Anochecer (47 page)

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Authors: Isaac Asimov

Tags: #ciencia ficción

Theremon se dio cuenta de que se desensibilizaba por completo casi de inmediato. Quizás eso era un horror más grande aún. Pero al cabo de poco rato simplemente dejó de darse cuenta de la sangre coagulada, de los ojos de los cadáveres que miraban fijamente, de la enormidad del desastre que se había producido allí. La tarea de trepar sobre montones de coches destrozados y estrujarse entre peligrosas masas aplastadas de metal rasgado era tan excitante que requería toda su concentración, y rápidamente dejó de prestar atención a las víctimas del desastre. Ya sabía que no serviría de nada buscar supervivientes. Cualquiera que hubiese quedado atrapado allí hacía tantos días habría muerto ya.

Siferra también parecía haberse adaptado rápidamente a la escena de pesadilla que era la Gran Autopista del Sur. Sin apenas debajo de algún saliente de metal retorcido. Virtualmente eran las únicas personas vivas que usaban la autopista. De tanto en tanto veían a alguien avanzando hacia el Sur a pie muy por delante de ellos, o incluso subiendo del Sur en dirección al extremo de Ciudad de Saro de la larga vía de comunicación, pero nunca se producía ningún encuentro. Los otros viajeros se agachaban rápidamente y desaparecían de la vista y se perdían entre el desastre o, si estaban allá delante, seguían su marcha de forma frenética a un ritmo que hablaba de un terrible miedo y desaparecían con rapidez en la distancia.

¿De qué tenían miedo?, se preguntó Theremon. De que ellos les atacaran. ¿Era la mano de todo el mundo alzada contra todo el mundo, ahora?

En una ocasión, a una hora o así de distancia del punto donde habían entrado, vieron a un hombre de aspecto sucio que iba de coche en coche, metiendo la mano para rebuscar en los bolsillos de los muertos, despojando a los cadáveres de sus posesiones. Llevaba un gran saco con su botín a su espalda, tan pesado que se tambaleaba bajo él.

Theremon maldijo furioso y extrajo su pistola aguja.

—¡Mira a ese asqueroso devora-cadáveres! ¡Mírale!

—¡No, Theremon!

Siferra desvió el arma justo en el momento en que Theremon lanzaba un haz al saqueador. El disparo golpeó un coche cercano, y por un momento alzó un brillante resplandor de energía reflejada.

—¿Por qué has hecho eso? —preguntó Theremon—. Sólo intentaba asustarle.

—Pensé que... tu...

Theremon agitó cansadamente la cabeza.

—No —dijo—. Todavía no, al menos. Observa..., ¡mira cómo corre!

El saqueador había girado en redondo al sonido del disparo y había mirado con maníaco asombro a Theremon y Siferra. Sus ojos estaban vacíos; un rastro de saliva se deslizaba de sus labios. Les miró con la boca abierta durante un largo momento. Luego dejó caer su saco con el botín y se alejó a toda prisa en una salvaje y desesperada huida por encima de las capotas de los coches, y no tardaron en perderlo de vista.

Siguieron adelante.

Era un avance lento y terrible. Los indicadores que se alzaban encima de ellos cruzando la calzada sobre sus postes de sustentación se burlaban de sus lamentables progresos diciéndoles la escasa distancia desde el principio de la autopista que habían conseguido recorrer hasta entonces. Cuando Onos se puso habían hecho solamente dos kilómetros y medio.

—A este ritmo —dijo Theremon, sombrío— necesitaremos casi un año para alcanzar Amgando.

—Avanzaremos más rápido cuando le cojamos el truco —dijo Siferra, sin mucha convicción.

