y sesenta nacionalidades.

Langdon se quedó asombrado.

—¿Cómo se comunican?

—En inglés, por supuesto. El idioma universal de la ciencia.

Langdon siempre había oído que las matemáticas constituían el idioma universal de la ciencia, pero estaba demasiado cansado para discutir. Siguió obediente a Kohler.

A mitad de camino, un joven pasó corriendo. Su camiseta proclamaba:
¡SIN TGU NO HAY GLORIA!

Langdon le siguió con la mirada, intrigado.

—¿TGU?

—Teoría General Unificada —explicó Kohler—. La teoría de todo.

—Entiendo —dijo Langdon, que no entendía nada.

—¿Sabe algo de la física de partículas, señor Langdon?

Langdon se encogió de hombros.

—Sé algo de la física general: la caída de los cuerpos, esas cosas. —Sus años de buceador le habían inducido un profundo respeto por el asombroso poder de la aceleración gravitacional—. La física de partículas se ocupa del estudio de los átomos, ¿verdad?

Kohler negó con la cabeza.

—Los átomos son como planetas comparados con lo que nosotros estudiamos. Nuestro interés se centra en el
nucleus
del átomo, una mera diezmilésima parte del tamaño total. —Tosió de nuevo, como si estuviera enfermo—. Los hombres y mujeres del CERN están aquí para encontrar respuestas a las mismas preguntas que el hombre se ha planteado desde el principio de los tiempos. ¿De dónde venimos? ¿De qué estamos hechos?

—¿Y esas respuestas se encuentran en un laboratorio de física?

—Parece sorprendido.

—Lo estoy. La pregunta parece de tipo espiritual.

—Señor Langdon, todas las preguntas fueron de tipo espiritual en su momento. Desde el principio de los tiempos, la espiritualidad y la religión se han utilizado para llenar los huecos que la ciencia no comprendía. La salida y la puesta de sol se atribuyeron en otro tiempo a
Helios
y un carro de fuego. Los terremotos y los maremotos eran la ira de Poseidón. La ciencia ha demostrado ahora que esos dioses eran ídolos falsos. Pronto, demostraremos que
todos
los dioses son falsos ídolos. La ciencia ha proporcionado respuestas a casi todas las preguntas que el hombre puede formular. Sólo quedan unas cuantas, y son las esotéricas. ¿De dónde venimos? ¿Qué hacemos aquí? ¿Cuál es el sentido de la vida y del universo?

Langdon estaba asombrado.

—¿Son éstas las preguntas que intenta contestar el CERN?

—Le corrijo: éstas son las preguntas que estamos contestando.

Langdon guardó silencio, mientras los dos hombres deambulaban a través de los cuadriláteros residenciales.
Un frisbee
voló sobre sus cabezas y aterrizó delante de ellos. Kohler no hizo caso y siguió adelante.

Una voz llamó desde el otro ángulo del cuadrilátero.


S'il vous plaît!

Langdon miró. Un hombre canoso de edad avanzada, con una sudadera del College Paris, le estaba haciendo señas. Langdon recogió el
frisbee
y se lo devolvió con pericia. El anciano lo atrapó sobre un dedo y lo hizo rebotar varias veces antes de lanzarlo por encima del hombro hacia su compañero.


Merci!
—gritó a Langdon.

—Le felicito —dijo Kohler cuando Langdon le alcanzó—. Acaba de lanzarle el
frisbee
al ganador del premio Nobel Georges Charpak, inventor de la cámara proporcional multihilo.

Langdon asintió.
Hoy es mi día de suerte.

Langdon y Kohler tardaron tres minutos más en llegar a su destino, un edificio amplio y bien cuidado, situado en un bosquecillo de álamos. Comparado con los demás, el edificio parecía lujoso. El letrero de piedra tallada anunciaba
EDIFICIO C
.

Muy imaginativo,
pensó Langdon.

Pero pese a su nombre vulgar, el Edificio C coincidía con el gusto arquitectónico de Langdon: conservador y sólido. Tenía una fachada de ladrillo rojo, una balaustrada trabajada, y estaba cercado por setos esculpidos simétricos. Cuando los dos hombres subieron por el sendero de piedra hacia la entrada, pasaron bajo un pórtico formado por un par de columnas de mármol. Alguien había pegado una nota adhesiva en una de ellas.

ESTA COLUMNA ES IÓNICA

¿Graffitis de físicos?,
se preguntó Langdon, mientras estudiaba la columna y reía para sí.

