Ardores de agosto (6 page)

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Authors: Andrea Camilleri

Tags: #Policial, Montalbano

—¡Pero, Livia, sé razonable!

—¡No quiero oír ni una palabra más!

No hubo manera. Durante todo el viaje hasta Marinella ella no abrió la boca y Montalbano no se atrevió. En cuanto estuvieron en casa, Livia hizo la maleta a la buena de Dios y después fue a sentarse en la galería con unos morros hasta el suelo.

—¿Quieres que te prepare algo para comer?

—Tú sólo piensas en dos cosas.

No aclaró cuáles eran, pero tampoco era necesario.

Hacia la una, Guido llegó a Marinella para recoger a Livia. En el automóvil iba también
Ruggero
, del cual era evidente que Bruno no había querido separarse. Guido le entregó la llave del
chalet
a Montalbano, pero no le estrechó la mano. Laura giró la cabeza hacia el otro lado, Bruno le hizo una pedorreta y Livia ni siquiera le dio un beso.

Montalbano el rechazado, el desvalido, los vio alejarse con desconsuelo. Aunque experimentando también, muy en el fondo, una pizca de alivio.

Lo primero que hizo fue llamar a Adelina.

—Adelì, Livia ha tenido que regresar a Génova. ¿Puedes venir mañana por la mañana?

—Sí, siñor. Pero iré también dentro de un par de horas.

—No hace falta.

—No, siñor; yo voy de todos modos. ¡Mi imagino cómo habrá dejado la casa de guarra la siñurita!

En la cocina había un poco de pan duro. Montalbano se lo comió con una loncha de queso
tumazzo
que había en el frigorífico. Después se tumbó en la cama y se quedó dormido.

Despertó a las cuatro. Supo que Adelina ya había llegado por el ruido de platos y vasos en la cocina.

—Adelì, ¿me traes un café?

—Enseguida,
dottori
.

Le sirvió el café con expresión indignada.

—¡Virgen María! ¡Los platos estaban llenos de grasa y en el cuarto de baño he encontrado unas bragas sucias!

Si había una mujer maniática de la limpieza, ésa era Livia. Sin embargo, a los ojos de Adelina parecía alguien cuyo ideal en la vida fuera vivir en una pocilga.

—Ya te he dicho que ha tenido que irse a toda prisa.

—¿Hubo una pelea? ¿Se han separado?

—No, no nos hemos separado.

Adelina pareció decepcionada y regresó a la cocina.

Montalbano se levantó y se dirigió al teléfono.

—¿Agencia Aurora? Soy el comisario Montalbano. Quisiera hablar con el señor Callara.

—Se lo paso ahora mismo —contestó una voz de mujer.

—¿Comisario? Buenos días, dígame.

—¿Estará usted en la agencia?

—Sí, hasta la hora del cierre. ¿Por qué?

—Me paso por ahí dentro de media hora y le devuelvo la llave del
chalet
.

—Pero ¡¿cómo?! ¿Sus amigos no se quedaban hasta…?

—Sí, pero han tenido que irse esta mañana, con unos cuantos días de adelanto, por una defunción inesperada.

—Oiga, comisario, no sé si usted ha leído el contrato.

—Le eché un vistazo. ¿Por qué?

—Porque establece bien claro que nada se le debe al cliente en caso de que se vaya anticipadamente.

—¿Y quién le está diciendo algo, señor Callara?

—Ah, bueno. Pues entonces no se moleste en venir hasta aquí; ya mando a alguien a la comisaría para recoger la llave.

—Tengo que hablar con usted y después enseñarle una cosa.

—Pase cuando quiera.

—¿Catarella? Soy Montalbano.

—Lo he riconocido por la voz que es la suya propia,
dottori
.

—¿Hay alguna novedad?

—No, siñor
dottori
, ninguna. Excepto que Filippo Ragusano, usía ya lo conoce, ese que tiene la tienda de zapatos cerca de la iglesia, le ha pegado un tiro a su cuniado Gasparino Manzella.

—¿Lo ha matado?

—No, siñor
dottori
; lo pilló de refilón.

—¿Y por qué le disparó?

—Porque dice que Gasparino Manzella lo estaba provocando y él, como hacía demasiado calor y una musca se le paseaba por la cabeza y lo mulistaba, le pegó un tiro.

—¿Está Fazio?

—No, siñor
dottori
. Se ha ido al sitio donde está el puente de hierro porque hay uno que le rompió la cabeza a la mujer.

—Muy bien. Quería decirte…

—Pero ha pasado una cosa…

—Ah, ¿sí? Es que me parecía que no había ocurrido nada. ¿Qué es lo que ha pasado?

—Que el subinspetor Alberto Virduzzo, que se había ido a un sitio lleno de barro, resbaló con las dos piernas y se rumpió una. Gallo lo ha llevado al hospital.

—Oye, quería decirte que iré tarde a la comisaría.

—Usía es muy dueño.

El señor Callara estaba ocupado con un cliente. Montalbano salió a la calle a fumarse un cigarrillo. Hacía un calor que casi fundía el asfalto y las suelas de los zapatos se pegoteaban al suelo. En cuanto estuvo libre, el propio señor Callara salió a llamarlo.

