Puede que el prejuicio más extendido hoy en día sea el creer que
sabemos
en qué consiste realmente la moral. Oímos decir con visible
satisfacción
que la sociedad está a punto de lograr que el individuo se adapte a las necesidades generales, y que tanto la
felicidad
personal como el
sacrificio
exigible a toda persona consisten en que consideremos que somos miembros útiles e instrumentos de la colectividad. No obstante, hay actualmente muchas dudas respecto a dónde hay que buscar ese todo colectivo, si en el orden establecido o en un orden futuro, si en la nación o en la fraternidad de los pueblos, o bien en las nuevas y reducidas comunidades económicas. En torno a esta cuestión, se alzan hoy muchas reflexiones, dudas y enfrentamientos muy apasionados. Sin embargo, todo el mundo está de acuerdo en la necesidad de que el
ego
se oscurezca hasta que, con vistas a la adaptación al todo, se le marque nuevamente su círculo concreto de derechos y deberes, hasta que se convierta en algo nuevo y distinto de lo que ahora es. Tanto si lo reconocen como si no, lo que pretenden es transformar radicalmente, debilitar y hasta suprimir al
individuo
. Quien así piensa no se cansa de ponderar todo lo que tiene de mala, dispendiosa, lujosa, amenazadora y derrochadora la existencia individual que se ha venido llevando hasta hoy en día; se espera dirigir la sociedad con menos costo, con menores peligros y mayor unidad, cuando no haya más que un
gran cuerpo
con sus miembros. Se considera
bueno
todo lo que, de un modo u otro, responde a este instinto de agrupación y a sus diversos subinstintos. Esta es la
corriente fundamental
de la moral de hoy, con la que se funden la simpatía y los sentimientos sociales. (Kant no pertenece aún a este movimiento, ya que indica expresamente que debemos ser insensibles al dolor ajeno para que nuestros actos benéficos tengan un valor moral. Schopenhauer llama a esto el absurdo kantiano, con una irritación que, en su caso, resulta totalmente comprensible).
133. «No pensar en uno mismo».
Habría que estudiar seriamente por qué se arroja un individuo al agua para salvar a otro que se está ahogando, aunque no sienta simpatía alguna por su persona. Un sujeto irreflexivo contestará que lo hace por compasión; que sólo tiene en cuenta que se trata de su prójimo. ¿Por qué nos molesta y nos duele ver a alguien escupir sangre, aunque no sea santo de nuestra devoción? La persona irreflexiva de antes respondería que lo hacemos por compasión; que en ese momento no estamos pensando en nosotros mismos. Pero lo cierto es que cuando nos domina la compasión —mejor dicho, lo que equivocadamente se suele llamar así—, no pensamos en nosotros conscientemente, pero seguimos pensando —y muy
intensamente
— de un modo
inconsciente
; de la misma forma que, al resbalar, hacemos inconscientemente los movimientos oportunos para recuperar el equilibrio, en lo que, al parecer, empleamos toda nuestra razón. El accidente que otra persona sufre nos ofende, nos hace sentir nuestra propia impotencia y quizá nuestra cobardía, si no acudimos en su ayuda. Tal vez implique también una mengua de nuestra honra ante nosotros mismos y ante los demás. Por último, es posible que en el accidente y en el dolor de otro veamos la advertencia de un peligro que también nos amenaza a nosotros, pues aunque sólo sea como muestra de la inseguridad y de la fragilidad humanas, las desgracias ajenas pueden producir en nosotros un efecto doloroso. Rechazamos este tipo de amenaza y de sufrimiento, respondiendo a él con un acto de compasión, que puede implicar una defensa sutil de nosotros mismos e incluso una cierta dosis de venganza. No es difícil ver que, en el fondo, estamos pensando mucho más en nosotros que en los demás, al observar las decisiones que tomamos cuando no podemos evitar la contemplación de quienes sufren y gimen en la miseria.
No
evitamos este espectáculo cuando podemos acercarnos a él a título de individuos poderosos y caritativos, cuando estamos seguros de que nos alabarán por ello, cuando queremos contemplar el polo opuesto de nuestra felicidad, o cuando esperamos distraer nuestro aburrimiento. Confundimos las cosas al llamar compasión al dolor que nos causa el espectáculo de la miseria ajena, que puede ser de muchas clases, pues semejante dolor no lo sufre quien nos lo produce; nos pertenece, como a él le pertenece su miseria. Haciendo obras a impulsos de la compasión, nos libramos de ese
sufrimiento personal
. Con todo, nunca actuamos así por un solo motivo, y si bien es cierto que queremos librarnos de un dolor, también lo es que cedemos a un
impulso de alegría
: la alegría que nos suscita la contemplación de una situación contraria a la nuestra, la idea de que está en nuestra mano el prestar una ayuda, la esperanza de las alabanzas y el agradecimiento que cosecharemos, el acto mismo de socorrer, siempre que dé buen resultado (y como lo da progresivamente, complace de suyo a quien lo realiza), y sobre todo la comprensión de que con nuestra intervención ponemos fin a una injusticia irritante (el dar rienda suelta a la indignación es ya suficiente para desahogarnos).
