Bajo el sol de Kenia

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Authors: Barbara Wood

Tags: #Novela histórica

 

En 1918 lord Valentine Treverton, como otros muchos colonos ricos, comienza a edificar un imperio cafetero en Kenia; para lograrlo, deberá pasar por encima de los derechos y de las tradiciones de los nativos. Y por ello, Treverton, arrogante y despectivo, sufrirá la maldición de Wachera, guardiana de una ancestral sabiduría. A partir de entonces, las vidas de los Treverton y de la familia de Wachera se verán inextricablemente ligadas en un torbellino de odios y amores sobre los que aletea la vieja maldición.

Barbara Wood

Bajo el sol de Kenia

ePUB v1.2

Zalmi90
14.05.12

Dedico cariñosamente este libro

a mi esposo, George

Agradecimientos

Quisiera agradecer la amable ayuda que me prestaron las siguientes personas de Kenia.

En Nairobi: el profesor Godfrey Muriuki y su esposa, Margaret, ambos de la Universidad de Nairobi; Philip e Ida Karanja; Rasheeda Litt, de Universal Safari Tours; Alien y Gachiku Gicheru; doctor Igo Mann y su encantadora esposa, Erica; John Moller, que me dio explicaciones sobre la caza; Valerie y Heming Gullberg, cultivadores de café; y el personal de los Archivos Nacionales de Kenia, por allanarme el camino.

En Nyeri: Salvinder y Jaswaran Sehmi, que se hicieron buenos amigo/ nuestros; el señor Che Che, director del hotel Outspan; e Irene Mugambi, por compartir su valiosa comprensión de las mujeres kenianas.

En Nanyuki: el señor y la señora Jacobson; el señor Edmond Hoarau, director general del Mount Kenia Safari Club, por hacer que nuestra estancia allí fuese tan agradable; Jane Tatham Warter y su amiga la señora Elizabeth Ravenhill; y P. A. G. Field, Sandy, por una deliciosa tarde de conversación.

También doy las gracias a Terence y Nicole Cavaghan, por una presentación valiosísima; a Tim y Rainie Samuels; a Marvin y Sjanie Holm, que nos dieron aquella primera y crítica presentación; y, finalmente, a Bob y Sue Morgan de Survival Ministries, por acogernos en su hogar de Karen por compartir su vida y su amor con nosotros, por presentarnos a sus amigos kenianos y por acudir en ayuda nuestra en un momento de apuro.

Y a Abdul Selin, sin duda el más paciente y alegre conductor de toda el África Oriental, una especial
asante sana

Nota de la autora

Kenia nació por casualidad.

En 1894 los británicos ansiaban llegar a Uganda, estratégico punto militar en la cabecera del Nilo, en el corazón de África, de modo que construyeron un ferrocarril que partía de la costa oriental y, tras un recorrido de más de novecientos kilómetros, llegaba al lago Victoria, la puerta de entrada en Uganda. Dio la casualidad de que ese ferrocarril cruzaba una región habitada por animales en estado natural y tribus belicosas, una tierra que atraía sólo a exploradores intrépidos y misioneros. Una vez terminado el ferrocarril, al ver que su mantenimiento era muy costoso y apenas producía beneficios, el gobierno británico empezó a buscar la forma de sacarle provecho. Pronto comprendió que la respuesta consistía en fomentar la colonización de las tierras que bordeaban la vía.

Los primeros a quienes se ofreció este territorio «vacante» fueron los judíos sionistas, que a la sazón andaban en busca de una patria permanente. Pero los judíos no aceptaron la oferta, pues lo que deseaban era ir a Palestina. En vista de ello, se puso en marcha una campaña destinada a atraer inmigrantes de todo el Imperio británico. Se firmaron tratados con las tribus de la región, que poco sabían de tratados y contemplaban con cierta perplejidad lo que el hombre blanco hacía allí; luego el gobierno ofreció a bajo precio grandes extensiones de tierra «no utilizada» a quien estuviese dispuesto a instalarse en ellas y explotarlas. Las tierras altas del centro de este país, debido a su elevación, eran frescas, fértiles y exuberantes; atrajeron a muchos británicos de Inglaterra, Australia y Nueva Zelanda, gentes que buscaban un nuevo hogar, un sitio para volver a empezar y forjarse una vida nueva.

