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Authors: Jane Yolen

Blanca Jenna (9 page)

De pronto, el túnel se bifurcó en tres pasajes más anchos. Confundidas, Jenna y Catrona se detuvieron y los demás las imitaron. Sus murmullos rápidos regresaban en forma de eco, dificultando la comprensión.

Finalmente Catrona señaló a la derecha.

—Sólo ése tiene los fragmentos verdes.

En silencioso acuerdo, todos se volvieron para continuar descendiendo por el túnel de la derecha.

En cierta ocasión Jenna posó la mano sobre la pared, pero ésta era resbaladiza y fría. No le agradó la sensación. Era como el interior de algo muerto, de un pescado, una culebra o un tritón. Cuando era pequeña, había pasado una vez la noche en el bosque con Pynt y había tratado de comer un tritón. La experiencia no le había resultado agradable. Con un estremecimiento, se limpió la mano en la manga, pero incluso después de ello podía sentir la pared como si ésta se hubiera grabado en su palma, como si le hubiera dejado una marca que perduraría para siempre.

De pronto, uno de los caballos bufó. En los confines del túnel el sonido retumbó con tanta fuerza que todos dejaron escapar pequeñas exclamaciones de alarma... Todos excepto Catrona, cuyo bufido sonó igual que el de su yegua. Por un momento, la explosión de sonidos y ecos fue ensordecedora. Entonces Jenna los hizo callar señalando con el dedo.

Más adelante, el túnel descendía abruptamente, ampliándose al final hacia un extraño resplandor verde claro.

—Yo iré primero —susurró Catrona—. Petra, sujeta mis riendas.

Antes de que Jenna pudiera decirle que no, avanzó con pasos silenciosos por el declive y después subió hasta el mismo borde de la luz verde, con la espada en la mano. Vieron su silueta claramente recortada por la luz, un verde aún más pálido que producía un halo alrededor de su cuerpo. Catrona alzó la espada como en un desafío o un saludo, y luego desapareció en un instante. No había saltado por el borde ni había muerto atravesada por una espada ni se había caído... simplemente había desaparecido.

—¡Catrona! —gritaron juntos Marek y Sandor. Las paredes devolvieron el nombre multiplicado por cien. Volvieron a llamarla, pero no parecían capaces de moverse.

Fue Jareth, gritando mientras corría, quien siguió a Catrona hacia la luz verde. Y, al igual que con ella, durante un momento se vio su silueta rodeada por un halo y, al siguiente, se desvaneció en un millón de partículas de luz.

—¡Esperad! —La voz de Jenna era más suplicante que autoritaria—. Esperad. —Extendió una mano hacia los otros—. Debemos pensar.

Pero uno tras otro, Petra, Marek y Sandor avanzaron llevando a los caballos como atraídos por la luz. Y uno tras otro, frente a los ojos de Jenna, se transformaron en pequeñas motas de polvo brillantes que eran tragadas por el todo.

Jenna posó delicadamente la mano sobre el hocico de Deber y sopló en sus ollares.

—Oh Deber —dijo—. Mi deber es estar con ellos. No puedo ordenarte que me sigas ya que no sé dónde voy. —Se volvió y caminó hacia la luz.

Al acercarse al borde, comenzó a oír una hermosa canción dentro de su cabeza. La luz la encandiló. Podía oír vagamente las pisadas de Deber a sus espaldas, pero no lograba apartar la vista para despedirla. Sólo estaba la luz que parecía llamarla, impulsarla hacia delante; en ese momento no existía ningún otro lugar del mundo donde hubiese deseado estar. Y entonces llegó a la cima de la pendiente. Se balanceó allí unos momentos, aferrándose con los pies, y de pronto se encontró envuelta por la luz. Era cálida y fresca a la vez; suave y cristalina; con el aroma dulce de las flores y el olor acre de las coles del pantano. Cerró los ojos para saborearlo todo y, cuando los volvió a abrir, estaba flotando sobre un prado verde brillante moteado de lirios y margaritas. Flotando.

