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Authors: Isaac Asimov

Tags: #Fantástico

Azazel (14 page)

Toda la comida había durado poco más de treinta minutos. No te ocultaré que yo habría preferido una civilizada duración de dos horas y media, con champaña al principio y coñac al final, uno o dos vinos selectos para separar los platos y una culta conversación llenando todos los intersticios. No obstante, el lado bueno del asunto era que Mordecai se había ahorrado dos horas que podía dedicar a ganar dinero para él y, en cierta medida, también para mí.

Después de aquella comida pasaron unas tres semanas antes de que viera a Mordecai. No recuerdo la razón, pero sospecho que se trató de una de esas ocasiones en que nos alternamos estando fuera de ciudad.

Sea como fuere, una mañana salía yo de una cafetería en la que a veces tomo un panecillo y unos huevos revueltos, cuando vi a Mordecai, de pie en la esquina, a una media manzana de distancia.

Era un día desapacible de aguanieve…, el típico día en que los taxis vacíos se le acercan a uno sólo para lanzarle un surtidor de barro a los pantalones mientras pasan de largo a toda velocidad y con sus letreros «Fuera de servicio» encendidos.

Mordecai estaba de espaldas a mí con la mano levantada, cuando un taxi avanzó cuidadosamente en su dirección. Para mi asombro, Mordecai miró a otro lado. El taxi permaneció parado unos instantes, luego se alejó lentamente, pintada la decepción en el rostro que se vislumbraba tras el parabrisas.

Mordecai levantó la mano por segunda vez y, como surgido de la nada, apareció un segundo taxi, que se detuvo a su lado. Montó en él, pero, como pude oír con toda claridad aun desde los cuarenta metros de distancia a que me encontraba, lo hizo con un resonante rosario de interjecciones, nada apropiadas para ser oídas por una persona de educación esmerada, si es que queda alguien así en la ciudad.

Le telefoneé esa misma mañana, y nos citamos para tomar unos cócteles en un acogedor bar que anunciaba una «Hora Feliz» tras otra a lo largo de todo el día. Me moría de impaciencia, pues, simplemente, necesitaba que me diera una explicación.

Lo que quería saber era el significado de las interjecciones que había utilizado… No, amigo mío, no me refiero al significado que de las palabras da el diccionario, suponiendo que esas palabras figuren en el diccionario. Me refiero a por qué tenía que utilizarlas. Le sobraban razones para sentirse en un éxtasis de felicidad.

Cuando entró en el bar, no parecía visiblemente feliz.

De hecho, aparentaba estar muy preocupado.

—Llama a la camarera, ¿quieres, George? —dijo.

Era uno de esos bares en donde las camareras visten prendas desprovistas por completo de la función primaria de conservar el calor, lo cual, naturalmente, me ayudaba a mí a mantener el mío. Alegremente le hice una señal a una de ellas, aunque sabía que la muchacha interpretaría mis gestos simplemente como indicativos del deseo de pedir una copa.

La verdad es que no hizo ninguna interpretación en absoluto, ya que me ignoró, manteniendo firmemente su espalda desnuda en mi dirección.

—En realidad, Mordecai —le dije—, si quieres que te atiendan, tendrás que pedirlo tú mismo. Las leyes de la probabilidad no se han volcado todavía hacia mí; lo cual es una lástima, pues ya va siendo hora de que mi tío rico se muera y desherede a su hijo en mi favor.

—¿Tienes un tío rico? —preguntó Mordecai, con un destello de interés.

—¡No! Y eso es lo que aún me parece más injusto. Pide una copa, ¿quieres, Mordecai?

—Al diablo con ello —replicó ceñudamente Mordecai—. Que esperen.

Naturalmente, lo que me preocupaba no era que ellas esperasen, pero mi curiosidad venció a mi sed.

—Mordecai —dije—, pareces desdichado. De hecho, aunque tú no me hayas visto esta mañana, yo sí te he visto a ti. Has despreciado un taxi vacío en un momento en que valía su peso en oro, y luego, te has puesto a soltar juramentos al coger otro taxi.

—¿Sí? —dijo Mordecai—. Bueno, estoy harto de esos bastardos. Los taxis me acosan. Me siguen por todas partes en largas filas. No puedo ni tan siquiera mirar a la calzada sin que se detenga uno. Muchedumbres de camareros revolotean a mi alrededor. Los comerciantes abren sus establecimientos cerrados cuando me acerco. Todos los ascensores se abren en cuanto entro en un edificio, y me esperan estólidamente en el piso en que yo esté. En todas las oficinas imaginables, hordas sonrientes de recepcionistas acuden a mi encuentro para hacerme pasar. Funcionarios de segundo orden de todos los niveles de la Administración existen sólo para…

Contuve el aliento.

—Pero, Mordecai —dije—, eso es una buena suerte maravillosa. Las leyes de la probabilidad.

Lo que él sugirió que yo hiciera con las leyes de la probabilidad era del todo imposible, naturalmente, ya que son abstracciones carentes de elementos corpóreos.

—Pero, Mordecai —protesté—, todo eso contribuye a aumentar tu tiempo para escribir.