Si tan sólo pudieran haber seguido a lo largo de algún camino paralelo a la autopista, en vez de tener que caminar por la propia calzada, hubiera resultado mucho más sencillo para ellos. Pero eso era imposible. Buen parte de la Gran Autopista del Sur era elevada, se alzaba sobre largos pilares por encima de extensiones boscosas, zonas de marismas y alguna que otra zona industrial. Había lugares donde la autopista se convertía en un puente que cruzaba largas cicatrices mineras, o por encima de lagos y ríos. Durante la mayor parte de la distancia no iban a tener más elección que mantenerse en lo que en su tiempo habían sido los carriles centrales de tráfico de la propia autopista, por difícil que resultara hacerlo por entre la interminable sucesión de coches estrellados.

Se mantenían por el borde de la calzada tanto como podían, puesto que la densidad de los restos era menor allí. Cuando miraban las escenas que se ofrecían allá abajo, veían signos de constante caos por todas partes. Casas quemadas. Incendios que aún ardían después de todo este tiempo y que se extendían hasta el horizonte. Pequeñas bandas ocasionales de afligidos refugiados que avanzaban como aturdidos por entre las calles atestadas de restos en aras de alguna desesperanzada migración. A veces un grupo más grande, un millar de personas o más, acampaban juntas en algún lugar abierto, apelotonadas de una forma desolada, como paralizadas, sin apenas moverse, con sus voluntades y energías hechas pedazos.

Siferra señaló una iglesia quemada hasta los cimientos en la cresta de una colina justo al otro lado de la autopista. Un pequeño grupo de personas de aspecto harapiento estaban trepando por sus medio derrumbadas paredes, socavando los bloques que quedaban de piedra gris con palos y palancas, arrancándolos y arrojándolos al patio.

—Parece como si la estuvieran demoliendo —dijo—. ¿Por qué lo hacen?

—Porque odian a los dioses —dijo Theremon—. Les culpan de todo lo que ha ocurrido... ¿Recuerdas el Panteón, la gran Catedral de Todos los Dioses junto al linde del bosque, con los famosos murales de Thamilandi? Lo vi un par de días después del anochecer. Había sido quemado hasta los cimientos..., sólo cascotes, todo destruido, y un sacerdote medio consciente asomando atrapado en medio de un montón de ladrillos. Ahora me doy cuenta de que no fue un accidente que el edificio ardiera. Ese fuego fue iniciado deliberadamente. Y el sacerdote..., vi a un loco matarle allá justo delante de mis ojos, y pensé que era para robarle sus ropas. Pero quizá no. Quizá fue por simple odio.

—Pero los sacerdotes no causaron...

—¿Tan pronto has olvidado a los Apóstoles? ¿A Mondior, diciéndonos desde hacía meses que lo que iba a ocurrir era la venganza de los dioses? Los sacerdotes son la voz de los dioses, ¿no es así, Siferra? Y si nos conducen al mal, de modo que necesitemos ser castigados de esta forma, bueno, entonces los sacerdotes tienen que ser los responsables de la llegada de las Estrellas. O eso pensará la gente.

—¡Los Apóstoles! —dijo con voz sombría Siferra—. Desearía poder olvidarlos. ¿Qué piensas que están haciendo ahora? Salirse del eclipse bien seguros en su torre, supongo.

—Sí. Deben de haber transcurrido la noche en buena forma, preparados como estaban para ella. ¿Qué fue lo que dijo Altinol? ¿Que ya estaban poniendo en marcha un Gobierno en la parte norte de Ciudad de Saro?

Theremon miró sombrío la devastada iglesia al otro lado de la autopista. Dijo con voz átona:

—Puedo imaginar el tipo de Gobierno que será. Virtud por decreto. Mondior emitiendo nuevos mandamientos de moralidad cada Día de Onos. Todas las formas de placer prohibidas por ley. Ejecuciones públicas semanales de los pecadores. —Escupió al viento—. ¡Por la Oscuridad! Pensar que tuve a Folimun a mi alcance aquella tarde y le dejé escapar, cuando hubiera podido estrangularle fácilmente...

—¡Theremon!

