Por fin se paró y se dio la vuelta.
—Shh —dijo y esperó mientras escuchaba con atención.
—¿Qué...?
—Baja la voz. Habla muy bajo —le reprendió Maquiavelo, que seguía escuchando.
Al final se relajó.
—Vale —continuó—, no hay nadie.
—¿A qué te refieres?
—Cesare Borgia tiene ojos en todas partes. —Maquiavelo se tranquilizó un poco—. Me alegro de verte aquí.
—Pero si me dejaste ropa en casa de la
contessa
...
—Tenía órdenes de vigilarte a tu llegada a Roma. —Maquiavelo sonrió—. Ah, sí que sabía que vendrías. En cuanto te aseguraras de que tu madre y tu hermana estaban a salvo. Al fin y al cabo, son los últimos miembros que quedan de la familia Auditore.
—No me gusta tu tono —dijo Ezio, que se molestó un poco.
Maquiavelo se permitió sonreír con frialdad.
—Ahora no es momento para tener tacto, querido colega. Sé que te sientes culpable por la familia que has perdido, aunque no eres el responsable de esa gran traición. —Hizo una pausa—. Las noticias del ataque a Monteriggioni han corrido por la ciudad. Algunos de nosotros estábamos seguros de que habías muerto. Le dejé la ropa a nuestra amiga de confianza porque sabía que no te morirías en un momento tan crucial; o por si acaso.
—Entonces, ¿todavía tienes fe en mí?
Maquiavelo se encogió de hombros.
—Cometiste un error garrafal. Una vez. Porque fundamentalmente tu instinto es mostrar misericordia y confianza. Ésos son buenos instintos. Pero ahora tenemos que luchar y golpear fuerte. Esperemos que los Templarios no sepan que sigues vivo.
—Pero ya deben de saberlo.
—No necesariamente. Mis espías me dijeron que hay mucha confusión.
Ezio se detuvo a pensar.
—Nuestros enemigos pronto sabrán que estoy vivo y coleando. ¿A cuántos tenemos que enfrentarnos?
—Ay, Ezio, la buena noticia es que hemos limitado el campo. Hemos eliminado a muchos Templarios por toda Italia y por muchas tierras más allá de nuestras fronteras. La mala noticia es que los Templarios y la familia Borgia ahora se han aliado, son la misma cosa, y lucharán como un león acorralado.
—Cuéntame más.
—Aquí nos encontramos muy aislados. Tenemos que perdernos entre la muchedumbre del centro de la ciudad. Iremos a la corrida de toros.
—¿La corrida de toros?
—Cesare se luce como torero. Al fin y al cabo, es español. De hecho, no es español, sino catalán, y eso resultará un día ser una ventaja para nosotros.
—¿Por qué?
—El rey y la reina de España quieren unificar el país. Son de Aragón y Castilla. Los catalanes son una espina que tienen clavada, aunque todavía son una nación poderosa. Ven, con cuidado. Ambos tenemos que utilizar las habilidades de mimetización que te enseñó Paola hace tanto tiempo en Venecia. Confío en que no las hayas olvidado.
—Ponme a prueba.
Caminaron juntos por la ciudad medio en ruinas que una vez había sido imperial, escondiéndose entre las sombras y perdiéndose entre la multitud como un pez entre los juncos. Al final, llegaron a la plaza de toros y se sentaron en la parte donde había más sombra, la que era más cara y la que estaba más abarrotada de gente, y se quedaron una hora observando cómo Cesare y sus hombres de refuerzo despachaban tres aterradores toros. Ezio contempló la técnica de Cesare: usó las banderillas y los picadores para vencer al animal antes de darle el golpe de gracia tras lucirse un buen rato. Pero no cabía duda de su valor y destreza durante aquel grotesco ritual de muerte, a pesar del hecho de que tenía cuatro diestros para ayudarle. Ezio miró por encima del hombro hacia el palco del presidente de la corrida: allí reconoció el duro pero terriblemente hermoso rostro de la hermana de Cesare, Lucrezia. ¿Habían sido imaginaciones suyas o la había visto morderse el labio hasta sangrar?
