Blasfemia (41 page)

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Authors: Douglas Preston

Tags: #Techno-thriller, ciencia ficción, Intriga

—Veo que habéis incendiado los hangares. Muy bien.

—¿Qué hacemos con el helicóptero?

—¿Lo tienen vigilado?

—Un soldado y el piloto. Está armado… y bastante asustado.

—Matadles —dijo sin pensarlo—. No dejéis que despeguen.

—Sí, pastor.

—¿Hay instrumental pesado cerca?

—Sí, una excavadora.

—Pues cortad la pista y los helipuertos.

Miró a la multitud. A pesar de los bloqueos en las carreteras y de las detenciones masivas, seguían tomando la montaña por asalto. Era un espectáculo increíble. Había llegado el momento de empezar la siguiente fase del ataque.

Levantó los brazos y dijo: —¡Cristianos! ¡Escuchad!

La multitud, que no dejaba de crecer, se quedó en suspenso. Eddy señaló algo, con el dedo temblando.

—¿Veis aquellas líneas de alta tensión?

—¡Hay que tirarlas! —dijo alguien.

—¡Exacto! ¡Vamos a dejar al
Isabella
sin corriente! —exclamó Eddy—. ¡Quiero voluntarios para escalar las torres y arrancar los cables!

—¡Arrancadlos! —rugió la muchedumbre—. ¡Arrancadlos!

—¡A cortar la corriente!

—¡A cortar la corriente!

Se desgajó una parte de la multitud, que fue hacia la torre más cercana, situada a unos cien metros.

Eddy levantó los brazos. Se hizo otra vez el silencio.

Señaló de nuevo, esta vez en dirección al cúmulo de antenas, parabólicas y transmisores de microondas y de telefonía móvil que había encima del edificio del ascensor, al borde del acantilado.

—¡Dejad ciego y sordo a Satanás!

—¡Dejad ciego a Satanás!

Otro grupo desgajado de la multitud se arremolinó en torno al ascensor. Ahora la gente tenía un objetivo, algo que hacer. Eddy asistió con lúgubre satisfacción al momento en el que sus fieles se apretaban contra la valla que rodeaba una de las vigas gigantes de la torre. Tanto presionaron, que al final se vino abajo con un fuerte chirrido, y un río de gente penetró en el interior. Un hombre se cogió al primer peldaño de la escalera y empezó a subir, seguido por muchos más, hasta que en pocos minutos parecían una hilera de hormigas subiendo por un árbol.

Eddy se bajó del Humvee para reunirse con Doke al borde del precipicio.

—Aquí arriba ya he hecho todo lo que tenía que hacer. Me voy abajo. Soy el elegido por Dios para enfrentarse con el Anticristo. Te dejo al mando.

Doke le dio un abrazo.

—Que Dios le bendiga, pastor.

—Enséñame la mejor manera de bajar por este precipicio.

Doke cogió uno de los arneses de nailon que tenía a sus pies y se lo ciñó a Eddy en las piernas y la pelvis. Después lo fijó con un mosquetón y le pasó un deslizador.

—Esto se llama una silla suiza —dijo—. Por este deslizador se pasa la doble cuerda. Cuando la sueltas, frena sola. Una mano por aquí y la otra por allá. Te echas hacia atrás y das saltitos, a la vez que dejas correr la cuerda por el mosquetón. —Le dio una palmada en la espalda, sonriendo de oreja a oreja—. ¡Facilísimo! —Se volvió—. ¡Dejad paso! —exclamó—. ¡Dejad paso al pastor Eddy, que va a bajar por las cuerdas!

La multitud se abrió. Doke llevó a Eddy al borde del precipicio. El pastor se volvió, cogió la cuerda y, siguiendo las indicaciones, saltó por el borde y empezó a apartarse con cuidado de la roca, tal como había visto hacer a los demás; aunque lo hizo con un nudo en el estómago y sin dejar de rezar.

