Aníbal (56 page)

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Authors: Gisbert Haefs

Tags: #Histórico, #Bélico

La caña de escribir de Sosilos ya no rasgaba el papiro. Podían escucharse los pasos de los centinelas en el pasillo; un caballo relinchó a lo lejos. El viento sacudía violentamente las ripias del tejado y aullaba al rozar los salidizos. Los sordos rugidos del mar, excitado por el viento, se confundían con las diminutas voces y ruidos de las decenas de miles de hombres de la llanura. La mesa crujía bajo el mapa.

Las rodillas de Antígono vacilaron; el heleno se dejó caer sobre un escabel.

ANTÍGONO, HIJO DE ARÍSTIDES, EN BARKINO,

A BOSTAR, HIJO DE BOMILCAR, CUSTODIO DEL BANCO DE ARENA

Y CONSEJERO DE KART-HADTHA EN LIBIA

Puedes pensar diez mil veces que estoy loco, pero yo insisto en seguir. Hasta el Ródano, en cualquier caso. Hace tiempo que quería viajar al sur de las Galias, al interior de Massalia, ver lo que haya que ver, comprar lo que se pueda comprar, visitar a mi hermano Atalo. Tu hijo Bomílcar, el mejor de todos los capitanes, zarpará al amanecer llevando consigo esta carta, además de algunos objetos extraños que he encontrado o comprado aquí, al norte del Iberos. Tú verás qué valor tienen esas toscas estatuillas. Este nuevo lugar que Aníbal ha fundado y llamado en honor de los Barca dispone de un pequeño puerto muy bueno y un campo fértil. Según los mapas y los exploradores, nos encontramos a unos mil estadios del mejor paso a través de los Pirineos.

De los combates poco puedo decirte, pues han pasado casi desapercibidos para mi. Y también para la mayor parte del ejército. Los ilercavones, ilergetes, lacetanos, layetanos, tienden emboscadas, pero no presentan batalla; si lo hicieran serían eso que dices que soy yo: locos. Cuando cruzamos el Iberos éramos muchos; noventa mil soldados de a pie, doce mil jinetes, cincuenta elefantes, animales de carga, carros, médicos, asistentes, herreros… Ningún pueblo de Iberia se enfrentaría abiertamente contra un ejército así. Aníbal mantiene al grueso del ejército cerca de la costa, en la ruta hacia el norte. Él mismo se separa de tanto en tanto con pequeñas unidades, para apaciguar, como él dice, a tal o cual tribu. Las bajas son considerables, pero no nos afectan mucho. Sólo alrededor de la mitad del gigantesco ejército son tropas de confianza, el resto son voluntarios nuevos, y los combates sostenidos aquí constituyen al mismo tiempo su entrenamiento y su integración al ejército. Para las escaramuzas con los ilergetes Aníbal movilizó a unos tres mil hombres de las tropas más selectas, que salieron prácticamente ilesos, y a quince mil nuevos de los cuales aproximadamente una tercera parte murió o fue herida. De esta manera Aníbal conserva a los soldados probados y de confianza y somete a una dura prueba a los otros.

La orden de silencio para los que asistimos a la gran reunión continúa vigente; el ejército no conoce ni el verdadero objetivo de la marcha ni el increíble camino por donde se realizará. Confío en que hayas podido descifrar las alusiones de mi última carta, y que hayas mantenido en secreto la solución del enigma. El estratega no revelará el secreto a los soldados hasta que ya no sea posible dar marcha atrás y las largas lunas de marcha y luchas hayan convertido a las tropas en una unidad. La luna o el otro lado del océano serían objetivos menos fantásticos. Sin embargo, los hombres saben que no es necesario liberar las regiones de Iberia situadas al norte del Iberos; también saben que un ejército romano avanza por el sur de las Galias —así que hay suficientes objetivos explicables.

