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Authors: Anton Gill

Tags: #Histórico, Aventuras

Assassin's Creed. La Hermandad (22 page)

—¿Y les enseñaste ese truco?

—¡Por supuesto que no! Lo único que quiero es devolvérsela a su legítimo dueño.

—No temas, Leo. La recuperaremos. Entretanto, retrásalos todo lo que puedas y, si es posible, mantenme informado de lo que les revelas.

—Lo haré.

Ezio hizo una pausa.

—Hay algo más.

—Dime.

—He perdido todas las armas del Códice que creaste para mí.

—Entiendo.

—Salvo la hoja oculta original. No tengo ni la pistola, ni la daga venenosa, ni la daga de doble filo, ni la muñequera milagrosa.

—Hmm —dijo Leonardo y luego sonrió—. Bueno, no será ningún problema volver a crearlas para ti.

—¿En serio?

Ezio apenas podía creérselo.

—Los diseños que me dejaste siguen en Florencia, bien escondidos con mis antiguos ayudantes Agniolo e Innocento. Los Borgia nunca los conseguirán. Si alguna vez toman Florencia, ¡Dios no lo quiera!, o incluso si lo hicieran los franceses, Agniolo tiene órdenes estrictas de destruirlos, y ni siquiera él e Innocento (y no es que no confíe en ellos completamente) serían capaces de reproducirlos sin mi presencia. Pero yo... nunca olvido un diseño. No obstante... —Vaciló, casi avergonzado—. Tendrás que pagarme las materias primas que necesite. Por adelantado.

Ezio estaba asombrado.

—¿De verdad? ¿No te pagan en il Vaticano?

Leonardo tosió.

—Muy... muy poco. Supongo que creen que mantenerme vivo ya es suficiente remuneración. Y no soy tan tonto como para pensar que en cuanto mis servicios sean... innecesarios, no me matarán como a un perro.

—Ya me imagino —dijo Ezio—. Preferirían que estuvieras muerto a que trabajaras para otra persona.

—Sí, he estado pensando lo mismo —afirmó Leonardo— y lo cierto es que no hay vía de escape. No es que no quiera. Quiero ver a los Borgia aplastados. Me acabo de meter en política al decir eso, pero mi querido Milán está en manos francesas —empezó a cavilar—. Tal vez... más tarde, cuando todo haya terminado..., puede que pruebe suerte en Francia. Dicen que es un país civilizado...

Era hora de traerle de vuelta a la realidad. Ezio fue hacia un arcón de hierro y de allí sacó una bolsa de piel, repleta de ducados. Se la dio a Leonardo.

—Aquí tienes el pago a cuenta por las armas del Códice —dijo con energía—. ¿Cuándo podrás tenerlas listas?

Leonardo se quedó reflexionando.

—No será tan fácil como la última vez —respondió—. Tengo que trabajar en secreto, y solo, puesto que no puedo confiar del todo en los ayudantes que trabajan para mí allí. —Hizo una pausa—. Me volveré a poner en contacto contigo. Tan pronto como sea posible, te lo prometo. —Sopesó la pesada bolsa que tenía en la mano—. Y quién sabe, por este dinero a lo mejor puedo incluir un par de armas nuevas. Serán un invento mío, claro, pero esta vez creo que lo encontrarás efectivo.

—Ganarás mi eterna gratitud y mi protección, estés donde estés, a cambio de lo que hagas para ayudarnos —declaró Ezio. Apuntó en su mente delegar a un puñado de nuevos reclutas, en cuanto acabaran su entrenamiento, para que le echaran un vistazo a Leonardo y le informaran con regularidad—. Bueno, ¿y cómo mantendremos contacto?

Leonardo contestó:

—Ya he pensado en eso.

Cogió un trozo de tiza y, sobre la mesa que había entre ambos, dibujó la mano derecha de un hombre, señalando.

—Qué bonito —dijo Ezio.

—Gracias. Es tan sólo un boceto de una parte de un dibujo que estoy pensando hacer, de San Juan Bautista. Si alguna vez tengo tiempo. Ve y siéntate donde apunta.