64

—Fuera hay una multitud enfurecida —dijo Wardlaw, señalando el monitor.

Finalmente Hazelius se apartó del visualizador. La cámara principal enfocaba toda la zona de seguridad, repleta de gente con cuchillos, hachas, rifles y antorchas que oscilaban.

—¡Están trepando por el ascensor!

—Dios santo… —Hazelius se secó la cara con la manga—. Ken —preguntó—, ¿cuánto tiempo le queda al
Isabella
?

—¡La bobina defectuosa perderá la superconductividad en cualquier momento —exlamó Dolby—, y entonces ya podemos rezar! Podrían desviarse los haces, cortar el tubo de vacío y provocar una explosión.

—¿Cómo de grande?

—Enorme. No hay precedentes. —Echó un vistazo a la pantalla—. ¡Harlan! Introduce un poco más de corriente en el sistema. Manten el flujo magnético.

—Ya estoy al ciento diez por ciento de potencia —dijo St. Vincent.

—Dale más.

—Como haya un fallo de la red nos quedaremos sin corriente, y también tendremos que empezar a rezar.

—Tú dale.

Harlan St. Vincent tecleó la orden.

—¿Y los de fuera? —bramó Wardlaw—. ¡Han incendiado los hangares del aeródromo!

—Aquí no pueden entrar —dijo Hazelius con calma.

—Todavía están bajando por las cuerdas. —Aquí estamos seguros.

Al mirar la pantalla, Ford vio que la marea humana que trepaba por el ascensor ya había llegado al techo. La cámara tembló y se inclinó mucho, hasta que se oyó un chasquido y se quedó negra. —Gregory, tenemos que apagar el
Isabella
—dijo Dolby.

—Ken, dame solo cinco minutos más.

La mirada de Dolby era fija y su mandíbula temblaba de emoción incontrolada.

—Solo cinco. Te lo suplico. Quizá estemos hablando con Dios, Ken. ¡Con Dios!

La cara de Dolby estaba empapada de sudor. Le palpitaba la mandíbula. Tras asentir mediante un gesto de la cabeza, se volvió otra vez hacia su máquina.

—Respecto a esta nueva religión que quieres que prediquemos… —dijo Hazelius—. ¿Qué le pediremos a la gente que adora? ¿Qué tiene de hermoso y de sobrecogedor todo esto?

Ford tuvo dificultades para leer la respuesta, medio sepultada por la tormenta de nieve que invadía la pantalla.

«Os pido que contempléis el universo tal como ahora sabéis que existe. ¿No es más sobrecogedor en sí mismo que cualquier concepto de Dios propuesto por las religiones históricas? Cien mil millones de galaxias, islas de fuego solitarias, lanzadas cual monedas a un espacio tan inmenso que supera la comprensión biológica del cerebro humano. Y yo os digo que el universo que habéis descubierto solo es una minúscula fracción de la extensión y la magnificencia de la creación. El lugar que habitáis no es sino una diminuta mota azul en las infinitas bóvedas celestes; y sin embargo esa mota tiene para mí un valor enorme, porque es parte esencial del todo. Por eso he venido a vosotros. Adoradme a mí y a mis grandes obras, no a un dios tribal imaginado hace miles de años por tribus de pastores en guerra.»

Dolby tenía la mirada fija, la cara brillante de sudor y la mandíbula crispada. Hazelius orientó de nuevo hacia el visualizador su rostro delgado y ansioso.

—Más. Cuéntanos más.

—Se han encendido alarmas en la red —dijo St. Vincent, sereno, pero con la voz a punto de quebrarse—. Se están sobrecalentando los transformadores en la Línea Uno, a medio camino de la frontera con Colorado.

«Seguid las facciones de mi rostro con vuestros instrumentos científicos. Buscadme en el cosmos y en el electrón. Pues soy el Dios del tiempo y el espacio profundos, el Dios de los supercúmulos y los vacíos, el Dios del Big Bang y la inflación, el Dios de la materia oscura y la energía oscura.»