Después, estaba apoyada con las rodillas y las manos sobre el pasto suave, como si acabara de caer desde un sitio muy alto. Cuando se giró, Deber se encontraba a su lado, pastando con satisfacción. No había ningún arrecife ni caverna a la vista. Sólo un prado que se extendía hasta una colina en el horizonte lejano, interrumpida cada tanto por pequeños grupos de árboles. Era un lugar de una paz elegante y eterna.

Del bosquecillo más cercano se elevaba una delgada espiral de humo contra un cielo azul verdoso.

Jenna se levantó y caminó hacia los árboles, lentamente, como moviéndose en un sueño.

Al llegar a los primeros árboles, vio a Petra y a Catrona a la derecha, con los muchachos a la izquierda, todos aguardando para entrar.

—Tú irás primero, Anna —dijo Marek.

—Nosotros iremos después —agregó Sandor.

Había árboles de todas clases en ese bosquecillo, como si hubiesen sido plantados uno por uno: álamos y abedules, alerces, álamos blancos, espinos, serbales, fresnos, sauces y robles. Todos se alzaban bien alto, como columnas en un salón, e hicieron que Jenna recordase la “Canción de los árboles” que solía cantar en la Congregación cuando era una niña. Según se decía era la misma Alta quien la había compuesto; y el estribillo decía:

Con verdes justillos y verdes vestidos,

Los árboles del bosque llevan la corona,

Los árboles del bosque son cuna y salón,

Los árboles del bosque lo más bello son.

Con una larga lista de árboles como estrofa.

Jenna los fue nombrando uno por uno mientras caminaba y se sorprendió al ver que coincidían completamente con la canción. Si éste era un sueño, se dijo... Pero entonces se detuvo ya que, en el centro del bosquecillo, desde donde había emergido la delgada espiral de humo, alguien estaba entonando la misma canción con una voz baja y lírica.

Jenna alzó una mano y todos se detuvieron para escuchar. Fue Catrona la primera en hablar.

—Esa voz... —y se detuvo.

Jenna se volvió y los reunió a su alrededor.

—No es la voz de un Grenna —susurró. Uno tras otro asintieron con las cabezas.

—¿Conoces esta canción? —le preguntó Catrona a Jareth.

—Se parece a una nana que mi madre me cantaba —respondió él—. Se parece... y no se parece —dijo, y continuó en un susurro—:

Con verdes justillos y verdes vestidos,

Es mi pequeño Jareth quien lleva la corona...

Al menos mi madre cantaba Jareth. Otra hubiese dicho...

—Marek —completó Marek—. Y Sandor, cuando mi hermano nació.

Sandor asintió con la cabeza.

—Y ambos cuando los dos juntos contrajimos la erupción.

—¿Qué debemos hacer? —le preguntó Jenna a Catrona.

—Yo sé cómo pelear y cómo vivir en los bosques —respondió Catrona—. Soy una buena compañera y una buena proveedora. Pero esto escapa a mis conocimientos. Es trabajo para una sacerdotisa.

Petra sacudió la cabeza.

—Conozco esa canción de la Congregación y mi Madre Alta me enseñó el significado de cada árbol de la lista, ya que se encuentra escrito en el Libro de Luz. El fresno simboliza el recuerdo, el abedul es la convalecencia, el alerce es la luz, y todo lo demás. Pero, en cuanto a dónde nos encontramos y quién está cantando, no lo sé. Tal vez sólo la misma Anna sea quien lo sepa.

—La misma Anna se encuentra tan confundida como tú —replicó Jenna, y murmuró—: A menos que yo no sea la Anna.

—Lo eres —afirmó Jareth—. Hasta los Grenna te llaman así.

—Entonces, ¿quién...? —Jenna se mordió el labio.

—Sólo hay una forma de averiguarlo —Catrona alzó la espada. Jenna posó una mano sobre la de ella.