Ezio obedeció.

—Eso es —dijo Leonardo—. Dile a tus hombres que mantengan los ojos bien abiertos. Si ven uno de éstos (a los demás les parecerá tan sólo un graffiti), diles que te avisen y sigue la dirección que indique. Así es como nos encontraremos.

—Espléndido —dijo Ezio.

—No te preocupes, me aseguraré de que te avisen. En caso de que estés pensando en salir volando a una misión u otra.

—Gracias.

Leonardo se levantó.

—Debo irme, si no, me echarán en falta. Pero antes...

—¿Antes qué?

Leonardo sonrió abiertamente y agitó la bolsa de dinero.

—Antes me voy de compras.

Capítulo 28

Ezio se fue de la guarida poco después que Leonardo, para continuar con su labor de reclutamiento, pero también para mantenerse ocupado. Estaba impaciente por tener las nuevas armas del Códice en sus manos.

Cuando, más avanzado el día, regresó para una reunión concertada de antemano, se encontró con que Maquiavelo le había precedido. Caterina estaba con él, sentada en una silla, con las piernas tapadas con una manta de pelo. Como de costumbre, Maquiavelo no fue muy ceremonioso.

—¿Dónde has estado? —preguntó.

A Ezio no le gustó su tono.

—Todos tenemos nuestros secretos —respondió, manteniendo la voz al mismo nivel—. ¿Puedo preguntarte en qué has estado tú metido?

Maquiavelo sonrió.

—He estado perfeccionando nuestro sistema de palomas mensajeras. Ahora podemos usarlas para enviar órdenes a los nuevos reclutas esparcidos por la ciudad.

—Excelente. Gracias, Nicolás.

Se miraron el uno al otro. Maquiavelo era casi diez años menor que Ezio, aun así no había duda de la independencia y la ambición tras aquellos ojos enmascarados. ¿Le molestaba el liderazgo de Ezio? ¿Esperaba que hubiera recaído en él? Ezio apartó aquella idea de su cabeza. Estaba seguro de que aquel hombre era un teorizador, un diplomático, un animal político. Y no cabía duda de su utilidad, o de su lealtad, a la Hermandad. Ojalá Ezio pudiera convencer a La Volpe de eso.

Como si estuviera preparado, La Volpe entró en la guarida, acompañado de Claudia.

—¿Qué hay de nuevo? —le preguntó Ezio después de que ambos se hubieran saludado.

—Bartolomeo siente mucho no poder asistir. Por lo visto el general Octavien ha intentado atacar otra vez el cuartel.

—Entiendo.

—Intensificaron el ataque, pero no cedemos terreno.

—Bien. —Ezio se volvió hacia su hermana con frialdad—. Claudia —dijo, inclinando la cabeza.

—Hermano —replicó ella con la misma frialdad.

—Por favor, sentaos todos —dijo Ezio.

En cuanto estuvieron acomodados, continuó:

—He preparado un plan para luchar contra los Borgia.

—Sugiero —intervino Maquiavelo enseguida— que vayamos a por sus suministros o a por los seguidores de Cesare.

—Gracias, Nicolás —dijo Ezio sin alterarse—. Mi plan contiene ambas cosas. Si conseguimos cortar sus fondos, Cesare perderá su ejército y regresará sin sus hombres. ¿De dónde obtiene el dinero?

La Volpe dijo:

—Sabemos que depende de Rodrigo para la mayor parte de su dinero, y el banquero de Rodrigo es Agostino Chigi. Pero Cesare también tiene su propio banquero, cuya identidad aún no se ha confirmado, aunque tenemos nuestras sospechas.

Ezio decidió, de momento, guardarse su opinión al respecto. Sería mejor, si era posible, que los hombres de La Volpe lo confirmaran.

—Conozco a alguien, un cliente nuestro en La Rosa in Fiore, que le debe dinero a ese banquero. El senador Egidio Troche se pasa el día quejándose de los intereses.