—Lo sé. ¿De qué hubiera servido? ¿Un Apóstol más o menos? Dejemos que viva. Dejemos que establezca su Gobierno y digamos a todo el mundo que sea lo bastante desafortunado como para vivir al norte de Ciudad de Saro lo que tiene que hacer y que pensar. ¿Por qué debería de importarnos? Nos encaminamos al Sur, ¿no? Lo que hagan los Apóstoles no nos afectará. No serán más que otro de los cincuenta gobiernos rivales en discordia, cuando las cosas tengan la oportunidad de asentarse. Uno entre cinco mil, quizá. Cada distrito tendrá su propio dictador, su propio emperador. —La voz de Theremon se ensombreció bruscamente—. Oh. Siferra, Siferra...

Ella cogió su mano. En voz baja dijo:

—Te estás acusando a ti mismo de nuevo, ¿verdad?

—¿Cómo lo sabes?

—Cuando te alteras de este modo... ¡Theremon, te digo que no eres culpable de nada! Esto hubiera ocurrido de todos modos, no importa lo que escribiste o dejaste de escribir en el periódico. ¿Acaso no lo ves? Un hombre solo no hubiera podido cambiar nada. Esto era algo por lo que el mundo estaba destinado a pasar, algo que no podía haberse prevenido, algo...

—¿Destinado? —dijo él secamente—. ¡Qué extraña palabra para oírla de tus labios! La venganza de los dioses, ¿es eso lo que quieres decir?

—No he dicho nada acerca de dioses. Tan sólo quiero decir que Kalgash Dos estaba destinado a llegar, no por los dioses sino simplemente por las leyes de la astronomía, y el eclipse estaba destinado a producirse, y el Anochecer, y las Estrellas...

—Sí —dijo Theremon con voz indiferente—. Supongo que sí.

Siguieron caminando por un trecho de calzada donde se habían detenido pocos coches. Onos se había puesto, y en el cielo estaban los soles vespertinos, Sitha y Tano y Dovim. Un frío viento soplaba del Oeste. Theremon notó que el sordo dolor del hambre crecía en él. Hoy no se habían parado a comer en todo el día. Ahora se detuvieron y acamparon entre dos coches aplastados y prepararon un poco de comida seca de la que habían traído consigo del Refugio.

Pero, pese a lo hambriento que estaba, descubrió que tenía poco apetito, y tuvo que obligarse a tragar la comida bocado a bocado. Los rígidos rostros de los cadáveres le miraban desde los coches cercanos. Mientras caminaban había sido capaz de ignorarlos; pero ahora, sentado allí en lo que en su tiempo había sido la más espléndida autopista de la provincia de Saro, no podía apartar su vista de la mente. Había momentos en los que tenía la sensación de que él mismo los había asesinado.

Prepararon una cama con algunos asientos que habían saltado fuera de los coches que habían colisionado y durmieron muy juntos, un sueño inquieto y entrecortado que no hubiera sido mucho peor si hubieran intentado dormir directamente en el cemento de la calzada.

Durante la tarde les llegaron gritos, roncas risas, el distante sonido de cantos. Theremon despertó una vez y miró por encima del borde de la autopista elevada, y vio distantes fuegos de campaña en un campo allá abajo, quizás a veinte minutos de marcha hacia el Este. ¿Había dormido alguien alguna vez bajo un techo últimamente? ¿O el impacto de las Estrellas había sido tan universal, se preguntó, que toda la población del mundo había abandonado sus casas y hogares para acampar al aire libre como él y Siferra estaban haciendo, bajo la luz familiar de los eternos soles?

Finalmente se adormeció hacia el amanecer. Pero apenas se había quedado dormido cuando apareció Onos, rosa y luego dorado en el Este, extrayéndole de fragmentarios y aterradores sueños.

Siferra ya estaba despierta. Tenía el rostro pálido, los ojos enrojecidos e hinchados.

Theremon esbozó una sonrisa.

—Estás hermosa — le dijo.

