Bestias de Gor

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Authors: John Norman

 

Un enemigo implacable, una bestia asesina, ha llegado a Gor a fin de preparar la invasión que aniquilará a la Contratierra y que servirá de avanzadilla para la posterior captura de la propia Tierra.

La bestia ha elegido su escondite: el confín del mundo. Pero... ¿cuál es el confín del mundo en Gor? Ni los mapas más detallados son capaces de situar concretamente el límite del mundo conocido de Gor.

Tarl Cabot, intuye que el misterioso confín del mundo donde aguarda la bestia está en el propio polo de Gor, el helado norte, desconocido, ignoto, peligroso, donde sólo pueden vivir los cazadores rojos y donde las mujeres son aún más cruelmente esclavizadas que en la más implacable ciudad de la Contratierra.

En este nuevo volumen de las emocionantes «Crónicas de la Contratierra», John Norman nos ofrece nuevas sorpresas, nuevas aventuras y nuevos exóticos lugares de la geografía de Gor.

John Norman

Bestias de Gor

Crónicas de la Contratierra 12

ePUB v1.0

RufusFire
07.07.12

Título original:
Beasts of Gor

John Norman, 1978

Traducción: Antoni Garcés, 1990

Ilustración: Boris Vallejo

Diseño/retoque portada: RufusFire

Editor original: RufusFire (v1.0)

Corrección de erratas: arant

ePub base v2.0

1. EL ESLÍN

—No hay ninguna pista —había dicho Samos.

Yo yacía despierto en el gran diván. Miré el techo de la habitación. La luz de un candil oscilaba débilmente. Las pieles eran suaves y mullidas. A un lado estaban mis armas. A mis pies dormía una esclava encadenada.

—Podría estar en cualquier parte —había dicho Samos alzándose de hombros—. Lo único que sabemos es que está entre nosotros, en algún lugar.

Sabemos muy poco de esa especie de animal llamado Kur. Sabemos que es una bestia sedienta de sangre, que se alimenta de carne humana y que está ansioso de gloria.

—No es muy distinto del hombre —me había dicho una vez Misk, un Rey Sacerdote.

Esta historia no tenía un principio muy claro. Supongo que comenzó hace unos miles de años, cuando Kur, ocupada en guerras internas, destruyó la viabilidad de un mundo nativo. En aquel entonces su estado estaba bastante avanzado tecnológicamente y pudo construir y poner en órbita pequeños mundos de metal de algunos pasangs de diámetro. Entonces los restos de las especies devastadas de un mundo que ardía bajo ellos, se dedicaron a la caza por las llanuras estelares.

No sabemos cuánto tiempo duró la cacería. Pero sabemos que hace ya tiempo los mundos entraron en el sistema de una estrella amarilla y ocuparon una posición periférica en uno de los brillantes universos en espiral.

Habían encontrado lo que buscaban, un mundo.

Habían encontrado dos mundos, uno llamado Tierra, otro conocido como Gor.

Durante miles de años los Reyes Sacerdotes habían defendido el sistema de la estrella amarilla contra las depredaciones de los ladrones kurii. Se había movido mucho dinero, pero los kurii nunca pudieron establecer una cabeza de puente en los puertos de este hermoso mundo. Sin embargo, hace algunos años, en el tiempo de la Guerra del Nido, el poder de los Reyes Sacerdotes quedó considerablemente menguado. No creo que los kurii estén seguros de ello, ni que conozcan la magnitud de la mengua.

Creo que si supieran la verdad los mensajes cifrados parpadearían entre los mundos de acero, las puertas se abrirían y las naves partirían hacia Gor.

Pero los Kurii, como los tiburones y el eslín, son bestias cautelosas.

Acechan, husmean al viento, y entonces, cuando están seguros, atacan.

Samos estaba muy alterado por el hecho de que el alto kur, llamado Media-Oreja, estaba ahora en la superficie de este mundo. Esto lo habíamos sabido por un mensaje cifrado que cayó en nuestras manos, escondido en las cuentas de un collar.

