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Authors: Lily Blake

Tags: #Fantástico

Blancanieves y la leyenda del cazador (3 page)

Ella alargó la mano, pero William retiró la manzana y le dio un mordisco. Luego sonrió con esa mueca de
Te estoy tomando el pelo
a la que estaba tan acostumbrada. «¡Has caído en la trampa!», dijo él y empezó a reír. Blancanieves sintió tanta rabia que le empujó. William perdió el equilibrio y se agarró a ella, arrastrándola en la caída. Al golpear el suelo, ambos se quedaron sin aliento. Permanecieron allí, jadeando, hasta que finalmente uno de los dos rompió a reír. Ya no pudieron parar:

Y rieron y rieron, rodando por el suelo. Blancanieves nunca se había sentido tan feliz.

Muchos años después, ella estaba sentada en aquella fría celda, con los ojos cerrados, tratando de recordar el rostro de William. Se preguntó si continuaría vivo o si los soldados de Ravenna le habrían seguido la pista más allá de los muros del castillo. Le había visto por última vez la noche de la boda. En medio del caos, el duque Hammond montó a su hijo a lomos de su caballo. Uno de los escoltas del duque la subió a ella a otro caballo y los cuatro se lanzaron hacia el rastrillo para tratar de escapar. William pedía a gritos que se apresuraran. La puerta estaba descendiendo y ellos galopaban hacia ella. Cuando casi lo habían conseguido, una flecha alcanzó al escolta en el pecho y lo tiró de la montura. El animal se encabritó, retrasando la huida de Blancanieves. William y el duque se escabulleron bajo el rastrillo justo cuando se estaba cerrando, dejándola a ella atrapada dentro de los muros de la fortaleza.

William la llamó a gritos. Blancanieves escuchó cómo suplicaba a su padre que regresaran, pero los soldados de sombras estaban dispersándose ya por el patio. El escolta se retorcía de dolor en el suelo. Blancanieves fue amarrada y devuelta al castillo. Lo último que vio fue el rostro de William mientras huía al galope con su padre.

De repente, resonó en el pasillo el eco de unos pasos, que a los sensibles oídos de Blancanieves parecieron truenos.

—¡Dejadme marchar! —gritó una muchacha, y su voz se propagó por el corredor de piedra a toda velocidad—. ¡Soltadme!

Blancanieves se levantó, se aproximó a la puerta y apretó la cara contra los barrotes herrumbrosos, tratando de conseguir una mejor perspectiva. Rara vez conducían a otros prisioneros a la torre norte. En los diez años que llevaba allí, solo había visto a tres y todos a la espera de ser ejecutados. Uno de ellos, un hombre de unos sesenta años que había sido sorprendido robando alimentos en un carromato de provisiones de Ravenna, solo permaneció allí unas horas antes de la ejecución, y le habían golpeado con tanta violencia que apenas podía hablar. Los otros dos prisioneros tampoco estuvieron en la torre mucho tiempo.

Del pasillo surgió un soldado que tiraba de una muchacha. No sería mucho mayor que Blancanieves y tenía los ojos grandes y azules, el rostro pálido y redondo y una melena rubia y rizada que le caía por la espalda. Trataba de escapar, pero era inútil. El soldado la empujó dentro de la celda y cerró la puerta. A continuación, sonó el chasquido del candado.

El hombre se alejó por el pasillo de piedra y el ruido de sus pisadas se fue debilitando a medida que descendía por la escalera. Blancanieves esperó a que el silencio lo invadiera todo antes de atreverse a hablar.

—¿Hola…? —dijo, sorprendiéndose del sonido de su propia voz; se aclaró la garganta—. ¿Cómo te llamas? —preguntó, inclinándose hacia un lado e intentando ver con más claridad a la muchacha, que se había ocultado al fondo de la celda.

Unos instantes después, la chica reapareció. Apretó el rostro contra los barrotes y se limpió las lágrimas de las mejillas.

—Soy Rosa —respondió en voz baja.

Blancanieves sacudió su raído vestido. Podía imaginar su aspecto después de tantos años encerrada, sin tener siquiera un peine para cepillarse el pelo.

—¿Por qué estás aquí? —preguntó—. ¿Has cometido algún delito contra Ravenna?

Rosa sacudió la cabeza. Clavó la mirada en el suelo y los ojos se le llenaron de lágrimas.

—No he hecho nada —respondió—. Todas las muchachas de mi aldea fueron capturadas. A mí me atraparon cuando intentaba llegar al castillo del duque Hammond para ponerme a salvo. Estaba…

—¿El duque? —exclamó Blancanieves con voz temblorosa—. ¿Está vivo?

