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Authors: Anton Gill

Tags: #Histórico, Aventuras

Assassin's Creed. La Hermandad (38 page)

—¿Qué tal la Guardia Suiza? —sugirió Ezio, que estaba un poco cansado.

El Papa lo consideró.

—Bueno, no es que sea asombrosamente original, Ezio. Para serte sincero, preferiría la Guardia Juliana, pero no quiero sonar egotista. —Le dedicó una amplia sonrisa—. Muy bien, usaré lo que propones. Servirá de momento, por lo menos.

Fueron interrumpidos por un golpeteo y otros sonidos de la construcción, que venían de encima de sus cabezas y de otras partes del Vaticano.

—¡Condenados albañiles! —exclamó el Papa—. Pero bueno, es necesario. —Cruzó la habitación hasta el tirador de la campanilla—. Mandaré a alguien para que les haga callar hasta que hayamos terminado. A veces creo que los albañiles son la fuerza más destructiva que haya inventado el Hombre.

Un ayudante llegó enseguida y el Papa le dio las órdenes. Unos minutos más tarde, entre unas palabrotas amortiguadas, dejaron las herramientas haciendo mucho ruido.

—¿Qué has estado haciendo? —preguntó Ezio, puesto que sabía que tanto la arquitectura como la guerra eran dos de las grandes pasiones del Papa.

—He estado cerrando con tablas las oficinas y las dependencias de los Borgia —respondió Julio—. Eran demasiado suntuosas. Más dignas de Nerón que del Líder de la Iglesia. Y estoy eliminando todos los edificios del tejado del Castel Sant'Angelo para convertirlo en un gran jardín. Puede que incluso coloque una casa de verano allí arriba.

—Buena idea —dijo Ezio, sonriendo para sus adentros.

La casa de verano sería sin duda una cúpula del placer, si no para un rey, al menos para ser el lugar de encuentro con uno o dos amantes del Papa, hombres o mujeres. La vida privada del Papa no era asunto de Ezio. Lo que importaba era que se trataba de un buen hombre y de un incondicional aliado. Y comparado con Rodrigo, su corrupción era tan significativa como la rabieta de un niño. Además, había continuado la reforma moral de su predecesor, Pío III.

—También voy a renovar la Capilla Sixtina —continuó el Papa—. ¡Está tan apagada! Le he encargado a ese brillante joven artista de Florencia, Michelangelo como se llame, que pinte algunos frescos en el techo. Muchas escenas religiosas, ese tipo de cosas. Pensé en pedírselo a Leonardo, pero tiene la cabeza tan llena de ideas que casi nunca acaba una pintura grande. Es una pena. Me gustó bastante el retrato que hizo de la esposa de Francesco del Giocondo...

Julio dejó de hablar y miró a Ezio.

—Pero no has venido aquí a hablar de mi interés en el arte moderno.

—No.

—¿Estás seguro de que no te estás tomando demasiado en serio la amenaza de la recuperación de los Borgia?

—Creo que deberíamos tomárnosla en serio.

—Mira, mi ejército ha recuperado la mayoría de la Romaña para el Vaticano. Ya no queda nadie de los Borgia con quien luchar.

—¡Cesare está aún vivo! Con él de testaferro...

—Espero que no estés cuestionando mi sentencia, Ezio. Ya sabes los motivos que tengo para perdonarle la vida. De todas maneras, donde está ahora es como si estuviera enterrado vivo.

—Micheletto todavía está en libertad.

—¡Bah! Sin Cesare, Micheletto no es nada.

—Micheletto conoce España muy bien.

—Te digo yo que no es nada.

—Conoce España. Nació en Valencia. Es el sobrino bastardo de Rodrigo.

El Papa, que, a pesar de sus años, era un hombre grande y vigoroso en la flor de la vida, había estado caminando por la habitación durante aquella última conversación. Ahora había vuelto a su escritorio, colocó sus grandes manos sobre él y se inclinó de forma amenazadora hacia Ezio. Su actitud era convincente.