La
compasión
está constituida por todo esto y por cosas más sutiles aún. ¡De qué forma tan burda ha pretendido el lenguaje expresar con una palabra algo tan complicado! La
experiencia
contradice que la compasión se
identifique
con el dolor cuya visión nos inspira lástima o simplemente que lo comprenda de una forma penetrante y sutil; y quien ensalza la compasión en estos dos sentidos
carece
de experiencia suficiente en el terreno de la moral. Por ello me lleno de dudas al leer las cosas increíbles que dice Schopenhauer de la moral, quien, de este modo, trata de hacernos creer en la gran originalidad de su idea, consistente en que la compasión —esa compasión que tan mal ha observado y que tan mal ha descrito— constituye la fuente de todas las acciones morales presentes y futuras, en virtud, precisamente, de las atribuciones que inventó para aplicárselas.
¿Qué es lo que diferencia, en suma, a los no compasivos de los compasivos? Ante todo y a grandes rasgos, los primeros no tienen la imaginación impresionable del miedo, la sutil facultad de presentir el peligro, lo que hace que su vanidad se resienta con menos frecuencia, si ocurre algo que hubieran podido evitar (su orgullo les hace ser precavidos y no mezclarse sin necesidad en asuntos ajenos, agradándoles que cada cual se ayude a sí mismo y utilice sus propios medios). Además, por lo general, están más acostumbrados a soportar los dolores que los individuos compasivos, y no consideran injusto que sufran otros, puesto que también ellos han sufrido. Por último, les molesta tanto las manifestaciones de los corazones sensibles, como les desagrada a éstos últimos la impasibilidad estoica de los indiferentes. Para los corazones sensibles, no tienen más que palabras de desdén, y temen que su espíritu viril y su fría valentía peligren ante semejantes espectáculos; ocultan sus lágrimas ante los demás y se las enjugan, irritados contra ellos mismos. Constituyen una clase de egoístas, distinta de la de los compasivos; pero establecer una diferencia a base de llamarles
malos
, y considerar
buenos
a los compasivos, representa una moda moral que ahora está en uso, como antes lo estuvo la moda contraria, bien que durante mucho más tiempo.
134. Hasta qué punto debemos guardarnos de la compasión.
Por poco dolor que cause —y éste debe ser aquí nuestro único punto de vista—, la compasión constituye una debilidad, como todo lo que supone ceder a una pasión
nociva
. Aumenta el
dolor
en el mundo, y si en algún caso consigue disminuir o suprimir indirectamente un dolor, este resultado ocasional —totalmente insignificante en relación con el conjunto— no basta para justificar las formas y las circunstancias en las que se dan consecuencias perjudiciales. Si éstos últimos predominasen, aunque fuera un solo día, causarían de inmediato la perdición a la humanidad. Considerada en sí misma, la compasión no posee un carácter más beneficioso que cualquier otro instinto; sólo cuando la exigimos y la elogiamos —lo que sucede cuando no se ve el perjuicio que genera, sino que se la considera como una
fuente de placer
—, va acompañada de una paz de conciencia; es entonces cuando nos abandonamos voluntariamente a ella, sin miedo a sus consecuencias. En otras circunstancias, en que se comprende con facilidad lo peligrosa que resulta, es considerada como una debilidad —lo que ocurría entre los griegos—, como el acceso periódico de una enfermedad, cuya nocividad podría evitarse mediante desahogos momentáneos y voluntarios. Quien, ante las ocasiones de ser compasivo que la vida le ofrece, trata de representarse en su fuero interno todas las miserias que su entorno le permite contemplar, se vuelve necesariamente enfermo y melancólico. Pero el que,
en un sentido o en otro
, quiere servir de médico a la humanidad, deberá tomar toda clase de precauciones contra ese sentimiento, que le paraliza en todos los momentos decisivos y que obstaculiza su conocimiento y su mano diestra y bienhechora.
135. El inspirar compasión.
Al salvaje le aterra que le compadezcan, pues ello sería una muestra de que carece de toda virtud. Compadecer equivale a despreciar, no queremos ver sufrir a un ser despreciable, ya que esto no proporciona ningún placer. Por el contrario, el placer de los placeres consiste en ver sufrir a un enemigo cuyo orgullo consideramos igual al nuestro, y a quien no le doblega el tormento, y, en general, en ver sufrir a un individuo que se resiste a pedir compasión, es decir, a la humillación más vergonzosa y más baja. El alma del salvaje se edifica contemplando esto, y llega incluso a la
admiración
. Si está en su mano, acaba matando a un valiente así, y luego tributa honras fúnebres a quien se ha mostrado de una forma tan inflexible. Si hubiera gemido, si su rostro hubiese perdido su expresión de frío desdén, si se hubiera mostrado digno de desprecio, habría podido seguir viviendo como un perro. En ese caso, no habría excitado el orgullo de quien le contemplaba, y la compasión habría sustituido a la admiración.