—Quienquiera que sea, entona una canción conocida por las hermanas y también por ellos. —Señaló a Jareth, a Marek y a Sandor—. Quiere indicarnos que es a la vez madre y hermana para nosotros.

—Para todos —agregó Petra.

—¿Y quién podría ser sino la misma Alta? —se preguntó Jenna.

—Dije que tú lo sabrías. —Petra sonrió.

—Es sólo una conjetura —respondió Jenna—. Dejad que vaya primero y lo veremos.

—Iremos juntos —replicó Jareth.

Y eso hicieron, abriéndose paso entre las malezas seguidos por los caballos.

A medida que avanzaban, los árboles parecían subir y alcanzar el cielo, formando una bóveda verde a través de la cual se filtraban los rayos del sol. Los troncos se convirtieron en columnas de mármol veteado con unos nervios verde oscuro que bajaban desde la cima. Bajo sus pies, el suelo se transformó en una alfombra que conservaba el dibujo de los pastos, pétalos y hojas.

En el centro del salón había un gran fogón con una cuna verde delante. Meciendo la cuna, una mujer con un vestido de seda verde. El dobladillo de su falda estaba adornado con hojas de un verde más intenso y lucía en el corpiño unas enredaderas doradas. Su cabello era del blanco más puro y lo llevaba en dos trenzas. Tenía puesta una corona de brezos, una muñequera de rosas silvestres y un collar de cardos entretejido con anillejos de oro. Sus pies estaban descalzos.

—Es... es tu madre, Anna —susurró Marek.

—Tiene tu cabello y tus ojos —agregó Sandor—. Y tu boca.

Jenna sólo la miró.

Pero Petra ya se había hincado frente a la mujer, mostrando sus palmas que aún no llevaban grabadas las marcas azules de las sacerdotisas.

Catrona también se había puesto de rodillas, depositando su espada junto a los pies desnudos de la mujer. Jenna sacudió la cabeza.

—No. No, tú no eres mi madre. Yo nunca he sido acunada en eso.

Se acercó a la cuna verde y apartó el velo de enredaderas. La cuna estaba vacía.

—Yo he nacido bañada en sangre entre los muslos de una mujer de Slipskin. Fui robada por la partera y rescatada por unas hermanas de la Congregación Selden. Hasta ahí puedo creer. Hasta ahí puedo aceptar. He matado a un hombre llamado el Sabueso, más por accidente que por intención. Y he cortado la mano de uno llamado el Toro. Si eso coincide con la profecía, que así sea. Pero no me pidáis que crea en esta... falsedad. —Podía sentir que la piel se tensaba sobre sus pómulos. Estaba demasiado furiosa para llorar.

La mujer sonrió lentamente, se inclinó y alzó a Petra y a Catrona. Luego colocó a la primera a su derecha y a la segunda a su izquierda. Después posó sus ojos en Jenna.

—Bien, bien. Me hubiese sentido decepcionada si hubieses aceptado todo esto.

—Agitó una mano a su alrededor con lo cual el salón volvió a convertirse en un simple bosquecillo—. Si lo hubieses aceptado sin poner nada en duda.

Jareth exhaló un profundo suspiro.

—¿Dudas? Tengo cientos de dudas —se quejó Jenna—. Pero no sé qué preguntar primero. ¿Quién eres? ¿Dónde nos encontramos? ¿Por qué estamos aquí? ¿Dónde están ahora los Hombrecillos Verdes? Y...

—¿Y qué hay de tus hermanas? —preguntó la mujer.

—Eso antes que nada —añadió Jenna.

—Ven, siéntate y te diré todo lo que pueda.

—¿Pero cómo debemos llamarte? —preguntó Jareth.

—Podéis llamarme Alta.

Él sacudió la cabeza.

—No. Al igual que la Anna, no creo que...

Ella sonrió.