—Sí —contestó Rosa—. Su aldea en Carmathan se ha convertido en refugio de los enemigos de Ravenna.

Blancanieves sintió un nudo en la garganta. Había supuesto que la reina habría utilizado su magia negra para encontrar al duque Hammond y a William mucho tiempo atrás. Se había convencido a sí misma de que ambos estaban muertos.

—¿Aún sigue luchando en nombre de mi padre? —preguntó.

Rosa la miró de arriba abajo, observando su pelo enmarañado y la suciedad que cubría sus rodillas. Blancanieves trató de cubrir con las manos los agujeros que tenía en la parte baja del vestido; hasta ese momento no se había dado cuenta de que existían.

—Tú eres… ¿la hija del rey? —preguntó la muchacha—. ¿
La princesa
? —se había quedado boquiabierta. Estaba totalmente confundida.

Blancanieves asintió con la cabeza, con los ojos llorosos. Pensó en el duque como ella le recordaba, cenando junto a su padre y riendo exageradamente sus bromas. Había levantado a William con un fuerte impulso y le había colocado sobre sus hombros. Recordó cómo los había mirado, pensando que William era la persona más alta del mundo. Siempre había sentido envidia de que pudiera tocar el techo.

Rosa sacudió la cabeza y colocó una mano sobre su sien.

—La noche que Ravenna se hizo con el trono, nos comunicaron que todos los habitantes del castillo habían sido ejecutados. ¿Cómo os salvasteis? —quiso saber.

Blancanieves sacudió la cabeza, sin querer recordar aquella noche: el hedor de la sangre en el patio de piedra; Finn arrastrándola por la larga y estrecha escalera hasta los calabozos. Incluso después de todos aquellos años, ignoraba por qué Ravenna había mostrado clemencia por ella en el último momento.

—¿Y William…? —preguntó, recordando de nuevo su rostro y sus ojos color avellana cuando la miraban entre las ramas del manzano—. ¿El hijo del duque? ¿Sigue vivo?

Rosa aferró los barrotes metálicos.

—Sí, princesa —respondió con suavidad—. Ha estado luchando por la causa. Es famoso por sus ataques por sorpresa contra el ejército de Ravenna. No he oído noticias de él desde hace un tiempo, pero…

—¿A qué te refieres con «un tiempo»? —interrumpió Blancanieves. William se encontraba allí afuera, en algún lugar tras los muros del castillo, luchando todavía. Sintió que aquella nueva esperanza la consumía. No podía evitarlo. El duque y William eran como su familia. Tal vez no fuera demasiado tarde para ella. Tal vez el ejército de Ravenna podría ser derrotado.

Rosa miró el frío y húmedo suelo de piedra.

—Seis meses, tal vez algo más.

Blancanieves dejó escapar un profundo suspiro. No estaba todo perdido. Había gente que seguía luchando, que se negaba a rendirse a las fuerzas oscuras que le habían arrebatado el reino a su padre. Enjugó las lágrimas que rodaban por sus mejillas.

—¿Estáis bien, princesa? —preguntó Rosa, inclinándose hacia delante para verla mejor.

—Lo estoy —respondió Blancanieves. Una leve y esperanzada sonrisa se dibujó en sus labios—. Nunca me había sentido tan feliz.

Ravenna estaba sentada en el trono, con sus generales formados frente a ella. Docenas de velas parpadeaban por toda la estancia y caldeaban los fríos muros de piedra. El caballero negro, ataviado con su reluciente armadura oscura, se secó la sudorosa frente con un pañuelo. Aún seguía impregnado por el hedor de la última batalla; Ravenna pudo olerlo a dos metros de distancia.

—Quedan grupos de rebeldes dispersos en los límites del Bosque Oscuro —informó. Junto a él, un general con el cabello de un intenso color rojizo alzó un mapa del reino. El caballero negro señaló con un puntero la periferia del Bosque Oscuro. Aquella monstruosa arboleda resultaba tan peligrosa que nadie osaba aventurarse en su interior—. Aquí y aquí, aunque provocan escasos daños. Hemos empujado a las fuerzas del duque Hammond hacia las montañas; sin embargo, su plaza fuerte en Carmathan se mantiene firme.