De todas maneras, había aprendido algo de cómo Cesare se comportaría en el campo de batalla, y hasta qué punto uno podía fiarse de él en cualquier combate.
Por todos lados, los guardias de los Borgia vigilaban la muchedumbre, tal y como hacían en las calles, todos ellos armados con esas nuevas pistolas de aspecto letal.
—Leonardo... —se le escapó al pensar en su viejo amigo.
Maquiavelo le miró.
—Obligaron a Leonardo a trabajar para Cesare bajo amenaza de muerte (y hubiera sido una muerte muy dolorosa). Es un detalle, un terrible detalle, pero no deja de ser un detalle. La cuestión es que su corazón no está con su nuevo señor, que nunca tendrá la inteligencia o la facilidad de controlar la Manzana al completo. O al menos eso espero. Debemos ser pacientes. La recuperaremos y también lograremos que Leonardo vuelva con nosotros.
—Ojalá estuviera tan seguro.
Maquiavelo suspiró.
—Tal vez seas prudente al tener dudas.
—España ha tomado Italia —dijo Ezio.
—Valencia se ha apoderado del Vaticano —contestó Maquiavelo—, pero podemos cambiarlo. Tenemos aliados en el Colegio Cardenalicio y algunos de ellos son poderosos. No todos son perritos falderos. Y Cesare, a pesar de toda esa ostentación, depende de los fondos de su padre Rodrigo. —Le lanzó a Ezio una mirada penetrante—. Por eso tendrías que haberte asegurado de la muerte de este Papa entrometido.
—No lo sabía.
—Yo tengo la misma culpa que tú. Te lo tenía que haber contado. Pero como has dicho, tenemos que ocuparnos del presente y no del pasado.
—Estoy de acuerdo.
—Amén.
—Pero ¿cómo pueden permitirse todo esto? —preguntó Ezio cuando se desplomó otro toro, que cayó bajo la certera y despiadada espada de Cesare.
—El Papa Alejandro es una mezcla extraña —contestó Maquiavelo—. Es un gran administrador e incluso ha beneficiado a la Iglesia, pero su lado maligno siempre supera al bueno. Durante años fue el tesorero del Vaticano y encontró maneras de amasar una fortuna. La experiencia le ha resultado muy útil. Vende sombreros de cardenales, lo que le ha garantizado tener de su lado a montones de ellos. Incluso ha perdonado a criminales, siempre y cuando tuvieran suficiente dinero para librarse de la horca.
—¿Cómo lo justifica?
—Muy sencillo. Predica que es mejor para un pecador vivir y arrepentirse que morir y privarse de ese dolor.
Ezio no pudo evitar reírse, aunque su risa fuera amarga. Su mente regresó a la reciente celebración del año 1500, el Gran Año del Medio Milenio. Cierto, había habido flagelantes deambulando por el país, esperando el Juicio Final y ¿acaso aquella superstición no había engañado al monje loco Savonarola, que tuvo el control de la Manzana por poco tiempo y que él mismo había derrotado en Florencia?
En el año 1500 había habido un gran jubileo. Ezio recordaba que miles de peregrinos esperanzados se habían dirigido a la Santa Sede desde todas las partes del mundo. Aquel año se había celebrado en los pequeños puestos de avanzada que había en mares lejanos hasta el oeste, en las Nuevas Tierras descubiertas por Colón y, unos años más tarde, por Américo Vespucio, que confirmó su existencia. El dinero había entrado en Roma cuando los fieles compraron indulgencias para redimirse y que les perdonaran sus pecados antes de que Cristo volviera a la tierra para juzgar a los vivos y a los muertos. También había sido el momento en que Cesare había salido a someter la ciudad estado de la Romaña, y cuando el rey de Francia tomó Milán, había justificado sus acciones diciendo que era el legítimo heredero, el bisnieto de Gian Galeazzo Visconti.