—Te estás dejando llevar por tus peores miedos —dijo—. Ni siquiera sabemos si Micheletto está vivo o muerto.

—Creo que deberíamos averiguarlo de una vez por todas.

El Papa consideró lo que Ezio había dicho, se relajó un poco y volvió a sentarse. Dio unos golpecitos sobre el pesado sello de su mano izquierda con el dedo índice de su derecha.

—¿Qué quieres hacer? —preguntó con brusquedad—. No esperes que te ofrezca recursos. Ya no hay más presupuesto.

—Lo primero es localizar y acabar con cualquier intransigente que quede en Roma. Puede que encontremos a alguien que sepa algo de Micheletto, dónde está o qué ha sido de él, entonces...

—¿Entonces?

—Entonces, si sigue vivo...

—¿Acabarás con él?

—Sí.

«A menos que me resulte más útil vivo», pensó Ezio.

Julio se recostó en su asiento.

—Estoy impresionado por tu determinación, Ezio. Casi me da miedo. Y me alegro de no ser un enemigo de los Asesinos.

Ezio alzó la cabeza de pronto.

—¿Conoces la Hermandad?

El Papa juntó las yemas de sus dedos.

—Siempre tengo que saber quiénes son los enemigos de mis enemigos. Pero vuestro secreto está a salvo conmigo. Como te he dicho, no soy tonto.

Capítulo 50

Tu instinto no se equivoca. Te guiaré y te protegeré, pero no te pertenezco y pronto tendrás que dejarme marchar. No tengo poder sobre el que me controla. Debo obedecer la voluntad del Dueño de la Manzana.

Ezio estaba solo en su alojamiento secreto, con la Manzana en las manos, mientras intentaba usarla para que le ayudara a localizar a su presa en Roma, cuando la misteriosa voz volvió a él. Esta vez no supo si era una voz femenina o masculina, o si venía de la Manzana o de algún lugar de su mente.

«Tu instinto no se equivoca». Pero también «No tengo poder sobre el que me controla». ¿Por qué entonces la Manzana le había mostrado tan sólo imágenes vagas de Micheletto? ¿Tan sólo para decirle que el esbirro de Cesare estaba vivo? Y no podía o no le indicaba la ubicación de Cesare. Al menos por ahora.

De repente Ezio se dio cuenta de que su yo interior siempre lo había sabido: no debía abusar de su poder ni tampoco depender de la Manzana para todo. Ezio sabía que era su propia voluntad lo que nublaba las respuestas que buscaba. No tenía que ser perezoso. Debía valerse por sí mismo. De todos modos, algún día tenía que volver a hacerlo.

Pensó en Leonardo. ¿Qué no podría hacer aquel hombre si hubiera tenido la Manzana? Y, en cambio, Leonardo, el mejor de los hombres, inventaba armas de destrucción con tanta facilidad como creaba cuadros sublimes. ¿Acaso no tenía la Manzana el poder de ayudar a la humanidad sino también de corromperla? En manos de Rodrigo o de Cesare, si cualquiera de los dos hubiera sido capaz de dominarla, ¡se habría convertido en un instrumento no de salvación sino de destrucción!

El poder es una droga potente y Ezio no quería ser una víctima de él.

Volvió a mirar la Manzana. Ahora parecía inerte en sus manos, pero cuando la guardó en la caja, descubrió que apenas podía cerrar la tapa. ¿Qué caminos le abriría?

No, debía enterrarla. Tenía que aprender a vivir por el Código sin ella. ¡Pero aún no!

Siempre había tenido la corazonada de que Micheletto seguía vivo. Ahora lo sabía a ciencia cierta. Y mientras viviera, haría todo lo posible por liberar a su señor, Cesare.

Ezio no le había contado al Papa Julio todo su plan: pretendía encontrar a Cesare y matarlo, o morir en el intento.

Era el único modo.

