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Authors: Claudia Piñeiro

Tags: #Humor, Policíaco

Betibú (26 page)

¿Existe el sino trágico? Esa fuerza inmodificable a la que según los griegos se le oponía en vano la hybris, algo así como la soberbia o el orgullo insolente. En vano, porque el camino hacia lo fatal es tan incomprensible como ineludible.

¿Pero de qué está hablando esta mujer?, se preguntarán ustedes, los lectores de este diario.

Hablo del crimen de Chazarreta, sí. Y tal vez del de Gloria Echagüe. Pero sin duda hablo de las muertes de cuatro amigos de Chazarreta que sucedieron en los meses anteriores y posteriores a su muerte en accidentes de distinto tipo. O que al menos eso parecen: accidentes.

Las muertes sucesivas en grupos de personas relacionadas entre sí, y estas personas lo estaban, si no son evidentemente planeadas por uno o varios asesinos, suelen aceptarse como muertes de sino trágico. Pero que en sus vidas haya hechos trágicos no impide que detrás de esos sucesos se esconda el crimen, como una tragedia más.

Los Kennedy, por ejemplo. Una familia cuyos miembros ejercieron poder económico, político y gubernamental, nada menos que en un país como los Estados Unidos. Joseph Kennedy y Rose Fitzgerald tuvieron nueve hijos. Su hijo Joseph (Jr) murió a los 29 años piloteando un avión en la Segunda Guerra Mundial. John Fitzgerald murió asesinado a los 46 años siendo presidente de los Estados Unidos. Kathleen Agnes murió a los 28 años cuando el avión en el que viajaba se estrelló contra los Alpes franceses. Robert murió asesinado en el Hotel Ambassador de Los Ángeles a los 42 años, minutos después de ganar las elecciones primarias. También falleció trágicamente uno de los nietos del clan, el hijo de John F., John-John, al estrellarse el avión en el que viajaba cuando tenía 38 años.

Tres de los hermanos varones del clan, una de las mujeres y un nieto murieron asesinados o estrellados en aviones. ¿Se puede leer esto como una casualidad?, ¿como destino?, ¿como sino trágico? Tratamos de encontrarle explicación a la muerte y no siempre es posible. A veces no nos queda más que quedarnos en la incomodidad que provoca no entender por qué una vida llega a su fin. Hoy no sabemos aún quién mató a Gloria Echagüe. Sé que muchos de quienes lean estas líneas están convencidos de que sí lo saben, de que el asesino fue Pedro Chazarreta. Los envidio, esa seguridad los corre de la incomodidad que yo siento. Pero aunque no estemos de acuerdo en ese punto, sé que ustedes sí compartirán conmigo la ansiedad por la espera de alguna explicación que dé sentido a la muerte del mismo Chazarreta. Y yo, que tuve en mis manos una foto de sus amigos, de los cuales sólo queda uno vivo, estoy más incómoda todavía. Intento responderme también si las muertes de Luis Collazo, José Miguel Bengoechea, Arturo Gandolfini y Marcos Miranda son producto del destino, del sino trágico al que los condujo la propia hybris, o si hay detrás de esas muertes otra explicación, una explicación más humana, más terrenal, relacionada con algo tan propio del ser humano y no de los dioses, como es el crimen. Una explicación que me aterrorizaría pero que, a su vez, me sacaría de la incomodidad de que estas muertes no tengan sentido.

Jaime Brena termina de leer y piensa: Esta mina es buena. Muy buena. ¿Eso solo piensa? Y luego escribe la respuesta a su mail: Adelante, Betibú, está muy bien. Un día de éstos te voy a invitar a comer a mi casa. Un beso. Jaime Brena.

CAPÍTULO 24

A las tres de la tarde, ya en la redacción del diario y después de haber desechado la poca información irrelevante que encontró en Google, el pibe de Policiales llama al Colegio San Jerónimo Mártir y pide por el secretario. Hay pocos datos, lo último que aparece es que Casabets administra desde hace unos años un establecimiento rural en Capilla del Señor, donde también vive. ¿Dirección, teléfono, algo?, pregunta el pibe. El establecimiento se llama «La Colmena», es lo único concreto que aparece, pero si lo googleás seguro… Sí, sí, interrumpe el pibe, gracias.