El Papa había convertido entonces a su hijo, Cesare, en el capitán general de las fuerzas papales, y
gonfaloniere
de la Sagrada Iglesia Romana en una gran ceremonia la mañana del cuarto domingo de Cuaresma. Cesare fue recibido por unos niños vestidos de seda y por cuatro mil soldados que llevaban su librea personal. Su triunfo parecía completo: el año anterior, en mayo, se había casado con Carlota de Albret, la hermana de Juan, el rey de Navarra; y el rey Luis de Francia, con quien los Borgia estaban aliados, le dio el ducado de Valencia; no era de extrañar que la gente le llamara Valentino.
Ahora aquella víbora estaba en la cúspide de su poder.
¿Cómo iba a poder Ezio derrotarle?
Compartió esos pensamientos con Maquiavelo.
—Al final, utilizaremos su propia vanagloria para hundirlos —dijo Nicolás—. Tienen un talón de Aquiles. Todo el mundo lo tiene. Sé cuál es el tuyo.
—¿Y cuál es? —soltó Ezio, al que le había fastidiado aquel comentario.
—No hace falta que diga su nombre. Ten cuidado con ella —replicó Maquiavelo, pero luego cambió de tema para continuar—: ¿Recuerdas las orgías?
—¿Aún existen?
—Pues claro. ¡Con lo que a Rodrigo (me niego a llamarle Papa) le gustan! Tienes que reconocer el mérito que tiene con setenta años. —Maquiavelo se rio con ironía y de pronto se puso más serio—. Los Borgia se ahogarán en sus propios excesos.
Ezio se acordaba muy bien de las orgías. Había estado presente en una. El Papa había celebrado una cena en sus aposentos al estilo Nerón, dorados y sobrecargados, a la que habían asistido cincuenta de las mejores prostitutas de la ciudad. A ellas les gustaba llamarse cortesanas, pero no eran más que putas. Cuando se terminó de comer —¿o debería decirse «alimentarse»?—, las chicas bailaron con los criados que estaban presentes. Al principio iban vestidas, pero más tarde se despojaron de sus prendas. Los candelabros que habían estado sobre las mesas se colocaron sobre el suelo de mármol, y se tiraron castañas asadas entre los invitados más nobles. Les dijeron a las prostitutas que se pusieran a cuatro patas como si fueran ganado, con las nalgas bien hacia arriba, para recoger las castañas. Para entonces casi todos se habían unido ya a ellas. Ezio recordaba con desagrado cómo Rodrigo, junto con Cesare y Lucrezia, se había quedado mirando. Al final se dieron los premios a los hombres que habían tenido relaciones sexuales con el mayor número de prostitutas que caminaban a gatas: capas de seda, botas de piel fina, de España, por supuesto; gorros de terciopelo morado y amarillo con diamantes incrustados; anillos, pulseras, bolsas brocadas que contenían cada una cien ducados; dagas, consoladores de plata; cualquier cosa que pudiera imaginarse... Y los miembros de la familia Borgia, que se acariciaban entre sí, habían sido los principales jueces.
Los dos Asesinos se marcharon de la plaza de toros y se hicieron invisibles entre la muchedumbre que atestaba las calles por la tarde.
—Sígueme —dijo Maquiavelo, con un tono apremiante en su voz—. Ahora que has tenido la oportunidad de ver a tu principal oponente en acción, estaría bien comprar el equipo que te falte. Y procura no atraer demasiado la atención.
—¿Acaso lo he hecho? —Ezio se molestó aún más por los comentarios del joven. Maquiavelo no era el líder de la Hermandad (tras la muerte de Mario, no se había designado a nadie) y aquel interregno tendría que terminar pronto—. De todos modos, tengo mi hoja oculta.
