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Authors: Alejandro Dolina

Tags: #Humor, Relato

Bar del Infierno (6 page)

Los licores y los afrodisíacos, niño de mi corazón, son indispensables no sólo para asegurar el desenfreno sino para atribuir a las sustancias la responsabilidad de nuestras bajezas. Se entiende que estas preparaciones nos dominan, nos poseen y nos expulsan de nuestro ser.

Como ya te habrá dicho tu madre, es perfectamente inútil aspirar a lo orgiástico con la mera concreción de una cita colectiva de expectativas sexuales. Una verdadera orgía presupone un estado de conciencia diferente y superior que debe ser alcanzado por procedimientos que implican, casi siempre, una ética y una estética. Los mercaderes enriquecidos que fuman opio y se rodean de prostitutas en el barrio del Soho son solamente imbéciles y debe serles prohibido el ingreso a cualquier saturnalia. Y ahora ve, hijo mío, y sé feliz.

ORGÍAS V

E
n tiempos del imperio Tsing, allá por el siglo IV, existía una colección de normas protocolares conocidas como
El libro de las prescripciones mensuales
. Allí se establecía que en los primeros días de la estación primaveral, el emperador, junto con todas sus esposas y concubinas, debía trasladarse al campo y copular repetidamente sobre la tierra sembrada para contagiarle fertilidad.

Se trataba, por cierto, de verdaderas orgías silvestres en las que el emperador estaba obligado a ejercer su virilidad con el mayor ímpetu y frecuencia.

Los chinos creían que la conducta del emperador influía sobre los fenómenos naturales. De este modo, cualquier desmayo en la masculinidad imperial devenía en sequías, heladas, plagas de langosta, terremotos, inundaciones o erupción de volcanes.

Los ministros y funcionarios de la corte, preocupados por el destino del Imperio, elegían concubinas hermosas, disponían almohadones de plumas en los almácigos rituales y procuraban que el temor de producir una catástrofe no perturbara el deseo del Hijo del Cielo.

ORGÍAS VI

F
elipe de Orleáns, regente de Francia durante la niñez de Luis XV, era un hombre muy vicioso. Una de sus amantes, madame de Sabrán, se mantenía en el ejercicio de sus prerrogativas de favorita consiguiéndole a Felipe muchachas bien dispuestas. Casi todas eran bailarinas de la Ópera. Tenían cuerpos hermosos y sabían aparentar el furor erótico, aunque —lamentablemente— casi todas llevaban consigo alguna enfermedad venérea.

Los libertinos suelen tener cada tanto el capricho de un amor duradero. Madame de Sabrán captó esa inquietud en Felipe y empezó a buscar una amante más sólida. Un día descubrió a Ferrand D'Averne, una joven que reunía evidentes condiciones pero que estaba casada con un teniente de la guardia. Madame organizó una sesión de sombras chinescas en la que un especialista, lejos de los cisnes, leones y peces de uso común, animaba con sus manos proyecciones obscenas, entre las risotadas de la concurrencia.

Allí se conocieron Felipe de Orleáns y Ferrand D'Averne. El regente quedó muy enamorado y al día siguiente obsequió a la muchacha unas flores para ella y una capitanía de la guardia para el marido. Ferrand rechazó el presente y pocos días después, junto a su marido, se marchó de Paris. Felipe envió un mensajero al galope. Llevaba una oferta de cincuenta mil libras. Madame D'Averne no respondió nada.

Felipe ya calculaba una tercera propuesta cuando se presentó el señor D'Averne en persona. Con la mayor desvergüenza, ofreció el abandono de su mujer a cambio del nombramiento de gobernador en Bearn y una alta suma de dinero. Felipe aceptó.

Los nuevos amantes se encontraron por fin la noche del 12 de junio de 1721. A los pocos días, Felipe instaló a Ferrand en una habitación muy cercana a la suya y empezó a visitarla todos los días. Ella se entregó a todos los placeres que el regente le propuso. Se mostró especialmente interesada en unas reuniones orgiásticas que organizaba Felipe y que eran famosas en todo el reino. Madame D'Averne resolvió diseñar ella misma aquellas fiestas. Invitaba a centenares de personas y armaba escenografías en medio de las cuales tenían lugar los más salvajes entreveros sexuales. Casi siempre existía una consigna central que imponía una vestimenta, una actitud, una condición a los participantes. A veces, se presentaban todos como romanos, o como tártaros, o imitando el celo de determinados animales.

Las mentes de estas desmesuras llegaron a los lejanos oídos del señor D'Averne. El hombre se arrepintió de haberse sometido a la deshonra. Y empezó a pensar en redimirse.

Una noche, madame D'Averne invitó a sesenta personas. Recomendó a los hombres que se vistieran de mujer y a las mujeres que se vistieran de hombre.

Apenas comenzada la reunión, ordenó a todos que dieran salida a su instinto y que olvidaran —al menos por unas horas— que pertenecían al género humano. Las consignas fueron enteramente cumplidas y, al rato, había prosperado una violentísima orgía.