La Colmena se presenta en su página web como una de las primeras chacras de la provincia de Buenos Aires que fueron adaptadas a finalidades turísticas: asados criollos, cabalgatas, hospedaje de fin de semana, grupos de extranjeros, eventos. En la página hay un mapa para llegar. Primero tomar la ruta 6, luego el Camino de Arroyo de la Cruz, y unos pocos kilómetros más allá del casco histórico de Capilla del Señor —asegura la página— empezarán a aparecer los carteles indicativos. Al pibe de Policiales no le cuesta convencer a Jaime Brena de que lo acompañe. Sí, poder, puedo, ya mandé mi informe y no creo que nadie me extrañe. ¿Me dejan sola?, pregunta Karina Vives cuando los ve preparándose para salir. Jaime Brena contesta con un chiste: No vayas a salir a fumar sin mí que la nuestra es una relación monogámica. Pero el pibe de Policiales no escucha el chiste de Brena porque se queda pensando en que Karina Vives lo incluyó, dijo: ¿Me dejan sola?, en plural, lo que quiere decir que le hablaba a Jaime Brena pero también a él. Y eso le gustó.

¿La invitamos a Nurit Iscar?, le pregunta Brena al pibe, cuando se están subiendo al auto, y el pibe responde que sí y la llama. Pero no la encuentra, porque mientras ellos arrancan hacia Capilla del Señor, Nurit está caminando por La Maravillosa y, una vez más, no se llevó su celular con ella. Salió distraída, pensando en que en cuanto aparezca en
El Tribuno
el informe que acaba de escribir ya no podrá andar por esas calles con la misma tranquilidad. Sabe que nombrar públicamente —en uno de los medios de mayor circulación— a vecinos de ese lugar, y dejar en el aire la sospecha de que tal vez sus muertes esconden algo que debería, cuanto menos, investigarse, no resultará gratuito para ella. Se pregunta si el pibe de Policiales o Jaime Brena habrán encontrado algún dato más que les permita llegar al amigo de Chazarreta que falta ubicar. El único que aún vive. O al menos eso cree, que aún vive. Le extraña que no la hayan llamado todavía. Tantea sus bolsillos buscando el celular y se da cuenta de que no lo trajo con ella. Mejor, piensa, no me va a venir mal andar un rato sin estar conectada a nada, andar incluso sin rumbo, eligiendo el camino de acuerdo con el color de los árboles, o el perfume de alguna flor, o el silencio. Se escucha a sí misma y se siente cursi. Ella siempre tuvo algo de cursi, pero antes lo disimulaba mejor. Con los años no es que se profundice lo peor de uno, sino que por fin sale a la luz. Lo que se fingía ya no se puede fingir más. Le molesta reconocerlo, pero ese lugar, La Maravillosa, le gusta. Si uno pudiera olvidarse del muro que lo rodea, de los requisitos con los que hay que cumplir para poder entrar, de la mirada de algunos vecinos, de que para comprar un antibiótico hay que hacer mínimo diez kilómetros, de que no hay transporte público ni bares en las esquinas ni teatros que funcionen cualquier día de la semana, podría decirse que La Maravillosa es un lindo lugar. En eso piensa, en todas esas cosas de las que no es tan fácil olvidarse y de por qué uno elige un camino o el otro, cuando se da cuenta de que está frente a la casa de Collazo. Le extraña que nada marque el lugar de los hechos, que nada impida el acceso como lo hacía la cinta roja alrededor de la casa de Chazarreta. Si ella quisiera podría llegar al camino de adoquines que pasa junto al árbol de donde colgaba ayer ese hombre, podría llegar al árbol mismo, a la rama exacta. Lo hace, avanza por el camino y se detiene debajo del roble, mira hacia arriba, busca los rastros de la soga que sostuvo el peso de un cuerpo sin vida, las marcas, la madera lastimada. Ahí están, la corteza descascarada, el tronco húmedo y claro, como si sudara. Se imagina a Collazo colgando justo encima de donde ella está parada en ese momento. Los pies inertes a la altura de su cabeza. Si ya no queda nadie en la casa, si no pusieron un guardia frente ella ni la rodearon con una cinta plástica, es porque dieron el caso por terminado: suicidio. Demasiado pronto. Si un día decidiera suicidarse, ella, Nurit Iscar, Betibú, jamás elegiría colgarse de un árbol. Se imagina que debe doler, colgar así, ese instante entre la vida y la muerte. Debe doler. Además no sabría hacer el nudo. Al pensar en eso, en el nudo, se acuerda de que dejó pendiente a la mujer del transportista y su Desarma los nudos. La tendría que llamar, para que no se inquiete, decirle que en un par de semanas le entrega el trabajo. Lo va a hacer. Cuando termine con sus informes. Pronto. Mira hacia la copa del roble. No, ella no elegiría colgarse de un árbol. Tampoco elegiría tirarse debajo de un tren o pegarse un tiro. Reventar el cuerpo que la cobijó de esa manera no le parece justo. Seguramente tomaría pastillas, muchas, para pasar del sueño a esa otra cosa que todos desconocemos. ¿Habrá una manera propia y singular de suicidarse reservada para cada persona? Si Collazo se hubiera suicidado, ¿se habría colgado de un árbol?