—Y los guardias tienen sus pistolas. Esas cosas que Leonardo ha creado para ellos (sabes que no puede controlar su don) se recargan muy rápido, como ya has visto, y además tienen cañones colocados de forma estratégica para que disparen con más exactitud.
—Encontraré a Leonardo y hablaré con él.
—Puede que tengas que matarle.
—Nos es más útil vivo que muerto. Tú mismo has dicho que su corazón no está con los Borgia.
—He dicho que es lo que espero. —Maquiavelo se detuvo—. Mira. Aquí tienes dinero.
—
Grazie
—dijo Ezio y cogió la bolsa que le ofreció.
—Mientras estés en deuda conmigo, atiende a razones.
—En cuanto oiga que tú también tienes sentido común.
Ezio se alejó de su amigo para dirigirse a la zona de los armeros, donde adquirió un peto nuevo, unos grilletes de acero, una espada y un puñal más equilibrado y de mayor calidad que los que ya tenía. Sobre todo echaba de menos su vieja muñequera del Códice, hecha de un metal secreto, que había evitado muchos golpes que de otro modo habrían sido mortales. Pero era demasiado tarde para arrepentirse. Tenía que confiar en su ingenio y su entrenamiento. Nadie, tampoco ningún accidente, podría arrebatárselos.
Volvió a reunirse con Maquiavelo, que estaba esperándole en la posada, tal y como habían quedado.
Lo encontró bastante irritable.
—
Bene
—dijo Maquiavelo—. Ahora podrás sobrevivir al viaje de vuelta a Firenze.
—Tal vez. Pero no voy a volver a Florencia.
—¿No?
—A lo mejor deberías hacerlo tú, puesto que tú sí perteneces a la ciudad. Yo ya no tengo casa allí.
Maquiavelo extendió las manos.
—Es cierto que tu antiguo hogar fue destruido. No quería decírtelo. Pero estoy seguro de que tu madre y tu hermana están a salvo. Es una ciudad que está al margen de los Borgia. Mi señor, Piero Soderini, la vigila bien. Allí podrás recuperarte.
Ezio se estremeció al confirmar sus peores miedos, pero se calmó y dijo:
—Me quedo aquí. Tú mismo lo has dicho, no tendremos paz hasta que nos alcemos contra la familia Borgia al completo y los Templarios que les sirven.
—¡Qué valiente! Sobre todo después de lo ocurrido en Monteriggioni.
—Qué mal gusto por tu parte, Nicolás. ¿Cómo iba a saber que me encontrarían tan rápido? ¿O que iban a matar a Mario?
Maquiavelo habló con seriedad, cogiendo a su compañero por los hombros.
—Mira, Ezio, pase lo que pase, tenemos que prepararnos a conciencia. No debemos atacar por un brote de ira. Estamos luchando con
scorpioni
. Peor aún, ¡serpientes! Pueden enrollarse en tu cuello y morderte los ojos en un solo movimiento. No distinguen entre el bien y el mal; tan sólo conocen su objetivo. Rodrigo se rodea de serpientes y asesinos. Incluso ha convertido a su hija Lucrezia en una de sus armas más arteras: sabe todo lo que se ha de saber sobre el arte del envenenamiento. —Hizo una pausa—. Sin embargo, no es nada comparada con su hermano Cesare.
—Él de nuevo.
—Es el ser más ambicioso, despiadado y cruel que puedas imaginar, ¡gracias a Dios! Las leyes del hombre no significan nada para él. Asesinó a su propio hermano, el duque de Gandía, para abrirse camino hacia el poder absoluto. No se detendrá ante nada.
—Yo le bajaré los humos.
—Siempre que no te precipites. No te olvides de que tiene la Manzana. ¡Que Dios nos ayude si aprende cómo funciona!
Ezio enseguida pensó en Leonardo, que entendía tan bien la Manzana...