Aunque la Oficina Colonial insistía en que la región no era más que un protectorado que algún día sería devuelto a sus habitantes negros, cuando se les hubiera enseñado a administrarla, en 1905, año en que dos mil blancos compartían el País con cuatro millones de africanos, el comisario británico para el Protectorado del África Oriental declaró que éste era un «país del hombre blanco».

Prólogo

—¿Doctora Treverton?

Deborah despertó sobresaltada y vio que la azafata de la Pan Am le sonreía. Luego notó las sacudidas que indicaban que el avión iniciaba su descenso hacia Nairobi.

—¿Sí? —dijo a la joven, procurando despertarse del todo.

—Hemos recibido un mensaje para usted. La esperarán en el aeropuerto.

Deborah contuvo la respiración.

—Gracias —dijo. Volvió a cerrar los ojos. Estaba cansada. El vuelo había sido largo, veintiséis horas casi seguidas, con un cambio de avión en Nueva York, una escala en Nigeria para reponer combustible. La estarían esperando. «¿Quién?»

Llevaba en el bolso la carta que había recibido una semana antes en el hospital y que la había pillado por sorpresa. La carta procedía de la misión de Nuestra Señora de Grace, en Kenia, y le pedía que acudiera allí porque mamá Wachera se estaba muriendo y preguntaba por ella.

—¿Por qué vas si no quieres ir? —le había dicho Jonathan—. Tira la carta. Haz como si no la hubieses recibido.

Ella no había contestado. Había continuado en sus brazos, incapaz de decir nada. Él nunca comprendería por qué tenía que volver a África, ni por qué la perspectiva le asustaba tanto. Era a causa de aquel secreto que incluso a él le había ocultado, al hombre con quien iba a casarse.

Después de recoger su maleta y pasar por la aduana, vio que entre la multitud que aguardaba al otro lado de la puerta vigilada había un hombre que sostenía una pizarra en la que estaba escrito su nombre. Doctora Deborah Treverton.

Lo miró fijamente. Era un africano, un kikuyu, alto, bien vestido, y Deborah pensó que era el hombre que la misión había mandado a recibirla. Pasó por su lado y llamó a uno de los taxis que esperaban fuera, junto a la acera. Albergaba la esperanza de que esto le diese un poco más de tiempo. Tiempo para decidir si realmente quería seguir adelante, volver a la misión y presentarse ante mamá Wachera. El conductor de la misión diría que la doctora Treverton no había llegado en ese vuelo, de modo que no la esperarían. Todavía no.

—¿Quién es esta mamá Wachera? —le había preguntado Jonathan mientras los dos contemplaban cómo la niebla penetraba en la bahía de San Francisco.

Pero ella no se lo había dicho. No se había sentido capaz de decir:

— Mamá Wachera es una vieja hechicera africana que maldijo a mi familia hace muchos años.

Él se hubiese reído y la habría reñido por la seriedad de su tono.

Pero había más. Mamá Wachera era la causa de que Deborah viviese en Estados Unidos, el motivo por el cual hubiese abandonado Kenia. Estaba atada por el secreto que le ocultaba a Jonathan, el capítulo de su pasado del que nunca querría hablar, ni siquiera después de casarse.

El taxi corría velozmente bajo la oscuridad. Eran las dos de la madrugada, una madrugada negra y fría, y la luna ecuatorial asomaba entre las ramas de los espinos de copa plana. En lo alto las estrellas parecían polvo. Deborah se sumió en sus pensamientos. «Paso a paso», se recordó a sí misma. Desde el momento de recibir la carta reclamando su presencia venía moviéndose paso a paso, procurando no pensar en lo que había más allá de cada uno de esos pasos.

