Beatriz y los cuerpos celestes (34 page)

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Authors: Lucía Etxebarría

Tags: #Novela

—Estás simplificando las cosas, Barry... —objeté, pero me detuve ahí y no me esforcé en presentar argumentos porque no dejaba de creer que, a su manera, el discurso de Barry tenía un punto de razón—. Y además, a mí me gusta
Ulysses
. Bah, qué más da... El caso es que por absurdos que sean o no sean mis estudios no voy a dejarlos precisamente ahora, cuando tengo mi título al alcance de los dedos, como quien dice.

—No seas ingenua. ¿Para qué te sirve un título? ¿Para trabajar en un McDonalds? ¿Para morirte de hambre como Aylsa?

—¿Aylsa fue a la universidad? —pregunté—. Ni me lo imaginaba.

—Sí, bonita. Nuestra querida, o no tan querida, Aylsa fue a la universidad, por si no lo sabías. Se licenció en Filosofía allá por el jurásico, si la memoria no me falla. Yo también fui a la universidad, te lo recuerdo. Y mira dónde estoy.

—Creí que tú no trabajabas porque no te apetecía.

—No te confundas. Yo tenía planeado ser dentista, pero no tenía dinero para abrir una consulta. Así que acabé como enfermero en el hospital de Glasgow, cobrando un sueldo de mierda. Cada noche llegaban unos cuantos borrachos con la cabeza rota de un botellazo, o yonquis a punto de palmarla porque se habían metido un pico de estricnina. No sé cuántas cabezas cosí ni cuántos vómitos recogí. Luego, cuando se me acabó el contrato, pensé que estaría en el paro dos o tres meses, como mucho. Y ya ves. La universidad no te garantiza nada. Métetelo en la cabeza. Nada.

—Pero no parece que te vayan mal las cosas.

—No me van mal, no. Hago mucho dinero. Pero también arriesgo mucho. Esto del trapicheo no es tan fácil como la gente cree, no.

Qué me vas a contar a mí, pensé para mis adentros. Pero seguí calladita.

—No, en esto se puede ser cualquiera. El éxito depende de muchos factores, entérate, y no sólo de los primeros en los que tú pensarías. No se trata de pasar el mejor material, no, ni de servir con la mejor rapidez, ni de ser el más eficiente, ni siquiera de no meterse lo que uno vende, aunque eso, por supuesto, también es importante. Hace falta, por ejemplo, ser un buen psicólogo. Saber cómo es una persona desde el primer golpe de vista. Interpretar sus gestos, sus miradas, su forma de vestir la ropa. Yo, por ejemplo, puedo oler a un policía a kilómetros de distancia. Y sé también cuándo alguien está tan ansioso que me pagaría por el material el quíntuple de su precio con tal de que se lo entregase en el momento.

Me sonaba a discurso repetido, a algo que ya había oído antes, y me acordé de Coco por primera vez en muchos años... ¿Qué habría sido de él? Barry me ofreció el porro. Rehusé con un movimiento de cabeza.

—Por ejemplo —continuó—, la primera vez que te vi, pensé: aquí hay una tía lista. No dijiste nada. Ibas detrás de Cat y me miraste de arriba abajo. Adelantabas las caderas con aire arrogante y te mantenías en tu sitio. Vale, me gustó que permanecieras callada porque la mayoría de la gente hace cantidad de preguntas absurdas para llenar el silencio que les oprime. La gente dice que eres borde. Pero yo no. Yo supe desde el primer momento que eras lista, y valiente.

Me miró a los ojos, creo que esperando una respuesta, pero permanecí en silencio. Así que él pegó una larga calada al porro y el humo se extendió por el comedor.

