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Authors: Alejandro Dolina

Tags: #Humor, Relato

Bar del Infierno (24 page)

La formidable potencia simbólica y mágica del ojo encuentra eco en centenares de historias referidas a ojos o miradas prodigiosas que tuvieron origen en la Antigüedad clásica o en la Edad Media. Mirar a la Gorgona Medusa era volverse piedra, que es el peor destino posible. Menos cruel, el Basilisco apenas si mata. Y la muerte es preferible a la petrificación, que presupone la conciencia. El petrificado piensa, odia, ama y desea, pero sus pasiones no tienen efecto ni siquiera sobre su cuerpo.

Medusa era la menor de tres hermanas.

Las dos mayores, Esteno y Euríale, eran inmortales. Ella no.

Vivían en el extremo occidente, muy cerca del Reino de los Muertos.

El aspecto de Medusa era convenientemente horrible. Su cabellera era un nido de serpientes, tenía colmillos de jabalí, manos de bronce y alas de oro que le garantizaban el más rápido de los vuelos.

El héroe Perseo se comprometió a decapitarla, según dicen algunos, para compadrear ante el rey Polidectes que, harto de jactanciosos, lo obligó a cumplir su promesa y le exigió además que le trajera como obsequio la cabeza de Medusa.

Perseo debió marchar a enfrentarse con un enemigo al que ni siquiera podría mirar. Hermes y Atenea acudieron en su ayuda. Le señalaron el camino que lo llevaría a conseguir unas sandalias aladas —que eran el símbolo del pensamiento poético— el casco de Hades, precursor del yelmo de Mambrinus que utilizó Don Quijote, y una bolsa llamada kibisis, para guardar la cabeza del monstruo durante el largo viaje de regreso. Además, Atenea preparó un escudo de bronce pulido a modo de espejo.

La combinación de estas armas mágicas resultó fatal para la Gorgona. Perseo la decapitó, aunque muchos prefieren pensar que Medusa murió al verse en el espejo. Sus ojos fueron fatales también para ella misma.

En el barrio de Flores, todos sabían que los ojos del licenciado Atilio Berdiales impedían las generalas y, a decir verdad, cualquier jugada venturosa. Conocedor de su propia condición maléfica, Berdiales se hacía pagar algún dinero para retirarse de las timbas.

El perceptivo Argos tenía centenares de ojos, distribuidos por todo el cuerpo. Cuando dormía, la mitad de ellos permanecían abiertos, rasgo que inclinó su vocación hacia profesiones vigilantes.

Menos afortunadas, las Grayas, tres hermanas que habían nacido viejas, tenían un solo ojo en cuyo uso se turnaban, con las dificultades que cualquiera puede imaginar. Perseo aprovechó el instante ciego del intercambio para apoderarse del ojo y exigirles información como rescate.

Cuentan los hombres sabios que el noble Abdel Al Hasim, valiente oficial que acompañó a Simbad en algunos de sus viajes, perdió un ojo durante un frustrado abordaje a un barco pirata en el Mar Rojo.

Lo curioso es que el ojo, mezclado entre las inconstantes pertenencias de los piratas, seguía viendo. Abdel recibía las imágenes captadas con la mayor nitidez. Concibió entonces la idea de ir en busca de aquel órgano tan perseverante, aprovechando los indicios que éste le proporcionaba. Pero, en verdad, los registros visuales ayudaban bien poco, pues es muy difícil que un ojo a merced de la casualidad tenga la suerte de captar los pocos detalles típicos que diferencian a un pueblo de otro.

De todos modos, Abdel Al Hasim empezó a recorrer la interminable ruta de los piratas. A partir de cierto día, la visión del ojo se detuvo en una pared amarilla, frente a la cual pasaba cada tanto algún caminante.

Aunque la quietud del ojo lo tranquilizó un poco, el noble Abdel vivía atormentado por la posibilidad de que fuera destruido. Por lo demás, su visión era peor que la de un tuerto, ya que coexistían en él las imágenes de lo que veía en la vida diaria y aquella imperturbable pared amarilla.

Pasaron los años, Abdel Al Hasim navegó junto a los traficantes de seda, recorrió las costas de Malabar, visitó el cuerno del África y llegó a Calcuta en el año 104 del Profeta.

La pared amarilla se había ido descascarando y el hombre también. Ya casi a las puertas de su ancianidad, dobló una esquina en el barrio de los tintoreros y después de recorrer un corto trecho vio su propia cara entre los caminantes de aquel callejón. Se dio vuelta y vio esta vez con los dos ojos la pared amarilla.

Lo demás fue sencillo: unos movimientos de aproximación y finalmente su propia mano callosa acercándose hasta oscurecer la mitad de su vista.

Algunas miradas mágicas provenían del uso de ciertos anteojos. Se dice que el califa Harum Al Raschid usaba unos lentes que le permitían ver únicamente a los hombres justos. Sin embargo, aquel juicio óptico era tan estricto que el califa jamás pudo ver a nadie, de suerte que resolvió deshacerse de los anteojos, pues prefería la traición a la soledad.