—No —replicó con energía—. No puedo escribir en absoluto.

—¿Por qué no, por el amor de Dios?

—Porque he perdido el tiempo para «pensar».

—¿Que has perdido «qué»? —pregunté débilmente.

—Todas esas esperas que tenía que hacer: en colas, esquinas de calles, antesalas…, era entonces cuando «pensaba», cuando ideaba lo que iba a escribir. Era mi tiempo esencial de preparación.

—No lo sabía.

—Yo tampoco, pero lo sé «ahora».

—Yo creía —le dije— que ese tiempo de espera te lo pasabas despotricando, jurando y consumiéndote de impaciencia.

—«Parte» del tiempo lo pasaba así. El resto, transcurría pensando. E incluso el tiempo que pasaba despotricando contra la injusticia del Universo era útil, pues me excitaba y hacía espumar hormonas a través de mi torrente sanguíneo, de tal modo que, cuando me ponía ante la máquina de escribir, descargaba todas mis frustraciones en un prolongado y vigoroso aporreamiento de teclas. Mi pensamiento suponía mi motivación intelectual y mi ira suministraba el móvil emocional. Los dos juntos originaban grandes bloques de excelente literatura, la cual brotaba de los oscuros e infernales fuegos de mi alma. ¿Y qué tengo «ahora»? ¡Mira!

Hizo chasquear suavemente los dedos pulgar y medio, y al instante una damisela escasamente vestida se hallaba junto a él, preguntando:

—¿Puedo servirle en algo, señor?

Claro que podía, pero Mordecai se limitó a encargar unas copas para los dos.

—Yo creía —dijo— que sólo era cuestión de acomodarse a la nueva situación, pero ahora sé que no hay acomodación posible.

—Puedes rehusar aprovechar la situación tal como te viene ofrecida.

—¿Que puedo? Ya me has visto esta mañana. Si rechazo un taxi, eso sólo significa que viene otro. Puedo rechazarlo cincuenta veces, y a la cincuenta y una habrá otro esperando. Me agotan.

—Bueno, entonces, ¿por qué no reservas una o dos horas todos los días para pensar en la comodidad de tu despacho?

—¡Exactamente! ¡En la comodidad de mi despacho! Sólo puedo pensar bien cuando me encuentro haciendo descansar mi peso alternativamente de un pie a otro en una esquina, o cuando estoy sentado en una silla de granito de una sala de espera azotada por corrientes de aire, o cuando permanezco hambriento en el desatendido comedor de un restaurante. Necesito el ímpetu de la indignación.

—Pero ¿no estás indignado ahora?

—No es lo mismo. Uno se puede indignar ante la injusticia, pero ¿cómo se puede indignar uno porque todo el mundo se muestre demasiado amable y atento? Ahora, yo «no» estoy indignado; simplemente estoy triste, y no puedo escribir en absoluto cuando estoy triste.

Permanecimos sentados durante la más infeliz Hora Feliz que jamás he conocido.

—Te juro, George —dijo Mordecai—, que creo que he sido objeto de una maldición. Creo que algún hada madrina, furiosa por no haber sido invitada a mi bautizo, ha encontrado por fin la única cosa peor que verse obligado continuamente a indeseados retrasos: la maldición de la sumisión total a los propios deseos.

A la vista de su desgracia, unas viriles lágrimas se me agolparon en los ojos al pensar que yo no era otro que el hada madrina a que él se refería, y que tal vez lo acabara averiguando. Después de todo, si eso ocurriese, en su desesperación podría matarse, o, lo que es mucho peor, matarme a mí.

Y luego llegó el horror final: tras pedir la cuenta y, naturalmente, recibirla al instante, la examinó con ojos apagados, me la pasó y dijo, con una risita seca y cortante:

—Toma, págala tú. Yo me voy a casa.

Pagué. ¿Qué otra opción tenía? Sin embargo, aquello dejó en mí una herida que aún siento en los días húmedos. Después de todo, ¿es justo que yo haya acortado en dos millones y medio de años la vida del Sol únicamente para tener que pagar unas copas? ¿Es eso justicia?

No volví a ver a Mordecai. Más tarde oí que habla salido del país y que estaba de playero en algún lugar de los mares del Sur.

No sé exactamente qué hace un playero, pero sospecho que así nadie se hace rico. No obstante, tengo la seguridad de que, si está en la playa y quiere una ola, una ola acudirá inmediatamente.

Para entonces, un burlón camarero había traído nuestra cuenta y la había dejado entre nosotros, mientras George la ignoraba con la ostentación con que habitualmente suele hacerlo.

—No estarás pensando en pedirle a Azazel que haga algo por mí, ¿verdad, George? —le dije.

—Pues no —respondió—. Desgraciadamente, amigo mío, tú no eres la clase de persona en quien uno piensa en relación con buenas acciones.

—Entonces, ¿no harás nada por mi?

—Absolutamente nada.

—Muy bien —dije—. En ese caso, pagaré la cuenta.

—Es lo menos que puedes hacer —respondió George.

