Aníbal (27 page)

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Authors: Gisbert Haefs

Tags: #Histórico, #Bélico

—Ah.

—… no sentían asco…

—Ja.

—…de examinar con dedos ágiles el ribete de oro.

Asdrúbal se quitó al heleno de encima y levantó el torso.

—Un trabajo repugnante. Pero tenía que hacerse.

lona y Tsuniro se miraron la una a la otra, sacudieron la cabeza y bebieron.

—Y como ellos —dijo Antígono—, cavaron y pellizcaron y se embarraron y trincharon en el ojete…

—Encontraron unos hilos sueltos en el ribete, y pasaron mucho tiempo pensando como podrían deshilarlo del todo. Sigue tú, heleno, yo tengo que beber. Además, la primera parte de la historia te pertenece.

—Eso no es una historia —dijo Tsuniro—. Es una sucesión confusa de imágenes oscuras. Palabreo estúpido.

Asdrúbal reprimió una risita.

—Es verdad. Pero lo que importa es cómo termina. Je. Conseguimos, sin embarrarnos mucho los dedos, deshilar el ribete de oro y convertirlo en monedas. De momento Hannón ya no es más que un ojete, y uno bastante chafado, por cierto.

Sin duda pronto volverá a cagar oro, pero… ay, amigo, ¿no es maravilloso?

Los dos amigos volvieron a gritar, dar manotazos contra el suelo y chillar. Hasta que por fin se arrastraron agotados a la segunda cama de alfombras.

—Habla, oh Antígono, hijo de Arístides. Ay, ¿cómo empezaste tan oportunamente, oh señor del banco del ojo saltón, a tejer las redes del hábil juego? —Miró a las mujeres—. Pues es él quien empezó; no conozco todo lo que ha urdido, y yo también tengo algunas sorpresas para él. —Se levantó, cogió la jarra, echó más vino en los vasos de Iona y Tsuniro, llenó el de Antígono y el suyo y dejó la jarra en el suelo, en el lugar donde las alfombras de ambos lechos se tocaban.

—Dejad que nos acerquemos un poco, oh inteligentes y bellas mujeres —dijo Asdrúbal—. Para que termine de una vez este penoso ir y venir con la jarra.

Una vez que todos se hubieron sentado o tumbado cerca de la jarra, Antígono carraspeó. Todavía estaba afónico por los arrebatos anteriores.

—Psi, ¿por dónde empiezo? Entre Hannón y yo había ciertas diferencias de opinión. Como es un hombre poderoso, pensé cómo podría él dañarme si continuaban las hostilidades. Hannón no contrataría ladrones para que asaltaran caravanas del banco; el banco es casi inatacable. Quizá podía enviar asesinos a que me matasen, o a mis amigos o parientes, pero podían tomarse ciertas precauciones al respecto. No, el único lugar en el que realmente podía golpear dejando un agujero para ataques posteriores, era la aldea de artesanos.

Iona arrugó la frente.

—¿La aldea? ¿Cómo exactamente?

—Yo puedo decírtelo. —Tsuniro se levantó un poco, apoyándose sobre los codos—. El Consejo de Kart-Hadtha podía dar mil decretos que impidiesen el trabajo de la aldea; o Hannón podía quizá presionar a empleados (o artesanos, esclavos, o socios). Había muchas posibilidades.

—Por eso mi primera conclusión fue que tenía que poner la aldea fuera del alcance de Hannón; en realidad todo lo demás es consecuencia de esto.

Antígono empezó a contar cómo había reunido información, enviado emisarios, hecho pedidos y utilizado relaciones.

—Bien. Ya conocéis los… ¿cómo decirlo, los nudos y el tendido de las redes? Si, llamémoslo así. Falta atraer la presa al cebo y cerrar la trampa. Hace unos días, una flota carguera ha partido hacia Iberia, rumbo al país de los contestanos. En la bahía de Mastia está surgiendo una nueva aldea de artesanos.

—¿Así que la aldea de aquí ya no existe? ¿Se han ido todos?

Tsuniro puso la mano sobre el brazo de Iona.

—No, sólo casi. Unos cuantos se han quedado aquí.

—Tsuniro, por ejemplo —dijo Antígono. Sonrió a la muchacha—. Ella se queda para elaborar perfumes en el edificio de la puerta de Tynes. Y para dar sentido a mi vida.

Tsuniro le echó un beso con la mano.

Asdrúbal se inclinó hacia adelante y llenó los vasos; luego volteó la jarra vacía, se levantó suspirando y trajo la segunda jarra, en la que había más vino y menos agua.