Inexplicable es el nuevo cuidado que pone el estratega en la preparación. Amílcar solía decir que no existe ningún conocimiento inútil, Aníbal convierte en útil tanto lo conocido como lo desconocido. Viene preparando todo esto desde hace más de dos años, tal vez desde que fue nombrado estratega; no porque deseara vivamente emprender este acto temerario y desesperado, sino porque intuía o sabía que, tarde o temprano, Roma haría lo que está haciendo ahora. Conoce todos los caminos, todos los puertos, todas las regiones fértiles, los nombres de todos los príncipes y caudillos; los pasos por las montañas y los apartaderos; las ciudades fortificadas y las aldeas abiertas; sabe qué príncipes de las Galias ofrecen a qué precio caballos, grano, cuero para zapatos o su hospitalidad, en general. Y, gracias a los exploradores, la gente que ha viajado y los mercaderes, conoce los caminos que conducen hacia o a través del más grande y para mi aún increíble obstáculo. Los soldados viejos dicen que Aníbal es la reencarnación de Amílcar, pero mejor que Amílcar; los escribas y cronistas helenos dicen que es más grande que Alejandro. El gran macedonio, según dicen, era fuego abrasador, ola devastadora y ráfaga delirante; Aníbal, por su parte, posee también ese cuarto elemento que faltaba a Alejandro y que yo suponía incompatible con los otros tres: la fértil y controlada razón que le permite mantener los pies sobre la tierra. Aníbal no sueña con ser un dios, pues no cree en dioses; y yo me estoy dejando llevar por el entusiasmo, cuando en realidad debería conservar el ingenio y la frialdad.

Hace algunos días pasamos un mal momento, cuando se volvieron a discutir las dificultades que acarreará alimentar a la tropa cuando la empresa llegue al cenit… ya sabes a qué me refiero. Magón y Monómaco dijeron que los hombres debían empezar a acostumbrarse a comerse unos a otros. Amílcar probablemente hubiera montado en cólera, pero la fría agudeza de Aníbal fue más eficaz. Les dijo que podían empezar en seguida, comiéndose cada uno un pie del otro y enviando los huesos a Kart-Hadtha, para que Hannón los guardara junto a los de Matho.

El cansancio y la noche me envuelven, viejo amigo. ¿Se cierne aún la oscuridad sobre Kart-Hadtha? ¿Acaso se ha hecho un poco de luz, o Hannón ha conseguido hacer aún más profundas las tinieblas? Cuida el banco, oh Bostar, y pelea en el Consejo.

11
Rozando el cielo

—A
hora avanzaremos más rápido, sin bagaje ni rémoras. Tenemos que hacerlo; dentro de dos lunas comienza el otoño. —Aníbal apoyó la rodilla izquierda en la pierna derecha. Se había quitado el yelmo y lo había llenado de guijarros. Lentamente, casi con extremada parsimonia, como si se tratara de un acto sagrado, de un sacrificio a los dioses del mar, arrojaba uno a uno los guijarros al agua.

Una luna después del punto más álgido del verano. Las escaramuzas al norte del Iberos habían durado demasiado. El púnico Bannón debía defender la región con diez mil soldados de a pie y mil jinetes como ejército principal, más algunas pequeñas unidades dispersas. Había habido muchos heridos y muertos; además, unos tres mil íberos estaban a punto de dejar la expedición. Aníbal los había dado de baja, lo mismo que a otros siete mil, a los que consideraba poco fiables o inadecuados para la empresa. Y, como señal de que confiaba en el regreso, el estratega había indicado a sus hombres que dejaran a Bannón sus equipajes pesados y que sólo llevaran lo que tenían encima o lo que pudieran cargar en unos cuantos animales. Los elefantes, cincuenta mil soldados de a pie y nueve mil jinetes habían cruzado los Pirineos y disfrutaban ahora de un día de descanso en la llanura y la playa. Muchos dormían; los otros, a excepción de los centinelas y las tropas de exploración, habían dejado las armas y pertrechos de guerra y estaban chapoteando en el agua poco profunda de la playa, o estaban sentados entre los arbustos, charlando y comiendo. Las faldas de las montañas bloqueaban el camino de regreso y el cielo. No soplaba viento; el mar, verde azulado, yacía indiferente y eterno.