En el momento en que Nurit Iscar entra otra vez en su casa, el pibe de Policiales y Jaime Brena encuentran sobre la ruta el cartel que indica el acceso a la estancia La Colmena, y hacia allí se dirigen. Al lugar se le huele algo de escenografía, una prolijidad que no puede lograrse si no es con el esfuerzo de estar pendiente de eso. Pasan de largo un sector que dice «Estacionamiento buses y visitas», y en cambio se detienen frente a la entrada de lo que debió ser el casco del lugar. Antes de bajarse del auto, ya aparece frente a ellos una mujer que se presenta como la encargada. Los lunes no recibimos visitas, dice. No somos estrictamente visitas, aclara Jaime Brena, estamos tratando de ubicar al señor Emilio Casabets. ¿Por qué asunto es?, pregunta la mujer. Personal, se apura a decir Brena, tenemos conocidos en común y queremos charlar con él, hablar acerca de algunos asuntos. Emilio no es de hablar, dice la mujer de manera automática, como si esa frase no fuera una respuesta a Brena sino algo que ella dice a menudo. Emilio es mi marido, salió a dar una vuelta a caballo, debe estar por volver. La mujer los hace pasar y les ofrece algo para tomar, pero ellos no aceptan. No se moleste, dice Jaime Brena y siente al dirigirse a ella que la mujer los mira con recelo, como si no terminara de confiarles, o como si él y el pibe de Policiales implicaran, de algún modo, un peligro. Intenta sacarle un tema de conversación, pero ella es parca, contesta lo necesario y después se calla sin hacer ningún esfuerzo por continuar el diálogo. Emilio no es de hablar y ella tampoco, piensa Brena. La espera se hace tensa. El pibe de Policiales pide permiso para sacar fotos del lugar. La mujer le dice: Sí, podés. Y no agrega una palabra más.