Lo primero que había hecho era encargarle a Jonathan que atendiera a sus pacientes. Ejercían la medicina juntos, dos cirujanos que compartían el mismo consultorio; se habían asociado profesionalmente antes de decidir asociarse matrimonialmente. Luego había cancelado la charla que tenía que pronunciar en la facultad de medicina y había buscado a otra persona para que presidiera la conferencia médica anual en Carmel. Los compromisos para el mes siguiente los había dejado como estaban, pues confiaba volver con tiempo suficiente.

Finalmente, había obtenido un visado de la embajada de Kenia —ahora era ciudadana de los Estados Unidos y ya no llevaba pasaporte keniano—, había comprado píldoras para la malaria, se había hecho vacunar contra el cólera y la fiebre amarilla y finalmente, milagrosamente, veintiocho horas antes había subido al avión en el aeropuerto de San Francisco.

—Llámame en cuanto llegues a Nairobi —le había dicho Jonathan, abrazándola fuertemente ante la puerta de salidas—. Y llámame todos los días mientras estés allí. Y vuelve pronto, Deb.

La había besado con fuerza, largamente, delante de los demás pasajeros, cosa muy impropia de él, como si quisiera darle un incentivo para volver.

El taxi siguió la carretera oscura y desierta, tomó una curva a gran velocidad y los faros iluminaron un instante un letrero que rezaba: Bienvenidos a Nairobi, ciudad verde bajo el sol.

Sintió una punzada que la hizo salir del aturdimiento en que la había sumido el largo viaje en avión. «He llegado a casa», pensó.

El Nairobi Hilton era una dorada columna de luz que se alzaba sobre la ciudad dormida. Cuando el taxi se detuvo ante la entrada brillantemente iluminada, el portero, un africano con levita granate y sombrero de copa del mismo color, bajó apresuradamente a abrirle la portezuela del vehículo. Al apearse, Deborah sintió el aire fresco de esa noche de febrero.

Sea usted bienvenida, señora.

No supo qué contestarle.

De pronto se puso a recordar esa otra época. Cuando era una adolescente solía acompañar a su tía Grace cuando iba de compras a Nairobi. Deborah se quedaba en la acera mirando con ojos fascinados los taxis que se detenían ante la entrada de hoteles fabulosos. De aquellos coches se apeaban
turistas,
personas asombrosas que procedían de lejanos lugares, pertrechadas con cámaras fotográficas, enfundadas en rígidas prendas de color caqui, para ir de safari, rodeadas de montones de equipaje, riéndose, excitadas. La joven Deborah las contemplaba con admiración, con curiosidad, envidiándolas, deseando formar parte de ese mundo maravilloso. Y ahora estaba pagando al taxista y siguiendo al portero por la escalinata de mármol y cruzando la puerta de cristales bruñidos que el hombre acababa de abrirle.

Sintió lástima por aquella chica adolescente. «Qué equivocada estaba entonces».

Todos los empleados de recepción eran africanos y jóvenes, vestían elegantes uniformes de color rojo y hablaban un inglés perfecto. Todas las muchachas llevaban el pelo trenzado formando complicados peinados que hacían pensar en jaulas para pájaros. También notó lo que ellas preferían no ver: su incipiente calvicie. Al llegar a la mediana edad, aquellas chicas serían casi calvas. Era el precio que se pagaba por la alta moda keniana.

Acogieron a la doctora Treverton efusivamente. Deborah les devolvió sus sonrisas, pero habló poco, refugiándose detrás de su fachada. No quería que supiesen la verdad sobre ella, no quería que su acento británico la traicionase. Los recepcionistas vieron a una mujer esbelta de treinta años y pico, de aspecto muy norteamericano con sus tejanos y la camisa que hacía juego. Lo que ignoraban era que Deborah no tenía nada de norteamericana, que era keniana pura como ellos, que hablaba su lengua nativa con la misma facilidad, que era una mujer que, de haberlo querido, tenía derecho a hacerse llamar condesa.

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