—Venga a mi despacho, comisario. Tengo aire acondicionado.

Cosa que Montalbano aborrecía. Paciencia.

—Antes de acompañarlo a ver una cosa…

—¿Adónde quiere acompañarme?

—Al
chalet
que alquiló a mis amigos.

—¿Por qué? ¿Había algo que no marchaba, algo roto?

—No; todo estaba bien. Pero es bueno que vaya conmigo.

—Como quiera.

—Creo recordar que usted, cuando me llevó a ver el
chalet
, me dijo que lo mandó construir uno que había emigrado a Alemania, Angelo Speciale, el cual se había casado con una viuda alemana, cuyo hijo Ralf, me parece, había venido aquí con el padrastro y había desaparecido misteriosamente durante el viaje de vuelta. ¿Es así?

Callara lo contempló con admiración.

—¡Pero qué memoria tiene! Exactamente.

—Usted, como es natural, tendrá el nombre, la dirección y el teléfono de la señora Speciale, ¿verdad?

—Pues claro. Espere un momento que busco los datos de la señora Gudrun.

Montalbano los anotó en un trozo de papel y Callara lo miró con curiosidad.

—Pero ¿qué…?

—Lo comprenderá después. Me parece recordar también que me dijo el nombre del aparejador que había efectuado el proyecto del
chalet
y dirigido la obra.

—Sí. El aparejador Michele Spitaleri. ¿Quiere su teléfono?

—Sí.

También lo anotó.

—Oiga, comisario, ¿le importaría decirme por qué…?

—Se lo diré todo por el camino. Aquí tiene la llave; llévela consigo.

—¿Será una cosa muy larga?

—No sabría decirle.

Callara lo miró con expresión inquisitiva. Montalbano se colocó una máscara neutra.

—Quizá sea mejor que avise a la empleada —dijo Callara.

Se fueron en el automóvil de Montalbano, el cual, por el camino, le contó a Callara la desaparición del pequeño Bruno, la afanosa búsqueda y, finalmente, su rescate con la ayuda de los bomberos.

Callara sólo se preocupó por una cosa.

—¿Causaron daños?

—¿Quiénes?

—Los bomberos. ¿Causaron daños en el
chalet
?

—No, por dentro no.

—Menos mal. Porque una vez, en una casa que yo tenía alquilada, se declaró un incendio en la cocina y provocaron más daños ellos que el fuego.

Ni una sola palabra acerca del apartamento ilegal.

—¿Piensa avisar a la señora Gudrun?

—Claro, claro. Pero ella seguramente no sabrá nada, debió de ser idea de Angelo Speciale. Tendré que encargarme yo de todo.

—¿Pedirá una regularización?

—Bueno, no sé si…

—Verá, señor Callara, es que yo soy funcionario público. No puedo comportarme como si nada.

—¿Y si…? Es sólo una hipótesis, que conste… ¿Y si yo aviso al aparejador Spitaleri para que lo deje todo tal como estaba antes?

—Entonces yo lo denuncio a usted, a la señora Gudrun y al aparejador por actuación ilegal.

—En ese caso…

—¡Vaya, vaya! —fue la asombrada exclamación del señor Callara cuando bajó por la ventana del cuarto de baño y lo vio todo listo para entrar a vivir.

Con la linterna encendida, Montalbano lo acompañó a las demás habitaciones.

—¡Vaya, vaya!

Después llegaron al salón.

—¡Vaya, vaya!

—Fíjese, hasta los marcos están preparados. Basta desempaquetarlos.

—¡Vaya, vaya!

Como por casualidad, el comisario iluminó un instante el baúl.

—¿Y aquello qué es? —preguntó Callara.

—Un baúl, me parece.

—¿Qué hay dentro? ¿Usted lo ha abierto?

—¿Yo? No. ¿Por qué iba a hacerlo?

—¿Me deja la linterna?

—Aquí tiene.

Todo estaba siguiendo el curso previsto.

Callara levantó la tapa e iluminó el interior del baúl, pero no dijo «vaya, vaya», sino que pegó un brinco hacia atrás.

—¿Qué hay?

—Pero… pero… aquí dentro hay… hay… ¡un muerto!

—¡¿De verdad?!

Cinco

De esa manera, tras haber oficializado la existencia del cadáver, el comisario pudo finalmente prestarle la debida atención.

En realidad, primero tuvo que prestar atención al señor Callara, el cual, tras saltar a toda prisa por la ventana, empezó a vomitar hasta lo que había comido una semana antes.

Montalbano abrió el apartamento legal, tumbó en el sofá del salón al señor Callara, que estaba sufriendo vértigos, y le llevó un vaso de agua.

—¿Puedo irme a casa?

—¿Bromea usted? ¿Cómo voy a acompañarlo?

—Llamo por teléfono y viene a recogerme mi hijo.

—¡Eso ni lo sueñe! ¡Usted tiene que esperar la llegada del ministerio público! Es usted quien ha descubierto el cadáver, ¿sí o no? ¿Más agua?