136. La felicidad contenida en la compasión.
Cuando, como hacen los hindúes, se cifra el fin de la actividad intelectual en el conocimiento de las
miserias
humanas y a lo largo de muchas generaciones se sigue fielmente este espantoso precepto, la
compasión
acaba adquiriendo a la vista de estos pesimistas
congénitos
un nuevo valor: el de
conservar la vida
, en el sentido de que ayuda a soportar la existencia, aunque ésta parezca digna de ser rechazada con asco y con espanto. La compasión se convierte en el antídoto del suicidio, al ser un sentimiento que suministra placer y que nos proporciona en pequeñas dosis el goce de la superioridad. Nos aparta de nosotros mismos, nos ensancha el corazón, destierra el miedo y la pereza, incita a hablar, a quejarse y a actuar. Constituye una
felicidad relativa
en comparación con la miseria del conocimiento que acosa por todos lados al individuo, quitándole el aliento y lanzándole a las tinieblas. La felicidad, en cambio, cualquiera que sea, nos suministra aire, luz y libertad de movimientos.
137. ¿Por qué duplicar el «yo».?
Observar los acontecimientos de nuestra vida con los mismos ojos con los que miramos los acontecimientos de la existencia de otro, nos tranquiliza en gran medida y constituye una apropiada medicina. Por el contrario, observar y tomar
como si fueran nuestros
los acontecimientos de la vida de los demás, reivindicando una filosofía de la compasión, nos arruinaría en poco tiempo. Hágase la experiencia, sin más dilación. Asimismo, la primera máxima es, realmente, la más acorde con la razón y con la buena voluntad racional, puesto que apreciamos con más objetividad el valor y el sentido de un acontecimiento —como la pérdida de un ser querido, un desastre económico o una calumnia, por ejemplo— cuando éste afecta al prójimo y no a nosotros. La compasión, erigida en norma general de conducta y fiel a su principio de que hay que sufrir a causa de la desgracia del prójimo en la misma medida en que sufre él, haría forzosamente que el punto de vista del
yo
, con sus exageraciones y desviaciones, se extendiera también al punto de vista del prójimo al que compadecemos, de forma que sufriríamos a la vez por nuestro yo y por el yo del otro, abrumándonos así voluntariamente con una doble sinrazón, en lugar de aliviar en lo posible el peso de la nuestra.
138. El enternecerse.
Cuando amamos, respetamos y admiramos a una persona y nos damos cuenta de que
sufre
, sentimos un cierto asombro, pues nos parece imposible que el goce que ésta nos procura no provenga de un placer
personal
de ella. Nuestro sentimiento de amor, de respeto y de admiración se transforma entonces en su esencia; se hace más cariñoso, más
tierno
; es decir, que el abismo que nos separa de dicha persona parece colmarse, produciéndose entre ambos un acercamiento de igual a igual. Es entonces cuando nos parece posible darle algo en correspondencia, mientras que antes pensábamos que estaba por encima de nuestro agradecimiento. Esta facultad de dar algo a cambio, de corresponder a los beneficios recibidos, nos conmueve y nos causa un gran placer. Tratamos de adivinar qué podría calmar el dolor de nuestro amigo, y se lo damos. Si quiere palabras de consuelo, miradas compasivas, atenciones, favores o regalos, se los procuramos. Pero, principalmente si lo que quiere es ver que sufrimos al contemplar su dolor, hacemos que sufrimos, ya que ello nos proporciona, antes que nada,
las delicias del agradecimiento activo
, que, en suma, es algo equivalente a una
buena venganza
. Por el contrario, si no quiere aceptar nada de nosotros, nos alejamos tristes y fríos, casi resentidos; es como si rechazara nuestro agradecimiento, y en lo que respecta a esa honrilla, hasta el mejor de los hombres resulta susceptible. De todo esto hay que deducir que, incluso en el mejor de los casos, el dolor tiene algo de humillante, y la compasión algo que nos hace superiores, lo cual separa eternamente ambos sentimientos.
139. Una presunción de superioridad.
¿Decís que la moral de la compasión es más elevada que la moral del estoicismo? Probadlo, pero tened en cuenta que para determinar lo que en moral es
superior
o
inferior
, no es posible apelar a valoraciones morales, ya que no existe una moral absoluta. Buscad, pues, en otros sitios vuestras medidas y tened cuidado.