En el Tíbet se cree que los hombres sabios tienen un tercer ojo, que es el de la clarividencia, o la sabiduría, o la superstición refinada. El maestro zen Tan-yuan Ying-chen, que fue servidor del maestro nacional Chung, señaló (o se olvidó de señalar) la conveniencia de desconfiar del ojo.

Sus discípulos juraban que la vista era el instrumento principal del engaño cósmico. El mundo no es como lo vemos. El ojo cambia los colores, las formas y los movimientos. La joven bella que nos seduce es acaso un demonio horripilante. La anciana que lava ropa en el río bien podría ser un dragón. El río es tal vez un arco iris y el arco iris, un pájaro negro y opaco.

Jamás sabremos cómo es el universo. El resto de nuestros sentidos y el idioma contribuyen a completar este sueño de falsas apariencias que es nuestra percepción. Cuanto menos sabemos, menos nos hundimos en el error. Cuanto menos vemos, más cerca estamos de la verdad inconcebible.

Los adeptos de una rama herética de esta doctrina tenían por costumbre arrancarse los ojos para no engañarse. Hombres astutos del Japón han señalado que tal vez lo que ellos creían que eran sus ojos era otra cosa imposible de sospechar.

Mientras los maestros relatan estas historias con fines didácticos, los alumnos perciben significados diferentes y tal vez no ven maestros sino árboles, cerdos o miliarios de piedra erigidos por un antiguo emperador.

ÓRDENES

A
lí Ben Moussar, príncipe subalterno de la región del Turquestán, se negó a aceptar el tributo impuesto a sus dominios por el emir Abdel Al Rasan. Enterado de la negativa, el emir envió un batallón para que hiciera prisionero al príncipe y lo encarcelara. Las distancias eran enormes y las dificultades del camino casi invencibles, pero las órdenes de un emir son más poderosas que las leyes de la naturaleza. El batallón padeció enormes penurias y se demoró meses, o quizás años, extraviado en los implacables desiertos cercanos al Mar Caspio.

Mientras tanto, el príncipe Alí Ben Moussar, aliado con otros caudillos regionales, alcanzó a establecer un liderazgo político sobre la región y se instaló como regente en Basora. Para proteger su flamante poder, mandó a encarcelar a sus principales enemigos, entre los que estaba Abdel Al Rasan. No fue sencillo reducir al emir. Apoyado por un grupo de fieles guerreros, resistió tenazmente en las inmediaciones de Palmira. Pero las órdenes de un regente son inapelables. Con un alto costo de sangre, Abdel Al Rasan fue detenido y confinado en la remota prisión de Tammur, cuyos carceleros jamás preguntan quiénes son los prisioneros.

Algún tiempo después, los hombres del califa Omar desalojaron al príncipe Alí Ben Moussar y lo obligaron a regresar a sus tierras del Turquestán. En el camino, fue interceptado por el rezagado batallón del emir, que no había olvidado sus instrucciones. Los soldados de Abdel Al Rasan hicieron prisionero al príncipe y lo encerraron en la remota prisión de Tammur, cuyos carceleros jamás preguntan.

Pasaron meses o años. Según la tradición, quiso el destino que el príncipe Alí Ben Moussar y el emir Abdel Al Rasan vinieran a dar un día a la misma celda. Estuvieron juntos mucho tiempo. Los dos se habían vuelto taciturnos. Al cabo de cuatro años, cada uno supo que estaba en prisión por orden del otro. Por un momento, pensaron en olvidar sus diferencias y convenir una revocación que los pusiera a ambos en libertad.

Pero las órdenes de los emires y de los príncipes son más fuertes que los emires y los príncipes. El carcelero les dijo:

—Cada gesto de nuestra voluntad nos esclaviza. Cada deseo cumplido es una cadena. Cada orden que damos hace caer su peso sobre nosotros mismos.

Los hombres jamás salieron de la prisión de Tammur. Con el tiempo, fueron olvidando los pormenores de su enemistad. Muchas veces fueron cambiados de celda y de compañero, de modo que, al final de sus vidas, acusaban de su cautiverio a personas equivocadas.

OLVIDO

L
a isla de Léucade, en el mar Jónico, tiene una punta altísima y escarpada que penetra en el mar y se interrumpe abruptamente formando un abismo que produce vértigo.

En la antigüedad, los enamorados no correspondidos acudían a ese sitio para buscar remedio a su pena. Según la leyenda, era necesario arrojarse al mar desde aquel promontorio. El salto era tan peligroso que muchos morían. Pero el que tenía la suerte de sobrevivir olvidaba todos sus pesares. Algunos pescadores del lugar se ganaban la vida rescatando de las aguas a quienes no morían. Por esa tarea cobraban una suma modesta.

En tiempos posteriores, se construyó un templo de Apolo. Antes de saltar, los enamorados sacrificaban un animal para que el dios hiciera suave su caída.

Los mitógrafos explican que las virtudes de la roca fueron descubiertas por el mismo Zeus. El príncipe del Olimpo, desolado por el rechazo de una ninfa, pasó largas horas sentado en aquella cumbre hasta que advirtió que un saludable desinterés se apoderaba de su corazón. Olvidada la pena y también su causa, Zeus regresó a su palacio y recomendó a los otros dioses pasar por Léucade cuando anduvieran necesitados de olvido.