—De veras —dijo encogiéndose de hombros—. Ése es mi nombre. —Se sentó en el suelo e hizo una señal para que los demás la imitasen—. Por supuesto, me bautizaron así en honor de la Diosa, al igual que a tantas niñas de mi época.

—¿Cuál ha sido tu época? —preguntó Jenna apartando a Deber que se había acercado a ella para frotarle el hocico contra la oreja. La yegua sacudió la cabeza vigorosamente y se alejó para colocarse frente al fuego.

—Tendrás que olvidar tu desconfianza, Jenna —le aconsejó Alta.

—¿Cómo sabes mi nombre?

—¿Cómo lo sabían los Grenna?

Jenna guardó silencio. Arrancó una brizna de pasto y se la llevó a la boca, de un modo ausente.

—Yo soy aquella Alta que recorrió las colinas y fundó el sistema de las Congregaciones. Yo escribí el Libro de Luz. Yo fui quien enseñó a las Congregaciones el arte de la respiración, el juego del Ojo Mental y el misterio de las hermanas sombra.

—Entonces no eres otra que Gran Alta —susurró Catrona.

—No, no, mi Gata. Yo no bailo sobre el arco iris ni puedo caminar sobre un puente de luz. He sido una mujer casada con un rey e incapaz de concebir un hijo. Por ese motivo él me abandonó para tomar otra esposa. Y luego otra. En mi aflicción, comencé a recoger las niñas abandonadas en las colinas de los Valles. Fabriqué unas pequeñas carretas que arrastraba detrás de mí, más como una locura que con algún propósito en mente.

“Los Grenna me encontraron vagando enajenada, arrastrando siete carretas de bebés llorosos y malolientes, y nos trajeron hasta aquí, al Reino Verde. Me enseñaron cómo cuidar de las niñas, cómo jugar a las varillas y ver en los bosques. Me enseñaron lo que ocurriría en el mundo del futuro. Me mostraron cómo controlar mi respiración y cómo convocar a mi gemela. Y cuando hubieron hecho todo eso, nos enviaron de regreso a los Valles. Pero no había pasado un día o un mes. Ni siquiera un año. Eran cien. Y mi desaparición de los Valles se había convertido en una leyenda, un cuento para atemorizar a los niños frente al fuego: “Sé bueno o Alta vendrá a por ti.”

“Cuando regresamos, comenzó una nueva historia y las mujeres indeseables —las estériles, las feas y las solitarias— vinieron en busca de nuestra ayuda. Primero construimos la Congregación que se encuentra cerca de aquí.

—El Cruce de Wilma —dijo Petra.

—Sí, el Cruce de Wilma, Y el resto vino después. Escribí todo lo que los Hombrecillos Verdes me habían enseñado, o al menos lo que recordaba de ello, entremezclado, supongo, con la sabiduría de los Valles. A lo que había escrito lo denominé Libro de Luz. Y entonces...

Suspiró profundamente.

—¿Y entonces regresaste aquí? —preguntó Jenna.

—Eso fue mucho después, cuando mi trabajo estuvo concluido y me sentí lista para morir. Siguiendo mis instrucciones, mis mujeres me condujeron hasta la puerta de la caverna y me dejaron allí. Cuando se fueron, bajé hasta el fondo y he estado aquí desde entonces.

Marek enderezó la espalda.

—Pero Alta, eso ocurrió...

—Hace cientos de años —terminó Sandor.

—El tiempo transcurre de forma diferente aquí —Alta se quitó la corona de brezos y la dejó a un lado—. Y debía aguardar a que llegase la Anna.

—¿Han venido otros antes que nosotros? —preguntó Jareth.

—Algunos. Vieron el salón y la cuna. Escucharon la canción. Comieron mi pan y bebieron mi vino. Y partieron para descubrir que se encontraban solos en la colina, que sus seres queridos habían sido sepultados hacía mucho tiempo. Pero no llegaron a conocerme. Sólo conocían sus propios sueños. —Se quitó el collar de cardos y lo apoyó sobre la corona.

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