En un lugar aislado de la antigua Yugoslavia, en plena madrugada, una fuerte tormenta de nieve obstaculiza la línea férrea por donde circula el
Orient Express
. Procedente de la exótica Estambul, en él viaja el detective Hércules Poirot, que repentinamente se topa con uno de los casos más desconcertantes de su carrera: en el compartimento vecino ha sido asesinado Samuel E. Ratchett mientras dormía, pese a que ningún indicio trasluce un móvil concreto. Poirot aprovechará la situación para indagar entre los ocupantes del vagón, que a todas luces deberían ser los únicos posibles autores del crimen. Una víctima, doce sospechosos y una mente privilegiada en busca de la verdad.
Agatha Christie
Asesinato en el Orient Express
Hércules Poirot - 10
ePUB v2.0
Elle51804.09.12
Título original:
Murder on the Orient Express
Agatha Christie, 1934.
Traducción: Eduardo Machado Quevedo
Retoque portada: Ormi
Editor original: conde1988 (v1.0 a v1.4)
Segundo editor: Elle518 (v2.0)
ePub base v2.0
En un orden alfabético convencional relacionamos a continuación los principales personajes que intervienen en esta obra
PRIMERA PARTEANDRENYI (conde) y esposa: Él, diplomático húngaro; ambos, pasajeros del
Orient Express
.ARBUTHNOT: Coronel del ejército inglés en la India y viajero del citado ferrocarril.
BOUC: Belga, director de la Compagnie Internationale des Wagons Lits y muy amigo de Poirot desde años atrás.
CONSTANTINE: Médico, otro de los viajeros del mencionado tren.
DEBENHAM (Mary): Compañera de viaje de los citados anteriormente.
DRAGOMIROFF: Princesa rusa, también viajera del
Orient Express
.FOSCARELLI (Antonio): Vendedor de la Ford, otro de los viajeros del mismo tren.
HARDMAN (Cyrus): Norteamericano, viajante, uno más de los pasajeros de dicho ferrocarril.
HUBBARD: Anciana norteamericana, maestra, y también viajera como los demás.
MACQUEEN (Héctor): Secretario de Ratchett.
MASTERMAN: Criado de Ratchett.
MICHEL (Pierre): Encargado del coche cama del
Orient Express
.OHLSSON (Greta): Enfermera sueca, viajera del mismo ferrocarril.
POIROT (Hércules): Detective, protagonista de esta novela.
RATCHETT (Samuel): Un millonario, viajero del
Orient Express
, asesinado en uno de los coches.SCHMIDT (Hildegarde): Doncella de la princesa, de viaje con la misma.
E
RAN las cinco de una madrugada de invierno en Siria. Junto al andén de Alepo estaba detenido el tren que las guías de ferrocarriles designan con el nombre de
Taurus Express
. Estaba formado por un coche con cocina comedor, un coche cama y dos coches corrientes.
Junto al estribo del coche cama se encontraba un joven teniente francés, de resplandeciente uniforme, conversando con un hombrecillo embozado hasta las orejas, del que sólo podían verse la punta de la nariz y las dos guías de un enhiesto bigote.
Hacía un frío intensísimo, y aquella misión de despedir a un distinguido forastero no era cosa de envidiar, pero el teniente Dubosc la cumplía como un valiente. No cesaban de salir de sus labios frases corteses en el más pulido francés. Y no es que estuviese completamente al corriente de los motivos del viaje de aquel personaje. Había habido rumores, naturalmente, como siempre los hay en tales casos. El humor del general —de su general— había ido empeorando. Y luego había llegado aquel belga, procedente de Inglaterra, al parecer. Durante una semana reinó una extraña actividad. Y luego sucedieron ciertas cosas. Un distinguido oficial se había suicidado, otro había dimitido; rostros ensombrecidos habían perdido repentinamente su expresión de ansiedad; ciertas precauciones militares habían cesado. Y el general —el general del propio teniente Dubosc— había parecido de pronto diez años más joven.
Dubosc se había enterado de parte de una conversación entre su jefe y el forastero.
—Nos ha salvado usted,
mon cher
—dijo el general, emocionado, temblándole al hablar el blanco bigote—. Ha salvado usted el honor del Ejército francés. ¡Ha evitado usted mucho derramamiento de sangre! ¿Cómo agradecerle el haber accedido a mi petición? El haber venido desde tan lejos…
A lo cual el forastero —por nombre monsieur Hércules Poirot— había contestado afectuosamente, incluyendo la frase: «¿Cómo olvidar que en cierta ocasión me salvó usted la vida?». Y entonces el general había replicado rechazando todo mérito por aquel pasado servicio, y tras mencionar nuevamente a Francia y Bélgica, y el honor y la gloria de tales países, se habían abrazado calurosamente, dando por terminada la conversación. En cuanto a lo ocurrido, el teniente Dubosc estaba todavía a oscuras, pero le habían comisionado para despedir a monsieur Poirot al pie del
Taurus Express
, y allí estaba cumpliéndolo con todo el celo y ardor propios de un joven oficial que tiene una prometedora carrera en perspectiva.
—Hoy es domingo —dijo el teniente—. Mañana, lunes, por la tarde, estará usted en Estambul.
No era la primera vez que había hecho esta observación. Las conversaciones en el andén, antes de la partida de un convoy, se inclinan siempre a la repetición.
—Así es —convino monsieur Poirot.
—¿Piensa usted permanecer allí algunos días?
—
Mais oui
. Estambul es una ciudad que nunca he visitado. Sería una lástima pasar por ella…
comme ça
—monsieur Poirot chasqueó los dedos despectivamente—. Nada me apremia. Permaneceré allí como turista unos cuantos días.