En cierto momento, mientras madame D'Averne —en calzoncillos— era estrujada por dos muchachos en traje de campesina, se abrió la puerta y entró monsieur D'Averne, espada en mano y acompañado por dos soldados. Tomó del brazo a madame y gritó a Felipe —aún sin saber dónde estaba a causa del tumulto— que se arrepentía de lo convenido. Rápidamente se fue del salón y dejó en la puerta el dinero, los obsequios y los nombramientos.

Los presentes continuaron con la orgía, pero sólo por educación.

UNA ISLA

S
egún Claudio Eliano, Anostus es una isla situada en la entrada del Mediterráneo, no lejos del estrecho de Gibraltar.

Allí no puede saberse si es de noche o de día. Una bruma luminosa produce el efecto de un ocaso perpetuo.

Hay también dos ríos en cuyas márgenes crecen árboles frutales. Los que se hallan junto al río del dolor dan frutos que producen pena: el viajero que los prueba pasa el resto de sus días en un hondo padecimiento. Los frutos de los árboles del río del placer dan al que los muerde un goce cierto pero que no dura casi nada.

El navegante portugués Lourenzo Gonçalves anduvo por allí muchas veces, y declaró que el dolor prolongado y el placer efímero no eran una propiedad de los árboles, sino de los hombres.

LA MUERTE

E
ntre los gitanos que al final de la Edad Media vivían en Bulgaria, la Muerte solía aparecer bajo formas amables, gratas y aún tentadoras.

En ocasiones, era una hermosa bailarina que extendía los brazos hacia su víctima en el momento más frenético de la danza.

Otras veces era un músico, que tocaba en su cítara unos aires melancólicos que convidaban a viajar al otro mundo.

En los meses de verano, la Muerte era visible, comía con las familias más poderosas y contaba historias de personajes ilustres. Todos le rendían homenaje o le hacían obsequios valiosos. Tan deseable aparecía el Ángel, que muchos entregaban gustosos la vida a cambio de un breve contacto.

Los gitanos y gitanas jóvenes empezaron a morir desmedidamente. Demasiado ocupada la muerte en aquellos decesos, no encontraba tiempo para llevarse a los viejos y a los enfermos.

El poder de aquel pueblo estaba seriamente resentido: escaseaban los guerreros, los trabajadores vigorosos y los vientres fértiles. Cada primavera, la Muerte se llevaba a los más jóvenes y a los más hermosos.

El héroe Lug, que era valiente, agudo y poseedor de una salvaje energía venérea, comprendió el funesto poder que tiene la belleza cuando sirve a las fuerzas de la destrucción.

Una noche, citó a la Muerte en un bosque sagrado que crecía en la ladera de una antigua loma. Ella acudió bajo la forma de la más hermosa de las mujeres. Lug comenzó a amarla ardorosamente pero, para sorpresa del Ángel, efectuó unas maniobras que había aprendido de unos taoístas chinos que había conocido en una caravana. Aquellos hombres le habían enseñado la destreza prodigiosa de prolongar la cópula indefinidamente, sin desembocar en las desaforadas culminaciones que los gitanos consideraban fatales y urgentes. Acostumbrada la Muerte a llevarse a los hombres a caballo de su último espasmo, trató de conducir a su compañero hasta el ápice del goce, pero no lo logró. Lug, hablando por entre sus dientes y tensando los músculos de sus glúteos, le dijo:

—Puedo estar en el penúltimo escalón durante toda la existencia, puedo dar todos los saltos menos el definitivo, puedo galopar a toda velocidad y detenerme exactamente al borde del abismo.

Después, recordando unas astutas manipulaciones que aconsejaban los sabios taoístas, Lug logró que la Muerte perdiera el equilibrio y cayera indefensa en territorios de placer. Entonces el ángel recuperó su aspecto verdadero y horripilante. El héroe la miró con ojos de fuego y le gritó:

—El amor y la pasión son más fuertes que la muerte. Ya no los uses como armas y vuelve a tus antiguos procederes de senectud, corrupción y enfermedad.

La Muerte se rió con dientes de calavera.

—El amor y la pasión son la muerte y tú, Lug, amas porque mueres y mueres porque amas.

Lug cayó fulminado, pero la muerte ya no volvió a ser hermosa en aquellas tribus y desde entonces volvieron a morirse sólo los viejos y los apestosos. Las personas jóvenes y fuertes siguieron siendo, como en todas partes, inmortales.

LOS JUSTICIEROS

H
ace muchos años se fundó en Buenos Aires, no sin formalidades de estatuto y juramento, la Sociedad de los Reventadores, una patota de espectadores teatrales cuya finalidad era hostilizar al género chico español.

Los principios en nombre de los cuales procedían eran ciertamente dos: el primero, un disgusto artístico ante las obras precitadas; el segundo, un resentimiento de criollo desplazado.