Deslizarse sobre la nieve

George y yo estábamos sentados junto al ventanal de «La Bohéme», un restaurante francés al que él solía acudir de vez en cuando a mi costa.

—Es probable que nieve —dije.

No era una gran aportación al caudal de conocimientos de la Humanidad. El cielo había permanecido oscuro y encapotado todo el día, la temperatura rondaba los cero grados y el hombre del tiempo había pronosticado nieve. No obstante, me sentí herido en mis sentimientos cuando George ignoró por completo mi observación.

—Considera el caso de mi amigo Septimus Johnson —dijo.

—¿Por qué? —pregunté—. ¿Qué tiene él que ver con el hecho de que es probable que nieve?

—Una asociación natural de ideas —respondió severamente George—. Es un proceso que debes de haber oído mencionar a otros, aunque tú nunca lo hayas experimentado.

Mi amigo Septimus —dijo George— era un joven de aspecto feroz, de frente permanentemente hendida en un torvo ceño y bíceps siempre abultados. Era el séptimo hijo de su familia, de ahí su nombre. Tenía un hermano menor llamado Octavius, así como una hermana menor, Nina. No sé hasta dónde llegó la progresión, pero creo que fue el hacinamiento de sus días juveniles lo que, en años posteriores, le hizo extrañamente amigo del silencio y la soledad.

Cuando llegó a la madurez, y obtuvo cierto éxito con sus novelas (como tú, mi viejo amigo, salvo que los críticos a veces dicen cosas bastante halagadoras de sus obras), se encontró con dinero suficiente para poder entregarse a su perversión. En resumen, se compró una casa solitaria situada en un olvidado territorio de la parte alta del Estado de Nueva York, y allí se retiraba durante períodos más o menos largos para escribir nuevas novelas. No estaba tan terriblemente lejos de la civilización; no obstante, al menos en todo cuanto abarcaba la vista, parecía un desierto absoluto.

Creo que yo fui la única persona a la que voluntariamente llegó a invitar a que se hospedara con él en su casa de campo. Supongo que se sintió atraído por la serena dignidad de mi porte, así como la fascinación y variedad de mi conversación. Cierto que nunca explico con tantas palabras la causa de la atracción, pero difícilmente puede haber sido ninguna otra cosa.

Claro que había que tener cuidado con él. Todo el que ha sentido alguna vez la amistosa palmada en la espalda, que es la forma favorita de saludo de Septimus Johnson, sabe lo que es tener una fisura en una vértebra. Sin embargo, su despreocupada demostración de fuerza fue muy oportuna en nuestro primer encuentro.

Yo había sido asaltado por una o dos docenas de salteadores callejeros a quienes mi aristocrática apostura había inducido a pensar que llevaba sobre mi persona una incalculable riqueza en dinero y joyas. Me defendí furiosamente, pues daba la casualidad de que ese día no llevaba encima ni un centavo, y sabía que, cuando lo descubriesen, los atracadores, en su muy natural decepción, me dispensarían un trato en extremo bárbaro.

Fue en ese momento cuando apareció Septimus, sumido en reflexiones acerca de algo que estaba escribiendo. La horda de desdichados se interponía en su camino, y como estaba demasiado abstraído en sus pensamientos como para pensar en andar de otra manera que no fuese en línea recta, los fue arrojando distraídamente a un lado y a otro de dos en dos y de tres en tres. Ocurrió que llegó junto a mí justo en el momento en que alboreaba la luz y veía una solución a su dilema literario, cualquiera que fuese. Considerándome un talismán de buena suerte, me invitó a cenar. Y yo, considerando el cenar a costa de otro un talismán todavía de mejor suerte, acepté.

Para cuando terminó la cena, yo había establecido sobre él la clase de ascendencia que hizo que fuera invitado a su casa de campo. Estas invitaciones se repitieron con frecuencia. Como dijo una vez, estar conmigo era lo más parecido posible a estar solo, y teniendo en cuenta lo mucho que él amaba la soledad, evidentemente eso suponía un gran cumplido.

En un principio, yo había esperado encontrarme con una choza, pero me equivoqué por completo. Era obvio que a Septimus le había ido bien con sus novelas, y no había escatimado en gastos. (Sé que es un tanto duro hablar de novelas de éxito en tu presencia, mi viejo amigo, pero, como siempre, yo me atengo a los hechos.)

En realidad la casa, aunque aislada hasta el punto de mantenerme en un constante estado de horripilación, estaba totalmente electrificada, con un generador accionado por petróleo en el sótano y paneles solares en el tejado. Comíamos bien, y tenía una bodega magnífica. Vivíamos con absoluto lujo, cosa a la que siempre he sido capaz de adaptarme con una facilidad asombrosa, habida cuenta de mi falta de costumbre.

Naturalmente, era imposible evitar por completo mirar por las ventanas, y la absoluta carencia de belleza en el paisaje resultaba en extremo deprimente. Había, cantidades increíbles de vegetación de un verde bilioso, pero ni rastro de moradas humanas, de carreteras ni de nada que valiera la pena mirar…, ni tan siquiera una hilera de postes de teléfonos.

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