—¿Qué tienes en contra del otoño? —Antígono bajó del pequeño peñasco, recogió más guijarros y se los dio al estratega.

Aníbal sonrió.

—Gracias, Tigo. En otoño los pasos a través de las montañas son intransitables; la nieve comienza más o menos en la época en que el día dura igual que la noche, a finales de Ulul.

—¿Tan pronto?

—Nieve vieja. Aludes. Las nevadas empiezan más tarde. Pero hace mucho frío.

Antígono señaló la llanura.

—Y todos los hombres y animales tienen que comer. Yo… me mareo cada vez que pienso en tu aventura. ¿Cuándo se lo dirás a los hombres?

Aníbal arrugó la frente.

—Cuando tengamos el Ródano detrás de nosotros. De lo contrario seria demasiado fácil regresar.

Antígono se apoyó contra la roca en que se encontraba Aníbal.

—Si, debes tener eso en cuenta. Pero, ¿por qué este día de descanso, si queda tan poco tiempo?

—Para esperar a los rezagados, todavía debe haber gente cruzando las montañas. Y para reordenar los grupos de marcha. —Aguzó la vista para observar el mar—. Además, ayer los príncipes celtas se reunieron en Ruskino. Esta tarde, o esta noche, sabré si nos dejan pasar.

—O no.

Aníbal levantó los hombros.

—El mar —dijo a media voz—. Sentarse y hacer preguntas al mar, pensar. Beber vino. Zambullirse. Ah.

Antígono puso la mano sobre la espalda de Aníbal.

—Despierta, estratega. Al faraón no le está permitido soñar con el Gran Verdor; tiene que dar de comer a los suyos y enfrentarse a los envidiosos dioses.

—Lo sé. No obstante… —Cerró los ojos y respiró profundamente—. Sal —murmuró de forma casi inaudible—. Algas. El gran balanceo. Amplitud. Odio las montañas. —Volvió a abrir los ojos—. Cárceles, altas y frías paredes de calabozos. Sobre todo los Alpes. —Sonrió, pero las comisuras de sus labios volvieron a hundirse de repente. Antígono se levantó.

—Te dejo con tu melancolía, amigo. Disfruta de la tranquilidad. Al menos un instante; no tardará en venir alguien a pedirte o preguntarte algo.

Aníbal extendió la mano.

—¿Nos dejarás cuando lleguemos al Ródano?

—Sí. Bomílcar hará pasar el
Alas
frente a la desembocadura, navegando de bolina y con velas falsas, sin el ojo de Melkart.

—Esperemos que así sea.

—¿Qué quieres decir?

—Los romanos. La flota romana. Y los masaliotas. Tal vez no deseen invitados.

Antígono arrugó la nariz.

—Los romanos no pueden hacer absolutamente nada, a nadie.

—¿Y después?

—No lo sé. Kart-Hadtha, probablemente; pero primero iré a tu nueva Kart-Hadtha. ¿Por qué?

Aníbal titubeó.

—Himilce y Amílcar —dijo luego—. Si realmente se desencadena la gran guerra…

Antígono suspiró.

—Ya lo has intentado tú mismo.

—Sí, pero ella no quiso. Hasta quería participar en esta absurda expedición.

Hasta donde Antígono sabía, Himilce y su hijo de dos años residían en Kart-Hadtha/Mastia —cuando Aníbal se encontraba allí— o con su familia en la región del nacimiento del Baits. No había querido viajar a Kart-Hadtha en Libia, donde prácticamente no conocía a nadie.

—A lo mejor no cambia de opinión —dijo Antígono en tono mordaz—, hasta que te haya sepultado un alud. O hasta que Cornelio se presente en Iberia. Intentaré convencerla.

—¿Prometido?

—Desde luego, Aníbal. ¿Acaso alguna vez…?