—Me tranquiliza ver que hasta los físicos brillantes cometen errores.

Kohler le miró.

—¿A qué se refiere?

—Quien escribió esa nota cometió un error, aparte de escribirlo mal. La columna no es iónica, sino jónica. Las columnas jónicas son de anchura uniforme. Ésta es ahusada. Es dórica, la contrapartida griega. Un error muy común.

Kohler no sonrió.

—El autor quería hacer una broma, señor Langdon. «Iónica» significa que contiene iones, partículas cargadas eléctricamente. La mayoría de objetos las contienen.

Langdon miró la columna y gruñó.

Langdon aún se sentía como un estúpido cuando salió del ascensor en el último piso del Edificio C. Siguió a Kohler por un corredor bien amueblado. La decoración no era la que se esperaba, de estilo francés colonial tradicional: un diván cereza, un jarrón de porcelana y muebles con volutas de madera.

—Nos gusta que nuestros científicos se sientan cómodos —explicó Kohler.

Es evidente,
pensó Langdon.

—¿El hombre del fax vivía aquí? ¿Era uno de sus empleados de alto nivel?

—En efecto —dijo Kohler—. No acudió a una reunión que teníamos concertada esta mañana y su buscapersonas no contestó. Vine a buscarle y le encontré muerto en su sala de estar.

Langdon sintió un escalofrío cuando comprendió que estaba a punto de ver un cadáver. Se le revolvía el estómago con facilidad. Era una debilidad que había descubierto en sus tiempos de estudiante de historia del arte, cuando el profesor informó a la clase de que Leonardo da Vinci había profundizado sus conocimientos del cuerpo humano exhumando cadáveres y diseccionando su musculatura.

Kohler le guió hasta el final del pasillo. Había una sola puerta.

—El apartamento del ático, como dirían ustedes —anunció Kohler, al tiempo que se secaba una gota de sudor de la frente.

Langdon echó un vistazo a la solitaria puerta de roble. Una placa rezaba:

LEONARDO VETRA

—Leonardo Vetra —dijo Kohler—habría cumplido cincuenta y ocho años la semana que viene. Era uno de los científicos más brillantes de nuestro tiempo. Su muerte significa una profunda pérdida para la ciencia.

Por un instante, Langdon creyó percibir emoción en el rostro endurecido de Kohler, pero se esfumó al instante. Kohler introdujo la mano en el bolsillo y empezó a buscar en un llavero.

De pronto, a Langdon se le ocurrió una idea extraña. El edificio parecía desierto.

—¿Dónde está todo el mundo? —preguntó. La falta de actividad no era lo que esperaba encontrar, considerando que estaban a punto de entrar en el escenario de un crimen.

—Los residentes están en sus laboratorios —contestó Kohler, que al fin había encontrado la llave.

—Me refiero a la policía —aclaró Langdon—. ¿Ya se han ido?

Kohler se detuvo, con la llave a medio camino de la cerradura.

—¿La policía?

Los ojos de Langdon se encontraron con los del director.

—La policía. Usted me envió un fax acerca de un homicidio. Tiene que haber llamado a la policía.

—Por supuesto que no.

—¿Cómo?

Los ojos grises de Kohler se hicieron más penetrantes.

—La situación es complicada, señor Langdon.

Langdon sintió una oleada de aprensión. —Pero... ¡alguien más se habrá enterado!

—Sí. La hija adoptiva de Leonardo. También trabaja como física aquí. Ella y su padre comparten el laboratorio. Son compañeros. La señorita Vetra se ausentó esta semana para llevar a cabo investigaciones de campo. Le he comunicado la muerte de su padre, y se halla de camino en este momento.

—Pero un hombre ha sido ase...

—Tendrá lugar una investigación oficial —afirmó Kohler—. Sin embargo, eso significará un registro a fondo del laboratorio de Vetra, un espacio que su hija y él consideraban absolutamente privado. Por consiguiente, esperaremos a que la señorita Vetra llegue. Creo que le debo esa pequeña muestra de discreción.

Kohler giró la llave.

Cuando la puerta se abrió, una ráfaga de aire helado siseó y alcanzó a Langdon en plena cara. Retrocedió, confuso. Estaba contemplando el interior de un mundo extraño. El piso estaba inmerso en una espesa niebla blanca. La niebla remolineaba formando vórtices humeantes alrededor de los muebles, como una mortaja que envolviera la habitación en una neblina opaca.

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