Los Reventadores asistían a las salas teatrales a veces hasta en número de cien. Pagaban la entrada para que los eventuales gestos de rechazo formaran parte de la protesta permitida al espectador defraudado. Debe señalarse que la indignación no surgía de las torpezas artísticas que iban observando, sino que éstas eran la señal para hacer estallar unos enconos que ya traían de su casa. Los procedimientos eran los usuales para arruinar una función: silbidos, abucheos, frases de reprobación, rimas con la última palabra de cada parlamento y, en los casos más graves, estallido de petardos, invasión del escenario, desalojo de los actores y destrucción de las instalaciones.

Con los años, la Sociedad fue decayendo o, acaso, el género chico español fue mejorando. Y en 1910 eran un recuerdo.

Pero mucho después iba a surgir otra cofradía más rigurosa que la anterior y más secreta: hablo de Los Justicieros de las Tablas.

Se ha dicho repetidamente que este grupo fue una de las tantas consecuencias de una patología clásica de los espectadores teatrales: la confusión entre lo ficticio y lo real. Sin embargo, ha venido a saberse que el jefe secreto de aquellos conjurados era nada menos que Enrique Argenti, el enloquecido director de Barracas.

Los Justicieros se precipitaban al escenario cada vez que se producía un acto de maldad o de bajeza. Por regla general, trataban de impedir los crímenes y las traiciones. Muchas veces revelaban al personaje cuya muerte se tramaba lo que habían planeado los conspiradores en la escena anterior.

Cuando no podían impedir los actos viles, se conformaban con castigar a los responsables. Pero hay un detalle singularísimo: durante sus invasiones ejercían una impecable conducta teatral. Es decir, se conducían como actores, con impostaciones y movimientos de notable academicismo.

Para evitar ser reconocidos iban enmascarados o disfrazados. Algunos historiadores, desconociendo la participación de Enrique Argenti tenían, sin embargo, la vaga intuición de que la Hermandad estaba integrada por actores enfurecidos por la falta de reconocimiento. Otros han hablado de empresarios inescrupulosos que enviaban Justicieros para hacer fracasar las obras de la competencia.

Actores o no, la violencia era casi inevitable. Los fratricidas eran especialmente castigados. Críticos memoriosos han conservado este fragmento de
Hamlet.
El rey Claudio, asesino de su hermano, está planeando la muerte de su sobrino:

CLAUDIO: —Dale, Inglaterra, a Hamlet pronta muerte.

Mientras no sepa que está dado el golpe,

por bien que me tratare la fortuna,

no hallaré paz ni dicha en parte alguna.

ENRIQUE ARGENTI: —¡Qué dicha ni qué paz, juna gran siete!

Ahora Hamlet rumbo a su fin se embarca;

detén a tus sicarios, vamos, vete

o a la primera patada en el juanete

vas a volar por toda Dinamarca.

A Otelo llegaron a conversarlo durante media hora para hacerle entender que Desdémona no lo engañaba. A Segismundo lo durmieron de una piña. Para aplacar a Antígona, Argenti representó el papel del finado Polinices regresando de la muerte. Por temor a estas invasiones muchos directores modificaban los diálogos y aun los argumentos, para evitar cualquier infracción a la más estricta moral.

Pero con el tiempo, los principios éticos del grupo se fueron resquebrajando. Se dice que, algunas veces, los Justicieros invadían el escenario sólo para sacar ventajas personales. En 1951, Enrique Argenti se coló en la cama de Julieta. En ese mismo año, atropellaron a las bailarinas de la revista. Estos churros son porteños. También se robaron unos jarrones egipcios de la escenografía de
Antonio y Cleopatra.

En el momento de su apogeo, el público festejaba las apariciones de los Justicieros con impresionantes ovaciones. Pero este éxito generó una verdadera calamidad artística: ciertos empresarios voraces prepararon falsos justicieros que, siguiendo un libreto, interrumpían las escenas. Estas intervenciones eran anunciadas en el programa para atraer a los espectadores. A partir de entonces, resultó difícil distinguir entre los Justicieros originales y sus mezquinos imitadores.

Allá por 1955, apareció un segundo grupo con fines opuestos. Se llamaron a sí mismos Los Guardaespaldas del Autor. Asistían a los teatros para garantizar el cumplimiento del plan original de cada obra y sólo se movilizaban ante la eventual aparición de los hombres de Argenti. En tales casos, subían también ellos al escenario y empezaban las controversias verbales, los empujones y los sillazos. Cada obra era entonces un campo de batalla entre la ortodoxia y la heterodoxia, entre los que querían que Edipo se acostara con su madre y los que querían impedirlo a toda costa.

Algunos se entusiasmaron con estos sucesos y declararon que nacía una nueva dramaturgia. Muy pronto se comprendió que ese nuevo teatro no era otra cosa que el teatro de siempre, ya que toda obra es un encontronazo entre seres que tratan de hacer prevalecer sus deseos.

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