Usaría la Manzana sólo cuando tuviera que hacerlo. Tenía que mantener afilados sus propios instintos y poderes de deducción para anticiparse al día en que ya no tuviera la Manzana. Encontraría sin ella a los acérrimos de Borgia que aún quedaban en Roma. Tan sólo si no conseguía descubrirlos en tres días, volvería a recurrir a su poder. Todavía tenía a sus amigos, las chicas de La Rosa in Fiore, los ladrones de La Volpe y sus compañeros Asesinos. ¿Cómo iba a fracasar con su ayuda?

Ezio sabía que la Manzana le ayudaría, de una forma que no comprendía del todo, mientras respetara su potencial. Quizás aquél era su secreto. Quizá nadie podía dominarla al completo, salvo un miembro de la raza de antiguos expertos que había confiado este mundo a la humanidad, para crear o destruir, según eligiera su voluntad.

Bajó la tapa y cerró con llave la caja.

Aquella noche Ezio convocó una reunión de la Hermandad en la isla Tiberina.

—Amigos míos —empezó—, sé lo mucho que nos hemos esforzado y creo que la victoria está próxima, pero aún queda trabajo que hacer.

Los demás, excepto Maquiavelo, se miraron los unos a los otros, sorprendidos.

—¡Pero a Cesare le han puesto el bozal! —gritó La Volpe—. ¡Para siempre!

—Y tenemos un nuevo Papa, que siempre ha sido enemigo de los Borgia —añadió Claudia.

—Y los franceses se están retirando —intervino Bartolomeo—. El campo está a salvo y la Romaña ha vuelto a manos del Papa.

Ezio alzó una mano para tranquilizarlos.

—Todos sabemos que una victoria no es una victoria hasta que es absoluta.

—Y puede que le hayan puesto el bozal a Cesare, pero está vivo —dijo Maquiavelo en voz baja—. Y Micheletto...

—Exacto —dijo Ezio—. Y mientras haya focos de acérrimos de Borgia, tanto aquí como en los Estados Papales, aún quedan semillas de las que puede crecer un resurgimiento de los Borgia.

—Eres demasiado prudente, Ezio. Hemos ganado —gritó Bartolomeo.

—Barto, sabes tan bien como yo que un puñado de ciudades estado de la Romaña continúan siendo fieles a Cesare y tienen una gran fortificación.

—Pues ya iré yo a encargarme de ellas.

—Seguirán estando. El ejército de Caterina Sforza no es tan fuerte como para atacarlos desde Forli, pero he enviado a unos mensajeros para que la avisen de que no les quite el ojo de encima. Tengo otro trabajo urgente para ti.

«Oh, Dios —pensó Ezio—, ¿por qué me sigue dando un vuelco el corazón cada vez que menciono su nombre?».

—¿Cuál?

—Quiero que lleves una fuerza a Ostia y vigiles el puerto. Quiero que me informes sobre cualquier barco sospechoso que entre o salga. Quiero que tengas mensajeros preparados para que me traigan noticias a caballo en cuanto tengas cualquier cosa de la que avisarme.

Bartolomeo resopló.

—¡Estar de guardia! No es el tipo de trabajo que encomendarle a un hombre de acción como yo.

—Tendrás toda la acción que necesites cuando llegue el momento de enfrentarnos a las ciudades estado rebeldes que he mencionado. Entretanto, viven esperanzados, esperando una señal. Dejémosles con esa ilusión, así estarán tranquilos. Nuestro trabajo es hacerles perder esa esperanza para siempre.

Maquiavelo sonrió.

—Estoy de acuerdo con Ezio —dijo.

—Bueno, muy bien. Si insistes... —respondió Bartolomeo de mal humor.

—Pantasilea disfrutará de la brisa marina tras su terrible experiencia.

Bartolomeo se animó.

—No había pensado en eso.

—Bien. —Ezio se volvió hacia su hermana—. Claudia, supongo que el cambio de régimen no ha afectado mucho al negocio de La Rosa in Fiore, ¿no?