—No; tengo frío.

¿Frío con el calor que hacía?

—Voy a buscar una manta de viaje que tengo en el coche.

Una vez finalizado su papel de buen samaritano, llamó a la comisaría.

—¿Catarella? ¿Está Fazio?

—Istá a punto de llegar,
dottori
.

—¿Y eso qué significa?

—Ahora mismito tilifonió diciendo pricisamente que dintro de cinco minutos estoy aquí. O sea que llega él. Yo, en cambio, no, porque ya he llegado.

—Oye, como resulta que han descubierto un cadáver, dile que me llame enseguida a este número. —Y le facilitó el del
chalet
.

—¡Ji! ¡Ji! —hizo Catarella.

—¿Te ríes o lloras?

—Mi río,
dottori
.

—¿Por qué?

—Porqui siempre soy yo el que li dice a usía que han encontrado un muerto, y en cambio, ¡esta vez es usía el que mi ha dicho a mí que lo han incontrado!

Cinco minutos después sonó el teléfono.

—¿Qué ocurre,
dottore
? ¿Ha encontrado un cadáver?

—Lo ha encontrado el propietario de la agencia que alquiló el
chalet
a mis amigos, que por suerte se habían ido antes de enterarse de este bonito descubrimiento.

—¿Es un muerto reciente?

—No creo; más bien lo descartaría. ¿Sabes? He tenido que prestar auxilio al pobre señor Callara, que es quien lo ha descubierto, y lo he visto sólo muy fugazmente.

—¿O sea que es el mismo
chalet
al que envié los bomberos?

—Exacto. Marina di Montereale, término de Pizzo, la última casa del camino de tierra. Ven con alguien. Avisa al ministerio público, a la Científica y al doctor Pasquano, que a mí no me apetece.

—Voy ahora mismo,
dottore
.

* * *

Fazio, que había acudido con Galluzzo, se puso los guantes y le preguntó a Montalbano:

—¿Puedo bajar a ver?

El comisario se disponía a disfrutar del final de la tarde desde una tumbona de la terraza.

—Pues claro. Procura no dejar ninguna huella.

—¿Usía no viene?

—¿Qué tengo que hacer ahí?

Media hora después se armó el consabido alboroto.

Primero llegaron los de la Científica, pero como en el salón subterráneo no se veía ni torta, perdieron otra media hora para hacer una conexión eléctrica provisional.

Después llegó el doctor Pasquano con la ambulancia y sus hombres. El doctor, comprendiendo que para lo suyo aún faltaba un rato, cogió una tumbona, se sentó al lado del comisario y se quedó dormido.

Al cabo de una hora, cuando el sol ya casi se había puesto, lo despertó uno de la Científica y le preguntó:

—Doctor, dado que el cuerpo está empaquetado, ¿qué tenemos que hacer?

—Desempaquetarlo —fue la lacónica respuesta.

—Sí, pero ¿lo hacemos nosotros o lo hace usted?

—Mejor yo —dijo Pasquano, levantándose con un suspiro.

—¡Fazio! —llamó Montalbano.

—A sus órdenes,
dottore
.

—¿Ha llegado el
dottor
Tommaseo?

—No, señor
dottore
; ha telefoneado para decir que estará aquí no antes de una hora.

—¿Pues sabes qué te digo?

—No, señor.

—Que me marcho a comer algo y vuelvo luego. Total, me parece que la cosa va para largo.

Al pasar por el salón vio a Callara, que aún no se había movido del sofá. Le dio pena.

—Venga conmigo, lo acompaño a Vigàta. Yo le explicaré al
dottor
Tommaseo cómo han sucedido las cosas.

—¡Gracias! ¡Gracias! —exclamó el hombre devolviéndole la manta.

Montalbano dejó al señor Callara delante de la agencia, ya cerrada.

—Por lo que más quiera, no hable con nadie de esta historia del muerto.

—Comisario de mi alma, creo que me ha subido la fiebre a cuarenta. Casi no puedo ni respirar, ¡imagínese si me queda aliento para hablar!

Si fuera a Enzo, seguramente perdería demasiado tiempo, así que se dirigió a Marinella.

En el frigorífico encontró un plato bastante considerable de
caponatina
con sus berenjenas fritas aderezadas con aceitunas y hierbas aromáticas, y un buen trozo de queso
caciocavallo
de Ragusa. Adelina le había comprado incluso pan recién hecho. Tenía tanto apetito que hasta le ardían los ojos. Tardó una hora larga en zampárselo todo con el acompañamiento de media botella de vino. Después se lavó la cara, subió al coche y regresó a Pizzo.

Nada más llegar, el fiscal Tommaseo, que se encontraba en la explanada de la parte anterior del
chalet
tomando el fresco, corrió a su encuentro.

—¡Parece que es un delito con connotaciones sexuales!

Le brillaban los ojos y el tono de su voz sonaba casi alegre. Así estaba hecho el
dottor
Tommaseo: en todo delito pasional, en todo asesinato por cuernos o por sexo, se revolcaba como un bendito. Montalbano estaba convencido de que era un auténtico obseso, aunque sólo mental.

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