—Santa Sofía es muy hermosa —dijo el teniente Dubosc, que nunca la había visto.
Una ráfaga de viento frío recorrió el andén. Ambos hombres se estremecieron. El teniente Dubosc se las arregló para echar una subrepticia mirada a su reloj. Las cinco menos cinco. ¡Solamente cinco minutos más!
Al notar que el otro hombre se había dado cuenta de su subrepticia mirada, se apresuró a reanudar la conversación.
—En esta época del año viaja muy poca gente —dijo, mirando las ventanillas del coche cama detenido a su lado.
—Así es —convino monsieur Poirot.
—¡Esperemos que la nieve no se interponga en el camino del
Taurus
!
—¿Sucede eso?
—Ha ocurrido, sí. No este año, sin embargo.
—Esperémoslo, entonces —dijo monsieur Poirot—. Los informes meteorológicos de Europa son malos.
—Muy malos. En los Balcanes hay mucha nieve.
—En Alemania también, según tengo entendido.
—
Eh bien!
—dijo el teniente Dubosc apresuradamente al ver que estaba a punto de producirse otra pausa—. Mañana por la tarde, a las siete cuarenta, estará usted en Constantinopla.
—Sí —dijo monsieur Poirot, y añadió distraído—. He oído decir que Santa Sofía es muy bella.
—Magnífica, según creo.
Por encima de sus cabezas se corrió la cortinilla de uno de los departamentos del coche cama y se asomó una joven al cristal.
Mary Debenham había dormido muy poco desde que salió de Bagdad el jueves anterior. Ni en el tren de Kirkuk, ni en el Rest House de Mosul, ni en la última noche de su viaje había dormido tranquilamente. Ahora, cansada de estar despierta en la cálida atmósfera de su departamento, excesivamente caldeado, se había levantado para curiosear.
Aquello debía ser Alepo. Nada para ver, naturalmente. Sólo un largo andén, pobremente iluminado. Bajo la ventanilla hablaban dos hombres en francés. Uno era un oficial del Ejército, el otro un hombrecillo con enormes bigotes. La joven sonrió ligeramente. Nunca había visto a nadie tan abrigado. Debía de hacer mucho frío allí fuera. Por eso calentaban el tren tan terriblemente. La joven trató de bajar la ventanilla, pero no pudo.
El encargado del coche cama se aproximó a los dos hombres. El tren estaba a punto de arrancar, dijo. Monsieur haría bien en subir. El hombrecillo se quitó el sombrero. ¡Qué cabeza tan ovalada tenía! A pesar de sus preocupaciones, Mary Debenham sonrió. Un hombrecillo de ridículo aspecto. Uno de esos hombres insignificantes que nadie toma en serio.
El teniente Dubosc empezó a despedirse. Había pensado las frases de antemano y las había reservado para el último momento. Era un discurso bello y pulido.
Por no ser menos, monsieur Poirot contestó en tono parecido.
—
En voiture, monsieur
—dijo el encargado del coche cama.
Monsieur Poirot subió al tren con aire de infinita desgana. El conductor subió tras él. Monsieur Poirot agitó una mano. El teniente Dubosc se puso en posición de saludo. El tren, con terrible sacudida, arrancó lentamente.
—¡Por fin! —murmuró monsieur Hércules Poirot.
—¡Brrr! —resopló el teniente Dubosc, sacudiéndose para quitarse el frío.
* * *
—
Voilà, monsieur
—el encargado mostró a Poirot con dramático gesto la belleza de su compartimento y la adecuada colocación del equipaje—. El maletín del señor lo he colocado aquí.
Su mano extendida era sugestiva. Hércules Poirot colocó en ella un billete doblado.
—
Merci, monsieur
—el encargado acentuó su amabilidad—. Tengo los billetes del señor. Necesito también el pasaporte. ¿El señor terminará su viaje en Estambul?
Monsieur Poirot asintió.
—No viaja mucha gente, ¿verdad? —preguntó.
—No, señor. Tengo solamente otros dos viajeros…, ambos ingleses. Un coronel de la India y una joven inglesa de Bagdad. ¿El señor necesita algo?
El señor pidió una botella pequeña de Perrier.
Las cinco de la mañana es una hora horrorosamente intempestiva para subir a un tren. Faltaban todavía dos horas para el amanecer. Consciente de ello y complacido por una delicada misión satisfactoriamente cumplida, monsieur Poirot se arrebujó en un rincón y se quedó dormido.
Cuando se despertó eran las nueve y media y se apresuró a dirigirse al coche comedor en busca de café caliente.
Había allí solamente un viajero en aquel momento, evidentemente la joven inglesa a que se había referido el encargado. Era alta, delgada y morena; quizá de unos veintiocho años de edad. Se adivinaba una especie de fría suficiencia en la manera con que tomaba el desayuno, y el modo que tuvo de llamar al camarero para que le sirviese más café revelaba conocimiento del mundo y de los viajes. Llevaba un traje oscuro de tela muy fina, particularmente apropiada para la caldeada atmósfera del tren.
Monsieur Hércules Poirot, que no tenía nada mejor que hacer, se entretuvo en observarla sin aparentarlo.
Era, opinó, una de esas jóvenes que saben cuidarse de sí mismas dondequiera que estén. Había prestancia en sus facciones y delicada palidez en su piel. Le agradaron también sus ondulados cabellos de un negro brillante, y sus ojos serenos, impersonales y grises. Pero era, decidió, un poco demasiado presuntuosa para ser una
jolie femme
…
Al poco rato entró otra persona en el restaurante. Era un hombre bastante alto, entre los cuarenta y los cincuenta años, delgado, moreno, con el cabello ligeramente gris en las sienes.