Sobre una pared de ladrillo a la vista hay una colección de estribos. Y en una vitrina distintos tipos de mates y bombillas. Las alfombras dispersas por la sala son cueros de algún animal: vaca, oveja, cordero. Sobre un taburete colocaron en exposición una montura preparada para salir, y a un costado dos rastras de plata y un facón en su funda. Todos los lugares comunes de la argentinidad, se dice a sí mismo el pibe de Policiales. Falta que suene una zamba, piensa, y sospecha que si fuera fin de semana la zamba estaría sonando. Detrás de lo que parece un bar, sobre una pared donde es evidente que alguna vez hubo una puerta que fue tapiada, cuelga un gran escudo que tiene bordado en la parte superior la frase: Exaltación de la Cruz. Eso sí le parece algo distinto, algo que no vio antes. Un objeto que al menos él no habría incluido si alguien le hubiera dicho: Dibujá una chacra o una estancia. El pibe lo fotografía desde distintos ángulos. La mujer de Casabets lo observa, y de pronto se muestra alerta, no por el pibe y sus fotos sino por algo que llega desde afuera; ella gira apenas la cabeza, como esos perros que oyen un sonido antes que las personas. Ahí viene, dice, y al rato se escucha el galope de un caballo. Unos minutos después se abre la puerta y entra un hombre, vestido de la cintura para abajo de campo —bombacha y alpargatas— y de la cintura para arriba de ciudad —remera Chemise Lacoste algo descolorida por el sol—. Trae en la mano un sombrero que perdió su forma. El hombre mira a la mujer como si no hubiera nadie más en ese lugar y dice: ¿Sí…?, esperando que ella le explique quiénes son esos a los que él no saluda ni mira. Los señores conocen a gente que te conoce y quieren conversar con vos. ¿Y quién es esa gente que me conoce?, pregunta Casabets todavía sin mirarlos. Luis Collazo, por ejemplo, dice el pibe de Policiales. Luis Collazo, repite el hombre y luego va hacia el bar y se sirve un whisky sin ofrecerles a ellos. Así que Luis Collazo habla de mí y me incluye entre sus conocidos. El hombre se sienta en un sillón junto a la ventana y se cruza de piernas, la vista clavada en el whisky que mueve dentro del vaso describiendo pequeños círculos. La mujer mira al hombre. El pibe de Policiales mira a Jaime Brena esperando que él decida qué contar y qué no. Jaime Brena entiende que no se puede seguir siendo elusivo y dice: Mire, Casabets, voy a ser honesto con usted, conocemos a Luis Collazo pero no estamos acá porque él nos haya mandado, sino porque somos periodistas y estamos investigando una serie de muertes de personas que usted conoce. ¿Le sigue importando a alguien la muerte de Gloria Echagüe y de Pedro Chazarreta?, pregunta el hombre. Le importa a mucha gente, sí, pero no me refiero sólo a ellos. ¿Y a quién más? A Gandolfini que murió en un accidente de auto, a Bengoechea que murió esquiando, y a Marcos Miranda que lo mataron en un tiroteo en New Jersey. ¿Marcos Miranda también está muerto?, pregunta el hombre. Sí, dice Brena, y Luis Collazo también, acaba de aparecer ahorcado. Casabets lo mira sin inmutarse, inexpresivo, como si no hubiese oído. Pero oyó, porque luego mira a su mujer, hace una mueca, una sonrisa casi imperceptible y le dice: No queda nadie. Ella no contesta; sin embargo, es evidente que sabe de lo que su marido habla. No queda nadie, vuelve a decir Casabets, y se sonríe más abiertamente. Pero Brena lo corrige: Sí, queda alguien: usted. Y le hace un gesto al pibe de Policiales para que le extienda la foto del grupo de amigos de Chazarreta. ¿Qué es eso?, pregunta la mujer e intenta tomarla antes de que llegue a su marido. Dejá, dice él, dame eso, vos no te preocupes, yo ya te lo expliqué… no hay que preocuparse. Casabets busca sus anteojos por el lugar y luego vuelve a su sillón. Mira la foto y asiente varias veces con la cabeza. Tenemos miedo de que las muertes de los hombres que están en esa foto hayan sido provocadas y que usted esté en peligro, le dice el pibe de Policiales. La mujer se inquieta. Casabets se ríe. Señala su imagen en la foto. A este que está acá no le puede pasar nada, se murió hace mucho tiempo, mucho; si no me equivoco, a los pocos días de esa foto. Emilio, dice la mujer, a lo mejor… A lo mejor nada, la interrumpe él, ¿vos tampoco entendiste que este que está acá se murió? Sí, yo entendí pero…, intenta decir ella, él la interrumpe otra vez: Todos los que están en esta foto, si murieron, fue porque se lo merecían. Excepto este chico, dice y vuelve a señalarse a sí mismo, éste no merecía morir y lo mataron igual. Algún día alguien iba a hacer justicia. ¿Justicia por qué?, pregunta Brena. El hombre lo mira mal: ¿No escucha usted?, dice y se termina el whisky de un trago. ¿Quién hizo justicia?, pregunta el pibe. Dios habrá sido, responde el hombre. Me parece que estas muertes vienen de la mano de un hombre y no de Dios, corrige Brena, si fuera un hombre, ¿quién habría sido? Casabets se queda pensando, no quiere entrar en el juego de Jaime Brena pero le