—No. No lo has hecho nunca. O lo haces siempre. —Sonrió.

Mensajeros iban y venían; el gigantesco ejército se puso en marcha por la mañana. Las nuevas filas de marcha confundieron a muchos, incluso a Antígono; Aníbal había ordenado que los soldados probados y experimentados marcharan en la vanguardia, a excepción de unos cuantos centenares de libios que, junto con los jinetes, protegían los flancos de la retaguardia. Pero esta retaguardia, formada por nuevos soldados ibéricos, estaba prácticamente abierta. Al anochecer ya faltaban algunos íberos. El canoso encargado del abastecimiento se tomaba las cosas con calma.

—Hay que sopesar las posibilidades, Tigo. Entre dos posibilidades malas, hay que elegir la menos perjudicial.

Hogueras ardían en la llanura. Asdrúbal y Antígono estaban sentados en la orilla del riachuelo que el ejército tendría que cruzar al amanecer. En la orilla opuesta ya acampaba una parte de los númidas; las siluetas de caballos pastando se dibujaban frente a las fogatas.

—¿Qué posibilidades, Asdrúbal?

—Dentro de cinco años, o quizás incluso dentro de tres años, hubiéramos podido traer con nosotros al doble de soldados experimentados, y habríamos tenido que alimentarlos a todos. Bannón se ha quedado con algunos buenos soldados, no era posible hacer otra cosa. Nosotros tenemos casi una cuarta parte de novatos, que poco a poco empiezan a comprender dónde se han metido. Tarde o temprano nos abandonarán. Desde aquí todavía pueden regresar a Iberia, y nosotros necesitaremos menos provisiones para la… la larga marcha. Cuando lleguemos a nuestra meta los novatos, asustados, podrían pasarse al enemigo. Es mejor que se vayan ahora.

Al anochecer del día siguiente el ejército debía llegar a Illiberis, una pequeña ciudad al sur de las Galias; la ciudad estaba habitada por un pueblo llamado Sordono. Allí se tenía previsto un encuentro entre Aníbal y los príncipes de los tectosagos, arecomicios, baitirenses, helvios y sordonos. Los exploradores de Aníbal ya surcaban la región del Ródano, intentando averiguar cómo se comportarían los helenos de la ciudad de Theline, que no eran precisamente amigos de los masaliotas. Pero más importante era lo que sucedería en Iliberis; sólo de Aníbal y de su habilidad como negociar dependía que el ejército pudiera continuar la marcha en paz y fuera abastecido de provisiones gracias al entusiasmo de los habitantes del país o a cambio de una paga, o bien que se tuviera que perder más tiempo en luchas con los nativos y expediciones de aprovisionamiento.

Las puertas de Iliberis estaban abiertas; buena señal. Sin embargo, Aníbal ordenó a sus oficiales que cuidaran de que nadie entrase a la ciudad, señal de cortesía. Luego cabalgó con unos cuantos acompañantes hacia las negociaciones.

Antígono pasó la noche con su hijo y una jarra de vino, entre los elefantes. Memnón estaba silencioso y cansado; la monstruosa cantidad de soldados hacía que al término de cada día de marcha hubiera casi tanto que hacer como después de una batalla: tobillos dislocados, espinas, inflamaciones, estómagos enfermos, problemas en las nalgas de los jinetes, brazos y piernas rotos en caídas, hasta heridas leves producidas en pequeñas rencillas.

—Entre cien y ciento cincuenta bajas diarias, aproximadamente —dijo Memnón—. Regresan a Iberia. Refuerzos para Bannón. No tenemos carros y no podemos estar siempre arrastrando a heridos o enfermos. ¿De dónde has sacado el vino, padre?

Antígono señaló hacia el Oeste.

—Una charla con un par de mercaderes galos, esta mañana. —Observó el rostro prematuramente marcado de su hijo de veintiocho años. Pensó en Isis, luego en Tsuniro; maldijo la noche.

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