—Sigue hablando, señor del banco.

—Si. Ahora empieza la sarta de embustes. Las personas más importantes de los «Viejos», que rodean a Hannón, sabían que yo había gastado mucho dinero en tierras. Hice correr el rumor de que cuatro caravanas del banco habían sido asaltadas por garamantas; una terrible pérdida, puesto que, además, las caravanas estaban aseguradas por el banco. Por otra parte, perdí muchos barcos en una tormenta; en realidad están navegando entre Liksh y las Islas Afortunadas, pero la gente de Hannón cree que se han hundido. Un amigo de Cirene tuvo la amabilidad de enviarme dos cartas, de las que se desprende que debo una enorme cantidad de dinero al Banco Estatal de Cirene. No sé cómo, una de estas cartas fue a dar a manos de Hannón. —Antígono contuvo la risa y bebió un trago.

—Eres un canalla —dijo Iona—. Tengo que pensar seriamente si puedo seguir bebiendo vino con Asdrúbal y contigo.

—Un caravanero que desde hace ya mucho tiempo quería tener un almacén propio en o cerca a Kart-Hadtha, mencionó a un gran señor púnico que yo necesitaba dinero con urgencia y que estaba dispuesto a vender las tierras, la aldea, los edificios y los huertos, pero que sin embargo para él el precio era desorbitante. Otro gran comerciante, éste era de Sikka, dio a entender que pronto tendría tierras y edificios a las puertas de Kart-Hadtha, y que entonces arreglaría las cuentas con Hannón; durante la Guerra Libia, Hannón había desolado fincas que pertenecían a este hombre de Sikka. Ahora viene la parte más difícil.

—Yo encuentro todo bastante difícil —dijo Asdrúbal. Sonrió divertido—. Pero sigue, amigo de mi alma.

—Había que procurar que Hannón se enterara de que podía dañarme directamente sin ensuciarse las manos. Pero no debía saber demasiado. Uno de sus hombres le insinuó que existía una posibilidad, pero que era mejor que Hannón se mantuviera aparte para no tener que votar sobre sus propios intereses en el Consejo. Y para que Antígono no se enterara de que Hannón estaba detrás de todo, pues de lo contrario seguramente el banco no vendería. Pero costaría dos mil talentos. Hannón prestó atención a aquel hombre, dio su consentimiento y puso un límite máximo de mil cien talentos. Tenía que asegurarse de que el banco y Antígono sufrieran un daño realmente grande.

—¿Cuánto te costó la aldea cuando la construiste?

—Algo más de doscientos talentos. Y ha producido muchos beneficios. En los dos últimos días las negociaciones llegaron a su fin. Las realizaron dos intermediarios, ambos convencidos de que los comitentes de la otra parte no estaban realmente enterados de nada. Entre lamentos, fuimos bajando nuestro precio. Y esta mañana un intermediario de un comisionado de un ayudante de un administrador de Hannón pagó mil cien talentos, por una aldea que yo podía haber regalado pues ya me ha producido más que suficientes ingresos.

Asdrúbal levantó el vaso.

—Hagamos, pues, un solemne brindis —dijo entre hipidos—. Por el ribete de oro, que ya no existe.

Iona sacudió la cabeza. Bebió con ellos, pero dijo:

—Un momento, no comprendo bien. Hannón ha comprado la aldea. Pero, ¿Cómo es que por eso va a perder ese «ribete de oro» que tenía… donde sea que lo tuviera?

Antígono señaló a Asdrúbal.

—Me temo que sé aproximadamente qué es lo que sigue. Pero que lo cuente éste.

Asdrúbal ensombreció el rostro.

—Como muchos miembros del Consejo saben, Antígono ha perdido el favor de Amílcar y el mío a causa de sus ideas demasiado revolucionarias. Yo todavía lucho y entreno con él, pero nuestras relaciones políticas y comerciales han terminado. El que nosotros queramos retirar nuestro dinero de su banco es una de las causas de su desesperada necesidad de dinero. Como los Señores del Consejo saben de nuestro conflicto, no les sorprendió que algunos de nuestros hombres hicieran propuestas poco agradables para Antígono y el banco. Tenemos casi treinta mil mercenarios en la ciudad: la muralla del istmo está abarrotada. Hay que buscar la posibilidad de alojar a los mercenarios en otro lugar.