—Oh, esto no es nada —respondió ella—. Tendrías que verme cuando no me he lavado en dos semanas.

—Pero yo quería decir...

—Sé lo que querías decir —le interrumpió ella—. Supongo.

Aquel día cubrieron seis kilómetros, y todos fueron difíciles, paso a paso.

—Necesitamos agua —dijo Siferra cuando empezó a alzarse el viento de la tarde—. Tendremos que tomar la próxima rampa de salida que encontremos e intentar hallar un arroyo.

—Sí —dijo él—. Supongo que tendremos que hacerlo.

Theremon no se sentía muy tranquilo acerca de descender. Desde el inicio del viaje habían tenido virtualmente la autopista para ellos solos; y a estas alturas había empezado a sentirse casi como en su casa en ella, de una forma extraña, entre la maraña de vehículos aplastados y convertidos en chatarra. Ahí abajo, en los campos abiertos por donde se movían las bandas de refugiados. Es extraño, pensó, que los llame refugiados, como si yo simplemente estuviera en una especie de vacaciones, no había forma de decir en qué problemas podían meterse.

Pero Siferra tenía razón. Tenían que bajar y encontrar agua. La provisión que habían traído con ellos estaba completamente agotada. Y quizá necesitaran pasar algún tiempo lejos de la infernal e interminable sucesión de coches aplastados y de ver cadáveres antes de reanudar su camino hacia Amgando.

Señaló hacia un indicador a poca distancia frente a ellos.

—Un kilómetro hasta la próxima salida.

—Deberíamos poder llegar allí en una hora.

—En menos —dijo él—. La calzada parece bastante despejada ahí delante. Saldremos de la autopista y haremos lo que tengamos que hacer tan rápido como podamos, y luego será mejor que volvamos aquí arriba para dormir. Es más seguro acostarse fuera de la vista entre un par de estos coches que correr; Siferra vio la lógica de aquello. En aquel relativamente despejado tramo de autopista avanzaron con rapidez hacia la cercana rampa de salida, viajando más aprisa de lo que lo habían hecho en cualquiera de sus secciones anteriores. En casi nada de tiempo llegaron al siguiente indicador, el que advertía de que estaban a medio kilómetro de la salida.

Pero entonces su rápido avance se vio bruscamente puesto a prueba. En aquel punto hallaron la calzada bloqueada por un montón tan inmenso de coches aplastados que Theremon temió por un momento que no fueran capaces de cruzarlo.

Debía de haberse producido una serie de realmente monstruosos choques allí, algo terrible incluso bajo los estándares de todo lo que él y Siferra habían visto en la autopista. Dos enormes camiones de transporte parecían hallarse en medio de todo, encajados de frente el uno en el otro como dos enormes bestias peleándose en la jungla; y parecía que docenas de coches se habían empotrado sucesivamente en ellos, dando una voltereta y cayendo sobre aquellos que les seguían, construyendo una gigantesca barrera que alcanzaba de un lado de la calzada hasta el otro y por encima de las protecciones laterales a los márgenes de la autopista. Ventanillas rotas y parachoques doblados, afilados como hojas de afeitar, brotaban por todas partes, y hectáreas de cristales rotos dejaban oír un siniestro tintineo cuando el viento jugueteaba con ellos.

—Por aquí —dijo Theremon—. Creo que veo un camino..., hacia arriba a través de esta abertura, y luego por encima del camión de la izquierda..., no, no, eso no funcionará, tendremos que ir por debajo de...

Siferra fue tras él. Él le mostró el problema —un amontonamiento de coches volcados que les aguardaban al otro lado, como un campo de cuchillos apuntando hacia arriba— y ella asintió. En vez de ello fueron por debajo, un lento, sucio y penoso arrastrarse por entre fragmentos de cristal y charcos de combustible. A medio camino hicieron una pausa para descansar antes de continuar hacia el otro lado del amontonamiento.

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