Ravenna tenía la cabeza erguida y sobre su peinado de doradas trenzas lucía una corona con remates apuntados. Alargó la mano hacia una mesa colocada a su lado. Sobre ella, había un recipiente con cinco pajarillos muertos, colocados con el vientre hacia arriba y abiertos en canal desde el pico hasta la cola. Introdujo los dedos en uno de ellos y le arrancó el corazón. Se llevó a la boca aquel diminuto órgano —que no era más grande que un garbanzo— y dejó que la dulce sangre se deslizara por su garganta.

—Sitiadla —ordenó, disfrutando de la tierna textura de la carne.

Otro general se adelantó desde una línea posterior. Era más bajo que los demás y su espesa barba colgaba diez centímetros por debajo de su barbilla.

—Las montañas y el bosque la convierten en un refugio inexpugnable, mi reina —afirmó y se retorció las manos con nerviosismo, a la espera de una reacción.

Ravenna se levantó y dejó caer la capa que envolvía su cuerpo, desvelando un vestido de oro y plata fundidos que brillaba cuando ella se movía. Tenía el mismo aspecto que diez años atrás. Su piel era tersa y ni una sola arruga surcaba su rostro. De hecho, parecía incluso más joven que cuando el rey la conoció, como si su belleza aumentara con los años. El paso del tiempo no la afectaba.

La reina se acercó de una sacudida y apuntó con un dedo hacia el rostro del general.

—Entonces, ¡obligad al duque a salir de allí! Incendiad todas las aldeas que le apoyen. Envenenad sus pozos. Y si aun así oponen resistencia, ¡clavad sus cabezas en picas y decorad con ellas los caminos! —ordenó.

El caballero negro se colocó frente al general, corno si tratara de protegerle.

—Mi reina —dijo con una ligera reverencia—, son
ellos
los que nos atacan a nosotros. Los rebeldes hostigan nuestras líneas de abastecimiento y los enanos asaltan los carromatos que transportan el dinero de los jornales.

Ravenna no podía soportarlo más. Excusas, eso era lo único que escuchaba de aquellos hombres. Arrebató el puntero al caballero negro y le golpeó con fuerza en los muslos.

—¿Enanos? —dijo, sonriendo satisfecha al oír el sonido de la madera golpeando el metal—. ¡Son solo medio hombres!

El caballero negro sacudió la cabeza. Se quitó el casco metálico y se echó hacia atrás su grasiento pelo castaño.

—En otra época fueron guerreros de la nobleza, mi reina —comentó el general con una expresión casi de disculpa—. Hemos capturado a dos rebeldes, ¿los ejecutamos? —preguntó.

Ravenna sonrió. Alargó la mano hacia el recipiente de los pájaros y arrancó otro corazón. Lo masticó, disfrutando de su suave elasticidad.

—No —respondió después—. Deseo interrogarlos yo misma. Traedlos aquí.

El caballero negro hizo una seña a un soldado situado en la parte trasera del salón del trono, y este desapareció tras las inmensas puertas de madera.

Ravenna caminó impaciente frente a los generales, sintiendo cómo su respiración se agitaba. No había llegado tan lejos para permitir que su reino cayera en manos de los rebeldes. Les daría caza, dondequiera que se encontraran. No descansaría hasta que todos hubieran muerto, hasta que sus aldeas quedaran calcinadas y derruidas, hasta que sus hijos fueran prisioneros del régimen. Tardaría algún tiempo, pero lo conseguiría. Solo necesitaba conservar su fortaleza. Sus poderes debían mantenerse intactos.

Miró por la ventana hacia la muralla del castillo. Los campesinos se arremolinaban en torno a los montones de desperdicios y escarbaban entre los restos en descomposición de un cerdo y de unos tomates mohosos. Se oían los gritos de una mujer con un bebé aferrado al pecho. Estaba forcejeando con un niño al que le había arrebatado un hueso de pollo. Ravenna los observó, al tiempo que movía su brillante falda metálica de un lado a otro. Finn y ella habían sido igual de pobres: simples gitanos que vivían en un carromato. ¿Dónde estaba el rey entonces? Él había incendiado su aldea y había asesinado incluso a las mujeres, creyéndolas traidoras. ¿No mostraba ella una actitud más benevolente?

El soldado regresó, arrastrando a dos hombres tras de sí. El mayor tenía el pelo gris y unas profundas arrugas en torno a la boca, además de un ojo amoratado e hinchado y un corte en un brazo, que todavía sangraba. El otro, que aparentaba la mitad de edad, era un joven atractivo, corpulento y con una musculatura tan desarrollada que se marcaba incluso a través de su camisa rasgada. Parecía ileso.

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