—Otro detalle esencial es el factor suerte. Yo tengo suerte. He tenido suerte esta noche al encontrarte aquí. A fin de cuentas, hoy es viernes y medio Edimburgo se está emborrachando como cada viernes por la noche. Podías no haber estado. Podías haber salido a bailar. Sin embargo tú, que te crees una chica lista, te has quedado a estudiar. Pero a veces parece que tu inteligencia no te sirve para nada —prosiguió—. Mira a Cat, por ejemplo. Te aseguro que gran parte de ese medio Edimburgo que baila daría un brazo por acostarse con ella. Hombres y mujeres. Y tú, que tienes ese chollo, eres incapaz de valorarlo, joder. No sé si te das cuenta del daño que le haces... Porque ella es una persona muy especial, muy sensible... Cuando yo salía con ella...

Interrumpió de nuevo su discurso y me dedicó otra mirada inquisitiva, como para comprobar que, efectivamente, me sorprendía la afirmación. Yo seguí sin decir palabra.

—Porque yo estuve con ella. Fue cuando llegó a Edimburgo... Caitlin tenía el pelo muy largo entonces, aún me acuerdo... Era muy guapa, casi más que ahora...

Se detuvo, y permaneció unos segundos mirando al vacío como si reviviera aquella imagen frente a sí.

—No lo sabías, ¿verdad? No, no te lo ha contado, claro. Es tan reservada con sus cosas... Podrá contarte la historia de todas sus novias, y explicarte si sus orgasmos eran clitóricos o vaginales, pero nunca hablará de lo que realmente le importa, ya sabes. Y tú eres tan arrogante que ni siquiera te has parado a pensar que el bueno de Barry... No, no nos acostábamos juntos, si es en eso en lo que estás pensando, pero éramos más pareja que muchas parejas que sí lo hacen...

Yo comprendí perfectamente lo que había querido decir: nosotras

lo hacíamos.

—Bueno, pues la cosa es que Caitlin, porque nadie la llamaba Cat entonces... Caitlin y yo vivimos juntos varios meses, justo cuando yo vine de Glasgow. Ella acababa de llegar de Stirling no tenía dónde caerse muerta. Así que se vino a vivir conmigo, a un
squat
cerca de Leith Walk. Dormíamos juntos, pero no follábamos, y tampoco creas que a mí me importaba. Por entonces estaba muy metido en el coñazo ése del rollo tántrico y estaba convencido de que los ciclos de celibato eran buenos para el espíritu. En fin, a cualquiera le puede dar por ahí, supongo... Además, me metía tanta jaco entonces que ni siquiera hubiese podido follar aunque hubiese querido. Pero me he sentido más cerca de ella que de la mayoría de las mujeres con las que sí me he acostado.

Yo la quería mucho, y la quiero aún. Por eso no me gusta lo que haces con ella. Si utilizases tu cabecita privilegiada para algo, te quedarías con ella. Te darías cuenta de que es lo mejor que puedes encontrar.

—Y tú que la quieres tanto —pregunté yo, por fin—, ¿por qué crees que debo quedarme con ella? ¿No crees que le haría daño?

—No, a ella le vendría bien alguien como tú —me respondió—. Necesita alguien fuerte a su lado.

—Yo no soy fuerte —dije—; tengo un carácter muy débil.

—Reconocer la propia debilidad es un signo de fortaleza —afirmó solemne, inhalando largamente su cigarrillo de hachís.

Acercó su silla a la mía y me acometió un repentino impulso de retroceder, pero lo reprimí.

—No vendría a decirte esto si no creyese que fuese necesario. Casi nunca hablas conmigo, pero sé que me tienes respeto. Lo noto. Creo que estás a punto de cometer una equivocación. Porque tú quieres a Cat, estoy seguro. Aunque a veces tengo la impresión de que tú ni siquiera lo sabes.

No negué ni asentí. Él acercó su silla un poco más, hasta que nuestras rodillas se tocaron.

—Beatriz...

Me sorprendió que me llamase por mi nombre. Nunca lo había hecho hasta entonces. Quizá porque no sabía pronunciarlo.

—No sé —prosiguió— si conoces la historia de cierto pueblecito costero de las Highlands que, durante la guerra, organizó una muralla de defensa en su puerto formada por veinte bombarderos que habían recibido la orden de atacar a todo navío que llegara. Aquel remoto lugar estaba situado en un valle rodeado de montañas y resultaba prácticamente inaccesible por tierra. Era un pueblo tan puñeteramente insignificante que al Almirantazgo se le olvidó enviar por cable la noticia de que la guerra había acabado. Así que durante años y años el pueblo permaneció incomunicado, atacando a todo barco que intentaba aproximarse...