Apolo escuchó con atención aquel consejo. Tiempo después, cuando fue consultado por Afrodita, que estaba desesperada por la muerte de su amado Adonis, no vaciló en conducirla al abismo de Léucade. Siguiendo una inspiración, Apolo aseguró a Afrodita que si se arrojaba a las aguas, el olvido sería inmediato. La diosa obedeció y ya no volvió a sufrir por Adonis.

Muchos personajes fueron a buscar olvido en aquel precipicio. Deucalión, hombre inaugural y marido de Pirra; el poeta Nicóstrato, rechazado por Tetigidea; Carino, que se había enamorado de un eunuco de la corte de Antíoco Eupator, rey de Siria.

Dos mujeres célebres saltaron hacia el olvido. La primera, Safo de Lesbos. La segunda, la malvada Artemisa, reina de Caria. Esta mujer había sido rechazada por un mancebo llamado Dardano. Para vengarse, Artemisa hizo que le arrancaran los ojos. Más tarde se arrepintió. Un oráculo le sugirió que se arrojara desde la roca de Léucade para olvidar su culpa. Ella lo hizo y murió.

El más exitoso de los saltarines fue Maces, un hombre que, por haber sido exonerado repetidamente, tuvo que arrojarse al abismo siete veces.

En 1907, el médico argentino Alberto Gutiérrez Lima oyó hablar de las propiedades de la roca de Léucade. Desde hacía años arrastraba una pena de amor. La señorita Catalina Sureda lo había abandonado del modo más terminante.

Gutiérrez Lima viajó hasta las islas Jónicas, se las ingenió para llegar al promontorio y pegó el salto con triste dignidad. Ante la ausencia de pescadores que lo rescataran, tuvo que ganar la costa a nado. Después, regresó trabajosamente adonde había dejado sus cosas. Y allí mismo, todavía mojado y en calzoncillos, se pegó un tiro.

MULTA

S
su-ma Ch'ien es el autor del
Shih Chi,
es decir
Notas de los historiadores,
la primera historia global de la China. Trabajaba como astrólogo imperial y como tal se encargaba de coordinar los actos de su soberano con los fenómenos de la naturaleza para evitar terremotos, inundaciones y desastres de toda índole.

Conforme con una clásica intimidad entre el hombre y el medio ambiente, se aceptaba en la Administración que los sucesos del cosmos estaban relacionados con las conductas humanas y también con el capricho de los dioses. El departamento de astronomía procuraba anotar los fenómenos naturales e interpretar su significado del modo más favorable a las políticas imperiales. También se encargaba de la regulación del calendario, cuya aceptación era símbolo de sumisión por parte de los súbditos.

Todas estas actividades eran secretos de estado y la difusión de sus pormenores estaba absolutamente prohibida.

Ssu-ma Ch'ien heredó el cargo de su padre, Ssu-ma T'an.

El
Shih Chi
fue escrito en forma privada, más allá de las obligaciones oficiales, y contiene opiniones heterodoxas que están fuera del riguroso protocolo imperial.

En el año 99 AC, el emperador Han Wu-ti leyó un memorial de Ssu-ma Ch'ien acerca de las guerras nómadas y le pareció un poco crítico. Consultó a sus secretarios y algunos de ellos —enemigos del historiador— convencieron al Hijo del Cielo de la mala fe de Ssu-ma Ch'ien. Se le hizo un breve juicio y debió elegir entre pagar una fuerte multa a la tesorería o ser castrado.

Ssu-ma Ch'ien resolvió evitar el empobrecimiento de su familia y eligió la mutilación.

CORO

Para el Estado

que necesita recursos ilimitados

siempre son más útiles

las monedas agujereadas

que provienen de las multas

que el triste rédito de una castración.

MUÑECOS

E
l príncipe Ianos era muy aficionado a los autómatas, a los muñecos y a los juguetes mecánicos. En su palacio había instalado unos talleres donde el fiel artesano Cirilo fabricaba para él aparatos maravillosos que se movían, hablaban y tocaban música. Cirilo construía con la mayor delicadeza mecanismos con resortes, máquinas de cuerda, molinos y series de engranajes capaces de convertir el fluir de un río en el galope de un caballo de plata.

El príncipe mostraba aquellos tesoros a los embajadores y visitantes extranjeros que llegaban a la corte.

Ianos sentía especial predilección por unos leones enchapados en oro que rugían estruendosamente al tirar de una cuerda. Algunas mujeres se desmayaban al oírlos.

También lo complacían doce guerreros de tamaño natural, que empuñaban unas filosas cimitarras. Eran capaces de marchar y agitar ferozmente sus armas cuando se hacía sonar una especie de corno. En los desfiles, estos muñecos solían acompañar a la verdadera guardia, ante el estupor de la muchedumbre. En las mañanas, Cirilo les daba cuerda para que presentaran su saludo ante el lecho del príncipe.

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