Claudia sonrió abiertamente.

—Es curioso cómo incluso a los príncipes de la Iglesia les cuesta mantener en desuso el demonio de sus entrañas, a pesar de todos los baños fríos que dicen tomar.

—Diles a tus chicas que estén atentas. Julio tiene al Colegio Cardenalicio bajo su control, pero todavía tiene muchos enemigos con sus propias ambiciones, y algunos podrían estar lo bastante locos para pensar que si liberasen a Cesare, podrían utilizarlo como medio para conseguir sus propios fines. Y tampoco le quites el ojo de encima a Johann Burchard.

—¿Qué? ¿El maestro de ceremonias de Rodrigo? Estoy segura de que es inofensivo. Odiaba tener que organizar todas aquellas orgías. ¿No es tan sólo un funcionario?

—No obstante, cualquier cosa que oigas, sobre todo si es sobre alguna facción reaccionaria que aún andan sueltas por Roma, házmelo saber.

—Será más fácil ahora que ya no tenemos a los guardias de Borgia metiendo las narices en nuestros asuntos cada minuto del día.

Ezio sonrió un poco distraído.

—Tengo otra pregunta que hacerte. He estado muy ocupado para ir a visitarla, pero me preocupa. ¿Cómo está nuestra madre?

A Claudia se le nubló la cara.

—Lleva las cuentas, pero, Ezio, me temo que está empezando a estar mal. Apenas sale. Cada vez habla más de Giovanni, y de Federico y Petruccio.

Ezio se quedó callado un momento mientras pensaba en el padre y los hermanos que había perdido.

—Iré cuando pueda —dijo—. Dile que la quiero y que me perdone por desatenderla.

—Comprende el trabajo que tienes que hacer. Sabe que no sólo lo haces por el bien de todos, sino por nuestros parientes difuntos.

—Su monumento se alzará cuando acabe con aquellos que los mataron —dijo Ezio con voz fuerte.

—¿Y qué hay de mi gente? —preguntó La Volpe.

—Gilberto, tu gente es vital para mí. Mis reclutas siguen siendo fieles, pero han visto que la vida ha vuelto a la normalidad y la mayoría anhela regresar a la vida que llevaban antes de que les convenciera para que se unieran a nosotros en la lucha para librarse del yugo de los Borgia. Conservan sus habilidades, pero no son miembros acérrimos de la Hermandad, y no puedo esperar que soporten el peso que nosotros tenemos encima, porque de este yugo tan sólo nos librará la muerte.

—Entiendo.

—Sé que los hombres y mujeres bajo tu mando son de la gran ciudad y notarían la diferencia al mudarse al campo.

—¿Qué quieres decir? —preguntó La Volpe con recelo.

—Envía a tus mejores hombres a las ciudades y a los pueblos de los alrededores de Roma. No hará falta que vayan más allá de Viterbo, Terni, L'Aquila, Avezzano y Nettuno. Dudo que encontremos mucho fuera del círculo que definen esas poblaciones alrededor de Roma. Allí no pueden quedar muchos acérrimos y los que haya no querrán estar a mucha distancia de Roma.

—Será difícil encontrarlos.

—Debéis intentarlo. Precisamente tú sabes muy bien que una pequeña fuerza en el sitio propicio puede causar un daño inefable.

—Enviaré a mis mejores ladrones y los disfrazaré de vendedores ambulantes.

—Infórmame de cualquier cosa que averigües, sobre todo de las noticias respecto a Micheletto.

—¿De verdad crees que aún está en algún sitio por ahí fuera?

¿No podría haber vuelto a España o al menos al reino de Nápoles? Bueno, eso si no está muerto.

—Estoy convencido de que sigue vivo.

La Volpe se encogió de hombros.

—Con eso me basta.

Cuando los demás se hubieron marchado, Maquiavelo se volvió hacia Ezio y dijo:

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