—Muy bien... ¿Y qué me quieres decir con eso? —le interrumpí, arrogante.

—Que tu guerra ha terminado, y va siendo hora de que retires las defensas.

Y de repente, como si se hubiese dado cuenta de que ésa precisamente y no ninguna otra era la frase idónea para zanjar el discurso que le había traído hasta nuestra casa, se incorporó y anunció que se marchaba. Me alegré, porque su comportamiento me había parecido tan extraño que suponía que iba puesto de algo, y me daba miedo quedarme a solas con él y con su imprevisibilidad. Le acompañé hasta la puerta como una anfitriona modelo, y, ya con un pie en el felpudo, se detuvo, se apoyó en el dintel y volvió a atravesarme con una de sus extrañas y fijas miradas. Me estaba poniendo nerviosa, pero no podía evitar sentirme inundada de una curiosidad que me mantenía clavada en el sitio. De repente, él acercó apresuradamente sus labios a mi cara y me encontré con un inesperado beso en la mejilla. Inesperado por varias razones: porque la situación no lo requería, porque en Escocia el beso no es una cortesía formal de saludo, como en España, y sólo se besa a los amantes y a los niños, y porque de todas las personas que conocía en Edimburgo, Barry era el último a quien hubiera imaginado dispuesto a besarme. Acto seguido adelantó la cabeza muy despacio y me plantó los labios frente a los míos, ofreciéndomelos. Respondí y deposité un beso tímido en el borde de su boca. Seguimos besándonos superficialmente, sin pasar de tímidos jugueteos propios de dos niños y aún tardamos un poco en dejarle paso a nuestras lenguas. Nos fundimos después en un abrazo apasionado, intercambiando el calor de nuestros cuerpos. Ambos sabíamos que no llegaríamos más lejos, que no haríamos el amor. Ambos sabíamos que estábamos besando a Cat.

4. LUZ DESDE UNA ESTRELLA MUERTA

Me gustaría pensar que hay algo de cierto en el aforismo
amor vincit omnia
. Pero si algo he aprendido en esta corta y triste vida es que el tópico es mentira. Y el que lo crea, un insensato.

DONNA TART.
El secreto

Cuando llamo al teléfono que me había facilitado Charo y pregunto por Mónica, me responden que no están autorizados a pasar llamadas telefónicas a los internos excepto si se trata de familiares directos o en caso de urgencia, pero me informan de que existe un horario de visitas, los sábados y los domingos por la tarde. Confirmo que tengo intención de visitar a Mónica y me explican cómo llegar hasta allí. Hay que coger un autobús y parar en un pueblo situado a cincuenta kilómetros al norte de Madrid. La granja se encuentra situada a la salida del pueblo, y desde la parada del autobús debo caminar una media hora a lo largo de la carretera. No tiene pérdida, pero en último extremo cualquiera de los lugareños me indicará cómo llegar. Dejo dicho que avisen a Mónica de que iré a verla, porque no quiero que mi aparición la coja por sorpresa. El autobús, gracias a Dios, tiene aire acondicionado, y a pesar de los baqueteos el viaje no ha resultado demasiado molesto. En el momento de poner pie sobre el camino polvoriento recibo una bofetada de calor. Todo el paisaje a mi alrededor, blanco de luz, irradia una claridad dolorosa y me ciega de sol que reverbera en los muros de piedra. Esta ardiente calina me aprieta la garganta como una garra, y por un momento se me ocurre que quizá no sea capaz de hacer la caminata sin desmayarme.