Bene
—dijo Ezio—, entonces debemos seguir esa pista.

—Hay algo más —dijo Maquiavelo—. Nos ha llegado la noticia de que están planeando emplazar tropas francesas en el camino que lleva al Castel Sant'Angelo. Vuestro ataque debe de haberlos puesto nerviosos. Y por lo visto, Cesare tiene pensado regresar a Roma. De inmediato. No sé por qué tan pronto, pero lo averiguaré. De todas maneras, cuando llegue, estará tan bien protegido que nunca le alcanzaréis. Nuestros espías nos han dicho que tiene la intención de mantener en secreto su regreso, al menos de momento.

—Tiene un as escondido en la manga —dijo La Volpe.

—No me digas —dijo Maquiavelo, y los dos hombres intercambiaron una mirada que no era amistosa.

Ezio lo tuvo en cuenta.

—Nuestro mejor procedimiento parece ser acorralar a ese general francés suyo, Octavien, y matarlo. Una vez que nos lo quitemos de en medio, Bartolomeo tendrá a los franceses a la defensiva y abandonarán su servicio de guardia en el Castel.

Caterina habló por primera vez:

—Aunque se retiren esas tropas, Ezio, la guardia papal continuará protegiendo el puente y la puerta principal.

—Ah —dijo La Volpe—, pero hay una entrada lateral. El último juguete de Lucrezia, el actor Pietro Benintendi, tiene la llave.

—¿Ah, sí? —dijo Ezio—. Le vi con ella en el Castel.

—Les diré a mis hombres que averigüen dónde se encuentra —prometió La Volpe—. No debería ser muy difícil.

Caterina sonrió.

—Parece una buena idea. Me gustaría ayudar. Tenemos que conseguir quitarle la llave y que deje de seguir viendo a Lucrezia. Será un placer robarle lo que sea a esa zorra.


Momentino, contessa
—dijo Maquiavelo—. Tendremos que hacerlo sin tu ayuda.

Caterina le miró, sorprendida.

—¿Por qué?

—Porque vamos a tener que sacarte de la ciudad, y tal vez llevarte a Florencia, hasta que podamos recuperar Forli por ti. Tus hijos ya están a salvo. —Miró a su alrededor—. El hecho de que Ezio te rescatara ha tenido sus consecuencias. Hay heraldos por toda la ciudad que proclaman una generosa recompensa por la captura de la
contessa
, viva o muerta. Y ningún soborno podrá callarles.

Se hizo un silencio. Luego Caterina se levantó y dejó que la manta cayera al suelo.

—Entonces parece que he abusado de vuestra hospitalidad —dijo—. Disculpadme.

—¿De qué estás hablando? —exclamó Ezio, alarmado.

—Pues de que aquí estoy en peligro...

—¡Te protegeremos!

—Y, lo que es más importante, tenemos una deuda contigo. —Estaba mirando a Maquiavelo mientras hablaba—. ¿No es así, Nicolás?

Maquiavelo se quedó callado.

—Ya me has contestado —dijo Caterina—. Me prepararé enseguida.

Capítulo 29

Estás segura de que puedes montar? —le preguntó Ezio.

—Ya monté desde el Castel cuando me salvaste, ¿no?

—Sí, pero entonces no quedaba más remedio.

—¿Acaso hay otra opción ahora?

Ezio se calló. Era la mañana siguiente y Ezio observaba cómo Caterina y sus dos ayudantes femeninas guardaban la poca ropa y las provisiones que Claudia les había preparado para el viaje. Se marcharía al día siguiente antes del alba. Una pequeña escolta de hombres de Ezio la acompañaría parte del camino, para comprobar que salía de Roma a salvo. Ezio se ofreció a ir con ellos, pero Caterina se negó.

—No me gustan las despedidas —había dicho— y cuanto más largas, peores.