resulta inevitable. El hombre toma otra vez la foto y la mira con más detenimiento. Piensa, no parece preocupado, sólo piensa. Si fue necesaria justicia es que hubo un delito, ¿qué delito se cometió?, insiste Brena, ¿y quién hizo justicia? Si no fue Dios…, dice Casabets, que parece haber aceptado el desafío y sin dejar de mirar la foto se empieza a sonreír como si, por fin, supiera. Si no fue Dios… ¿Quién?, vuelve a preguntar Brena. El hombre sabe, se nota que sabe, Brena está seguro de que ahora que descartó a Dios, sabe. Esta foto la sacamos en una fecha muy cercana a ese día, dice el hombre. ¿Cuál día? Basta, dice la mujer, por favor, no insistan más. Dejalos, le dice Casabets, dejalos. Y luego mira al pibe de Policiales y le pregunta: ¿Cuántos hombres hay en esta foto? Seis, responde el pibe. Error, dice Casabets. Y usted, que se lo ve con más experiencia, ¿cuántos dice que hay?, le pregunta a Brena. Lo lamento, aun con más experiencia, yo también veo seis. Una pena, dice Casabets, se pierden lo más importante: ver lo que no se ve. Ese día, el día que no voy a volver a recordar, estábamos todos nosotros, dice, los que se ven y los que no se ven. Igual que en esta foto. Casabets la tira sobre la mesa y sigue: A veces los testigos se llevan la peor parte, incluso un dolor más intenso que el que se lleva la víctima, se culpan de no haber podido evitar la desgracia, de no haber hecho algo. El hombre se para, ¿cómo me olvidé de él? ¿De quién?, pregunta Brena. Éramos él o yo para matarlos… y yo soy cobarde. Casabets no sigue, termina de un trago su whisky, deja su vaso en el bar y actúa como si no hubiera escuchado la pregunta de Jaime Brena. Mira el escudo de Exaltación de la Cruz, se queda un rato así, parado de espalda a ellos, mirándolo. O mira la puerta tapiada. ¿Quién lo habrá bordado?, pregunta. Y luego gira hacia ellos, se sonríe y dice: Parece mentira. ¿Qué es ese escudo?, pregunta Jaime Brena. El escudo de Exaltación de la Cruz, el partido al que pertenece Capilla del Señor, donde estamos ahora. En 1940, su intendente, un tal Botta, manda hacer un escudo que represente hechos históricos. El escudo es como un corazón, ¿no? Dos aurículas, dos ventrículos. Yo iba a estudiar medicina, iba a ser médico, pero antes… Casabets se queda un instante en ese pensamiento que no comparte y luego vuelve a su relato: El diseño es del secretario municipal José Peluso. ¿Aurícula izquierda?, pregunta Casabets y señala el primer cuartel del escudo. Una cruz, responde Jaime Brena. Sí, muy bien, una cruz, representa la fundación del pueblo por Francisco Casco. ¿Aurícula derecha?, le pregunta con tono de profesor de secundaria al pibe de Policiales. ¿Una carreta, puede ser?, dice el pibe. Una carreta, sí, la carreta que llevaba la imagen de la Virgen María y que se detuvo en la otra punta de la ruta 6, dando nacimiento así a la leyenda de la Virgen de Luján. Porque en el fondo, todo son leyendas, la mía, la suya, la de la Virgen María, ¿no?, dice y mira a Brena. En eso estamos de acuerdo, le contesta él. Ventrículo izquierdo: dos espigas de trigo que representan la fertilidad de la tierra, y ventrículo derecho: una pluma, porque acá fue donde instaló Rivadavia la primera escuela pública en el año 1821. ¿Qué más ven?, pregunta. Ayúdenos, le pide Jaime Brena. Un hilo de plata, dice Casabets y señala, ¿ven ese cordón gris que separa la izquierda de la derecha?, es el Arroyo de la Cruz. Emilio Casabets suspira, parece cansado. Me voy a dormir un rato, dice y se acerca a su mujer. La besa en los labios. Tranquila, le dice, tranquila, ya pasó todo. Y se dirige hacia los cuartos. Acompañalos hasta la tranquera, le pide, y entonces sí Casabets se va. La mujer se levanta: Los acompaño, dice. Jaime Brena la mira un instante: ¿Nos puede explicar algo de todo esto? No hay nada que explicar, contesta ella, ya mi marido dijo todo lo que tenía para decir, vamos, los acompaño a la tranquera. Jaime Brena insiste: Mire, yo respeto su silencio y el de su marido, pero de verdad él puede estar en peligro. ¿Por qué quien mató a los amigos de su marido no va a venir ahora por él? No eran sus amigos, contesta ella con dureza, y nadie va a venir por él porque Emilio no hizo nada. ¿Y los otros qué hicieron? La mujer no contesta. Ahora es el pibe quien dice: Alguien que mata o hace matar a cinco personas no piensa como nosotros, no usa la misma lógica, es un asesino, ¿cree usted de verdad, señora Casabets, que puede saber lo que pasa por la cabeza de un asesino?, ¿cree usted que matar a alguien siempre tiene una explicación a la que podemos acceder? La mujer empieza a dudar. Jaime Brena lo nota y le hace un gesto al pibe de Policiales para que apriete en el lugar donde está apretando. Si ese asesino piensa que su marido puede delatarlo, ¿no cree que vendría por él aunque no haya hecho nada?, pregunta el pibe. La mujer lo mira un instante, y después dice: Espérenme en la tranquera, yo los sigo.

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