Callé un momento, bebió, hizo un guiño, hipó. De repente, empezó a reír, hasta que las lágrimas le corrieron por las mejillas.

—¿Qué es tan gracioso? —dijo Iona.

—Sólo eso. Oh, dioses, hay pocos días buenos, y éste es uno de los mejores. Esta mañana, cuando supe que el intermediario de Hannón acababa de empezar el pago, pedí a uno de los miembros del Consejo que se liquidara definitivamente la cuestión del alojamiento de los mercenarios. La propuesta se aprobó fácilmente, y con el voto de Hannón, que es lo mejor de todo. Uno de los hombres de Hannón se puso verde y blanco y azul, pero ya no pudo hacer nada. Hannón ha pagado mil cien talentos por la aldea, sin saber que la aldea estaba en juego. Amigos, esta aldea ha sido confiscada este mediodía por orden del Consejo de Kart-Hadtha, y será utilizada para alojar a los mercenarios.

Mucho más tarde, hacia el final de la cuarta jarra, Asdrúbal levantó la cabeza de las rodillas de Iona, eructó y dirigió los ojos enrojecidos hacia Antígono. El heleno estaba sentado en el suelo, con la espalda apoyada contra la pila de alfombras; Tsuniro, sentada detrás de él con las piernas cruzadas, había colocado las manos alrededor de su cuello.

—Ver… Verano es la mejooor época para viajar —dijo el púnico.

Antígono asintió, muy circunspecto, y farfulló algo. Tsuniro, que había bebido muy poco menos, todavía podía traducir.

—Alas —dijo ella—. Muelle. ¡Ups!

Asdrúbal hizo un guiño. —¿Más o menos hasta dónde?

Antígono levantó el vaso e intentó hablar.

—La noche está llena de puñales —dijo con la pronunciación esmerada de extasiados y borrachos—. Las
Alas del Céfiro
esperan en el muelle exterior. Meno, Memnón a bordo. Hiram… viejo y buen Hiram. —Sus ojos divagaban. Respiró profundamente—. Nos llevará lejos de Hannón, el viejo Hiram. Hiramastia, Hiramtingis, Hiramgadir, Hiram. Lejos.

BOSTAR, HIJO DE BOMÍLCAR, ADMINISTRADOR DEL BANCO DE ARENA,

A ANTÍGONO, HIJO DE ARÍSTIDES

A BORDO DEL ALAS DEL CÉFIRO,

EN MASTIA, TINGIS O GADIR. TRIPLICADO

Antes que nada, saludos, amigo y señor, oh Tigo: De los negocios no hay mucho que contar; el banco es una lancha de la mejor madera y con una buena tripulación, y sólo se hundirá cuando lo haga el gran barco, que está agusanado y lleno de agujeros por los que hace agua. Ya sabes cómo se llaman los gusanos y quién es el que ha hecho los agujeros.

Noticias buenas y malas de personas próximas a ti, antes de contarte las de la ciudad, que son peores: tu madre, Apama, ha muerto en paz; sus últimas palabras fueron oscuras: «poder vivir también esto». Psallo ha muerto soltando una sarta de insultos, como era de esperarse, pero también en la paz del lecho. Argíope y los niños han dejado la finca rústica en el momento oportuno; la ciudad pasa estrechez. Bomílcar envía recuerdos a Memnón.

De Hannón el Trasquilado no tienes nada que temer, oh miserable meteco y follacabras. Un día apareció en el banco hecho una furia, con cuatro guardas, y preguntó por ti; le dije que si quería abrir una cuenta o pedir un préstamo tenía que regresar otro día, sin hombres armados. Pero no ha vuelto a venir.

No tienes nada que temer por este motivo: Libia arde, y Hannón, que ha echado toda la leña al fuego, sólo podrá apagar el incendio siendo estratega de Libia. Cuando la situación de la ciudad se hizo insostenible, como el Consejo seguía sin tomar una resolución, se invitó a los mercenarios a que se trasladasen a Sikka —a mil estadios de Kart-Hadtha—, donde tendrían un mejor aire y mejores provisiones. Los soldados se dejaron convencer, sobre todo porque les dieron unas monedas de oro a cuenta de lo debido; sin embargo, querían que sus mujeres y sus hijos se quedasen en Kart-Hadtha. Se les hubiera podido persuadir de que partieran sin armas y marchasen más ligeros. Pero el Consejo ni tomó a sus familias como rehenes, ni pensó en las armas. Una vez que los mercenarios estuvieron en Sikka, no tardó en volver a surgir su descontento, según decían, pues vieron las ricas haciendas y pusieron en duda que Kart-Hadtha no tuviera dinero. Entretanto, Hannón quería echarse sobre los hombros la gloria de salvar a la ciudad, así que emprendió la marcha para negociar con los mercenarios. Pero Hannón sólo habla púnico y heleno, y, según creo, últimamente también latín, de modo que no pudo hablar con los cien pueblos distintos que forman el ejército, sino únicamente con sus cabecillas, y esto sólo mediante intérpretes.