El hecho de que Media-Oreja hubiera venido a Gor fue entendido por Samos y los Reyes Sacerdotes como una evidencia de que la invasión era inminente.

Tal vez en este mismo momento las naves de Kur se dirigieran hacia Gor, tan alevosas y calladas como tiburones en las aguas de la noche espacial.

Pero yo no lo creía.

No creía que la invasión fuera inminente.

Mi opinión era que el kur había venido a preparar el camino para la invasión.

Debíamos detenerle.

¿Pero dónde estaba?

Casi grité de ira, los puños crispados. No sabíamos dónde podía estar.

No había ninguna pista.

La esclava se movió a mis pies, pero sin despertar.

Me erguí sobre un codo y la miré. Qué hermosa era; estaba acurrucada en las pieles, medio cubierta por ellas. Alcé las pieles para poderla ver por completo. Ella se movió, su mano se agitó un momento sobre la piel y alzó una pierna. Hizo un gesto como para cubrirse más con las pieles, pero su mano no las encontró. Alzó la pierna un poco y se encogió entre las pieles. Tal vez no hay nada tan hermoso en el mundo como una esclava desnuda. Llevaba al cuello un pesado collar de hierro y una cadena atada a una anilla fija en el gran diván. La piel de la esclava era suave y sonrosada, tan lisa, tan vulnerable a la luz del candil. Yo la encontraba increíblemente bonita. Su pelo, bello y oscuro, cubría a medias el pesado collar que rodeaba su cuello. La miré. Qué hermosa era. Y era mía. ¿Qué hombre no desea poseer una hermosa esclava?

Ella se movió y con un escalofrío quiso coger las pieles. Yo la agarré del brazo para atraerla junto a mí rudamente, y luego la arrojé sobre su espalda. Ella abrió los ojos de pronto sorprendida, casi gritando.

—¡Amo! —jadeó—. Amo, amo —susurró abrazándome. Entonces terminé con ella—. Amo —murmuró—. Te quiero, te quiero. —Un hombre posee a su esclava sólo cuando lo desea.

Ella me abrazó con fuerza presionando la mejilla contra mi pecho.

El sexo es una herramienta que puede utilizarse para controlar a una esclava. Es tan eficaz como las cadenas y el látigo.

—Te amo —murmuró.

No la dejé apartarse de mí.

—¿Puedo pronunciar tu nombre, amo? —suplicó ella.

—Sí.

—Tarl —musito—. Te quiero.

—Silencio, esclava —dije.

—Sí, amo.

La chica que yacía junto a mí, Vella, era una esclava.

Me eché a reír. Me pregunté si me había sentido tentado a mostrar debilidad. Ella tembló entonces.

—Compláceme —le dije con voz dura.

—Sí, amo. —Comenzó a lamerme y a besarme el cuerpo.

Luego la ordené detenerse y la hice tumbarse de espaldas. Alcé la cadena atada a su collar.

—Oh —dijo ella suavemente.

Sentí sus dedos en mis brazos.

Alzó hacia mí los ojos llenos de lágrimas. Qué indefensa estaba en mis brazos.

Entonces comenzó a llorar suavemente.

—Por favor, por favor —suplicaba—, déjame pronunciar tu nombre.

—No.

—Por favor.

—¿Qué soy yo para ti?

—Mi amo —dijo asustada.

—Sólo eso —le dije.

—Sí, amo.

No permití que hablara más, sino que la forcé a resistir la violenta conmoción de la degradación de esclava, yaciendo encadenada en brazos de un amo que no quiere mostrar piedad con ella.

La traté como lo que era: una esclava. En un cuarto de ahn temblaba indefensa; su mirada era salvaje y apenada.

—Puedes hablar —le dije. Ella echó hacia atrás la cabeza y gritó estremecida de espasmos.

—¡Soy tu esclava! ¡Soy tu esclava! —gritaba. Qué hermosa es una mujer en esos momentos. Esperé hasta que se acallaron sus temblores y me miró. Entonces grité con el placer de poseerla. Ella me abrazó besándome. —Te quiero, amo —gimió—. Te quiero.