Pero no me desmayo, y sólo tengo que preguntar dos veces para encontrar el sitio. La granja resulta ser una casa antigua de techo de pizarra rodeada por un muro de piedra. Un jardín enorme se extiende tras la casa, y alcanzo a vislumbrar un reflejo brillante entre la hierba amarillenta que podría ser una piscina, o una alberca. Se trata de un chalet como hay tantos en la sierra de Madrid, y se parece a cualquiera de los que poseen en El Escorial los amigos más ricos de mis padres. Hay un grupo de chicos y chicas jóvenes que toman el sol sentados en las escaleras del porche. Todos visten chándales o vaqueros y camisetas y la expresión de sus caras exhibe una aterradora uniformidad: los mismos ojos vacíos repetidos en cada rostro, e idéntica expresión insulsa, como si acabaran de despertar. O como si estuvieran sedados. Me dirijo al grupo y afectando la mejor de mis sonrisas les pregunto si conocen a Mónica. Se miran entre sí antes de contestar y finalmente una de ellas me indica con un gesto la puerta que hay al final de las escaleras. Pregunta allí, me dice.

Apoyada en la puerta hay una chica que viste también vaqueros y camiseta. Sin embargo, advierto inmediatamente que no se trata de una paciente. En primer lugar, debe de rondar los treinta y cinco años; en segundo, lleva un teléfono móvil colgado de su cinturón; y, en tercero, la expresión aguda en los ojos, que se enfrentan a los míos sin reparos, la diferencia a las claras del grupo de chicos que he visto. En seguida esboza una sonrisa que sólo puedo calificar de profesional. Para no ser menos le tiendo la mano con exquisita corrección y me presento: me llamo Beatriz de Haya, llamé anteayer para concertar una visita. Vengo a ver a Mónica Ruiz Bonet. Ella me responde con la misma sonrisa impenetrable que Mónica bajará en unos minutos, me felicita por haber sido la primera en llegar, y me explica que los chicos que he visto sentados en la escalera también aguardan visita de sus familiares y amigos.

Me siento en la escalera a una prudente distancia del grupo. En momentos como éste desearía fumar, para poder entretener en algo esta dichosa espera. Al cabo de unos minutos siento una presencia tras de mí. Antes de volver la cabeza ya sé, sin necesidad de mirarla, que se trata de Mónica. Me alzo sobre mis pies y me giro.

Me cuesta reconocerla. Yo hubiese esperado de una heroinómana un cuerpo enflaquecido y un rostro demacrado, y, para mi sorpresa, tengo ante mí a una chica redondita de cara abotargada. Imagino que este aspecto hinchado es el resultado de un exceso de tranquilizantes. El pelo sucio, mal cortado y reseco, le cae sobre la cara como hebras de rafia, las facciones se han ensanchado y los ojos parecen hundidos en la carne, más apagados que entonces: el antiguo brillo de su mirada debe de haberse ahogado como luz en sus venas encallecidas. No queda en ella el menor rastro de su antigua prestancia, de su chic.

Mónica me mira de arriba abajo y me dedica una amplia sonrisa de reconocimiento que parece sincera. «Bea... Cuantísimo tiempo... Me alegra tanto que hayas venido...» Se me cuelga del brazo en un gesto pacato y me propone que vayamos a pasear por el jardín. Me pregunta qué ha sido de mi vida y yo le hago un breve relato de mis años en Edimburgo, de la carrera que he estudiado, de la rutinaria existencia transcurrida entre estudios y frío. No hago ninguna referencia a Cat.

Me lleva a recorrer la granja y me enseña un gallinero donde habitan unas cuantas gallinas raquíticas y su gallo, y un huerto en el que crecen lechugas, tomates, patatas y unos calabacines enormes, tan grandes que parecen el resultado de una mutación genética. Son comestibles, aclara, pero no tan sabrosos como los más pequeños, por eso no los he visto nunca en tiendas. También hay unos cerdos a los que apenas nos acercamos. En todo momento intento disimular la repugnancia que me provoca el olor de la granja, especialmente el gallinero. Se me viene a la cabeza que Cat creció en un ambiente semejante, y pregunto si hay establos. «Hay uno —me responde—. Podemos verlo luego, si quieres. Sólo tenemos una vaca. No hay caballos ni burros, porque no los necesitamos. Ésta es una granja muy pequeña. Más simbólica que otra cosa.»

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