La observó mientras iba de un lado para otro con su equipaje. Pensó en los momentos que habían pasado juntos, hacía mucho tiempo, en Forli, y luego en lo que ingenuamente había creído que era un reencuentro en Monteriggioni. La Hermandad de los Asesinos parecía haber absorbido su vida y se había quedado solo.

—Ojalá te quedaras —dijo.

—Ezio, no puedo. Sabes que no puedo.

—Haz que se retiren tus mujeres.

—Tengo prisa.

—Haz que se retiren. No tardaré mucho.

Le hizo caso, pero él advirtió que con renuencia, e incluso dijo:

—Aseguraos de volver en cinco minutos del reloj de agua.

Una vez que se quedaron a solas, no supo por dónde empezar.

—¿Y bien? —dijo con más tacto y vio preocupación en sus ojos, aunque supo por qué.

—Te... te salvé —dijo con convicción.

—Así es y te estoy agradecida. Pero ¿no les dijiste a los demás que lo hiciste meramente porque aún soy un útil aliado, incluso sin Forli?

—Recuperaremos Forli.

—Y entonces tendré que volver allí.

Ezio se quedó callado de nuevo. Tenía el corazón vacío.

Ella se acercó a él y le puso las manos en los hombros.

—Escucha, Ezio. No le sirvo de nada a nadie sin Forli. Si me marcho ahora, es para estar a salvo y con mis hijos. ¿No quieres eso para mí?

—Sí.

—Bueno, entonces...

—No te salvé porque fueras valiosa para la causa.

Ahora le tocaba a ella quedarse callada.

—Sino porque...

—No lo digas, Ezio.

—¿Por qué no?

—Porque no puedo decirte lo mismo.

Ninguna arma podía haberle herido tan profundamente como aquellas palabras.

—Entonces, ¿me utilizaste?

—Eso suena bastante duro.

—¿Qué otras palabras quieres que use?

—Ya intenté explicártelo antes.

—Eres una mujer despiadada.

—Soy una mujer que tiene un trabajo que hacer y obligaciones.

—Todo lo que sirva para tu causa está bien.

Se quedó callada de nuevo y después dijo:

—Ya he tratado de explicártelo. Debes aceptarlo.

Había quitado las manos de sus hombros. Él advirtió que su mente había vuelto al viaje y que estaba mirando las cosas que quedaban por guardar.

«¡A la mierda con la Hermandad! ¡Sé lo que quiero! ¿Por qué no vivo para mí por una vez en la vida?», pensó imprudentemente.

—Me voy contigo —dijo.

Se volvió hacia él con los ojos serios.

—Escucha, Ezio. Quizás estás eligiendo, pero es demasiado tarde. Quizá yo he hecho lo mismo. Pero ahora eres el líder de los Asesinos. No dejes el trabajo que has empezado, el gran trabajo de reconstrucción tras el desastre de Monteriggioni. Sin ti todo se desbaratará de nuevo y entonces, ¿quién estará ahí para salvarnos?

—Pero tú nunca me has querido.

Se la quedó mirando. Aún estaba allí, en la habitación con él, pero su espíritu se había marchado hacía mucho rato. No sabía hacía cuánto, tal vez nunca había estado allí de verdad. Tal vez sólo había esperado que así fuera o se lo había imaginado. En aquel momento, sintió que estaba mirando el cadáver del amor, aunque se negaba a creer que estuviera muerto. Pero como cualquier otra muerte, vio que no le quedaba más remedio que acostumbrarse a la realidad.

Alguien llamó a la puerta.

—Adelante —dijo Caterina y sus ayudantes volvieron.

Ezio las dejó preparando el equipaje.

A la mañana siguiente, Ezio se resistía a despedirse de Caterina, pero tenía que hacerlo. Hacía frío y cuando llegó a la plaza señalada, en una zona segura de la ciudad, ya estaban montadas sobre unos caballos inquietos. Tal vez, ahora, en ese último instante, se ablandara. Pero sus ojos, aunque amables, eran distantes. Pensó que podría haberlo soportado mejor si no le hubiera mirado con aquella ternura. Una ternura que casi era humillante.

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