La abracé con fuerza aunque era una esclava. Ella me miró con los ojos húmedos.

—Te quiero, amo. —Aparté el cabello de su frente. Supongo que uno puede encandilarse con una esclava.

De pronto alcé la cabeza. Noté un olor a eslín. La puerta de mi habitación, que nunca estaba cerrada, se movió un ápice.

Me levanté al instante sobresaltando a la chica encadenada. Me quedé de pie, tenso, junto al diván. No me moví.

El hocico de la bestia apareció cautelosamente a través de la apertura empujando un poco la puerta. Oí el jadeo de la chica.

—No hagas ruido —le dije sin moverme. Me agaché. El animal se había soltado. Ahora había pasado toda la cabeza por la puerta. Era una cabeza ancha y triangular. De pronto los ojos miraron la luz del candil y parpadearon.

Y entonces movió la cabeza; sus ojos ya no reflejaban la luz. Me miraba directamente.

El animal medía unos cinco metros de largo y pesaba unos dos mil kilos, era un eslín salvaje domesticado. Tenía dos colmillos y seis patas. Comenzaba a avanzar. La piel del vientre rozaba el suelo. Llevaba un collar de cuero, pero no tenía atada ninguna cuerda.

Había pensado que estaría entrenado para la caza de tabuk con arqueros, pero estaba claro que no era el tabuk lo que cazaba ahora.

Yo conocía la mirada de un eslín al acecho. Éste era un cazador de hombres.

Avancé ligeramente y me detuve.

Aquella tarde lo había visto en su jaula con su entrenador, Bertram de Lydius, y había reaccionado ante mí como ante cualquier otro observador. Entonces aún no lo habían azuzado contra mi olor.

Avancé un paso más.

No creo que llevara mucho tiempo fuera de la jaula, porque una bestia así, el mejor rastreador de Gor, tardaría muy poco en encontrar su camino por los pasillos hasta esta habitación.

La bestia no me quitaba ojo.

Vi que sus cuatro patas traseras comenzaban a agitarse.

Su respiración se aceleraba. El hecho de que yo no me moviera lo tenía sorprendido.

Entonces dio otro paso adelante. Ahora estaba a la distancia crítica de ataque.

No hice nada que pudiera excitarlo.

Muy despacio, casi imperceptiblemente, llegué hasta el diván y agarré con la mano derecha una de las grandes pieles.

La bestia me observaba detenidamente. Rugió amenazadoramente por primera vez.

Y de pronto se lanzó a la carga arañando el suelo. La chica gritó. La piel me sirvió de escudo, envolviendo al animal. Salté sobre el diván y me envolví en la piel. Oí a la bestia husmeando la piel con un furioso temblor. Entonces se irguió rabiosa y rasgó la piel con las mandíbulas, rugiendo y siseando. La miré. Ahora estaba en pie junto al lecho con el hacha de Torvaldsland en mi mano.

Reí con la risa del guerrero.

—Ven, amigo —la llamé—, vamos a luchar.

Era una bestia valiente y noble. Creo que aquellos que desprecian al eslín no lo conocen. Los kurii lo respetaban, y eso dice mucho del coraje, la ferocidad y la indómita tenacidad del eslín.

La chica gritaba aterrorizada.

El hacha cayó transversalmente sobre la bestia, y al caer me golpeó con un lado de la cabeza.

Volví a golpearla en el suelo, medio seccionándole el cuello.

—Es un hermoso animal —dije. Estaba cubierto de sangre. Oí algunos hombres fuera en el pasillo. Thurnock y Clitus y Publius y Tab y los otros, armas en mano, estaban en la puerta.

—¿Qué ha ocurrido? —gritó Thurnock.

—Buscad a Bertram de Lydius —dije yo.

Los hombres salieron corriendo.

Me acerqué a mis armas que yacían junto al diván para coger un cuchillo.

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