La marcha hacia Sikka también fue un error en otro sentido. Los soldados libios que habían participado en la Guerra Siciliana pudieron ver a sus familias y parientes que viven en el campo, y por medio de éstos se enteraron de lo que Hannón —y Kart-Hadtha— había hecho en Libia los años anteriores. Cuando vieron que ahora era precisamente Hannón quien se dirigía hacia ellos, pensaron, supongo, que cualquier pacto hecho con Hannón sólo estaría vigente hasta que éste tuviera las manos libres para volver a sumir en sangre la región. Además, Hannón les pintó un paisaje tristísimo respecto a las arcas vacías de Kart-Hadtha, y esto poco después de que los mercenarios acabaran de ver las acaudaladas haciendas púnicas. Las negociaciones se interrumpieron; Hannón regresó a la ciudad.

Y ahora los mercenarios están otra vez en la ciudad, o casi. Se han instalado en Tynes y hacen sonar sus espadas de tal modo que se escuchan hasta en el Consejo. Los mentecatos del Consejo tendrán que pagar, oh Tigo, sólo que no sé de dónde piensan sacar el dinero. Alejandría se ha negado a concedernos un préstamo. Pero no importa de dónde salga el dinero: treinta mil hombres armados a las puertas de la ciudad son una razón convincente. Han llegado varias veces hasta la muralla del istmo, para recordarnos su presencia. Ayer arrasaron la aldea que le vendiste a Hannón; pero no puedo reírme, o quizá sí, pero sin ánimos. Y, entretanto, sus exigencias han aumentado: ya no sólo quieren las soldadas atrasadas, sino también una compensación por los caballos que perdieron en la guerra, y que se les dé un pago adicional por el grano que les correspondía y no les fue entregado. Por cierto, Kart-Hadtha ha negado la compensación por los caballos; respecto al grano, los mercenarios no quieren calcular el monto total según el precio actual, sino de acuerdo al precio más elevado de la época de la guerra. Se niegan a volver a negociar con Hannón; quieren hacerlo con Giscón, que los conoce y los ha tratado bien.

Amílcar también los conoce, pero al parecer le guardan rencor porque él ya no se preocupa por ellos. Yo lo veo de otra forma; los cabecillas de los mercenarios saben muy bien que Amílcar conoce a cada uno de los hombres del ejército, habla todas las lenguas y es temido y respetado por todos los soldados. Amílcar representaría el fin para los cabecillas.

Pero lo mejor me lo he reservado para el final. Recordarás que los partidarios de Hannón en el Consejo concedieron una entrega de dinero a Amílcar a cambio de los pagos que había hecho de su propio bolsillo a los mercenarios, durante la Guerra Siciliana. Ahora se han dado cuenta de que aquel dinero que autorizaron no fue a parar a Sicilia, sino a nuestro banco, del que Amílcar había retirado su propio dinero para pagar a los hombres. Ahora lo han llevado ante el Tribunal de los Ciento Cuatro, acusándolo de haberse enriquecido a expensas de la ciudad en tiempo de guerra. Pero tu banco no es manejado con tanta negligencia como ciertas instituciones, oh mi señor Tigo, y, naturalmente, tengo a mano todos los registros y puedo probar que es mayor la cantidad que Amílcar ha pagado de su propio bolsillo que la que ha recibido del Consejo. Pero Asdrúbal todavía no quiere que muestre mis registros; quiere que Amílcar sea acusado. Que lo cubran de polvo, se desgañiten hablando y se pongan ellos mismos en evidencia. Entonces, y sólo entonces, Asdrúbal cogerá mis registros y degollará a esos cerdos; como no pueden decir nada más, todo habrá sido un error. Nuestro apuesto amigo es inteligente. Si hubiera otros tres o cuatro hombres como Asdrúbal y Amílcar no estaría tan preocupado por los mercenarios. En fin, puedes continuar tu viaje con tranquilidad; de momento Hannón está realmente ocupado en otros asuntos. ¡Que Tanit te sea propicia!

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