El Puente tembló y empezó a notarse un olor de componentes electrónicos quemados.

Las cámaras de seguridad del aeródromo mostraban dos hangares devorados por las llamas. El helicóptero posado en el helipuerto estaba rodeado por una multitud. Dentro había un soldado que disparaba al aire con un M-16, intentando asustarles. El heli-cóptero estaba calentando motores.

—¿De dónde ha salido toda esta gente? —preguntó Innes, absorto en la pantalla, haciendo oír su estridente voz sobre el aullido del
Isabella
.

«La ciencia y la fe no pueden coexistir. La una destruirá a la otra. Debéis aseguraros de que sea la ciencia la que sobreviva, ya que de lo contrario vuestra pequeña mota azul estará condenada…»

Se oyó la voz de Edelstein.

—Se están calentando los p5.

—¡Dame un minuto! —exclamó Hazelius, y volviéndose hacia la pantalla bramó por encima del estruendo—: ¿Qué tenemos que hacer?

«Con mis palabras venceréis. Contad al mundo lo que ha ocurrido aquí. Decidle que Dios ha hablado con la humanidad, por vez primera. ¡Sí, por vez primera!»

—Pero ¿cómo podemos explicarte, cómo podemos describirte si no nos dices qué eres?

«No repitáis el error de las religiones históricas, enzarzándoos en discusiones sobre qué soy o qué pienso. Yo estoy más allá de cualquier comprensión. Soy el Dios de un universo tan grande que solo pueden describirlo los números de Dios, de los que os he dado el primero.»

—Mierda… —dijo Wardlaw, con la vista clavada en los monitores de seguridad.

Ford volvió hacia ellos su atención. La multitud bombardeaba el helicóptero con piedras y balas, mientras el soldado que lo vigilaba disparaba sobre sus cabezas. Alguien lanzó un cóctel Molotov, pero se quedó corto, y la pista se cubrió de llamas. El soldado bajó el arma y disparó a la multitud. El helicóptero empezó a levantarse.

—Dios mío… —dijo Wardlaw, que parecía mareado.

A pesar de la carnicería, la muchedumbre enfurecida estrechó el cerco. Los disparos con los que contraatacaban salpicaban de chispas el blindaje del aparato.

«Sois los profetas que llevaréis el mundo hacia el futuro. ¿Qué futuro elegís? La llave está en vuestras manos…»

Ford vio cómo volaban media docena de cócteles Molotov, que se estrellaron en el flanco del helicóptero. Las llamas subieron hasta los rotores y prendieron en un tubo de combustible; el helicóptero explotó con un formidable estruendo y se convirtió en una bola de fuego que levitaba en el aire nocturno. Sus trozos cayeron al asfalto como una cascada de fuego, que se extendió rápidamente a medida que el combustible incendiado se propagaba en todas las direcciones. Poco después salió de entre las llamas un soldado agitando los brazos, envuelto en fuego, que se derrumbó en medio de la pista.

—Madre de Dios… —dijo Wardlaw—. Han hecho explotar el helicóptero.

Hazelius estaba demasiado enfrascado en el visualizador para hacerle caso.

—¡Mirad, mirad! —exclamó Wardlaw, apuntando con el dedo una pantalla—. ¡Han llegado a la puerta del Bunker! Vienen a por el
Isabella
. ¡Están matando a los soldados!

—¡Voy a desconectar el
Isabella
! —exclamó Dolby.

—¡No!

Hazelius se le echó encima. Forcejearon, pero esta vez Dolby estaba prevenido y derribó a Hazelius, a quien aventajaba físicamente. Se colocó otra vez ante el teclado.

—¡Está bloqueado! ¡El
Isabella
está bloqueado! —gritó—.

¡No acepta los códigos de cierre!

—Dios mío… Estamos muertos —dijo Innes—. Estamos muertos.

65

Bern Wolf se agazapó en la sombra de la puerta de titanio, detrás de los soldados. Tras bajar por las cuerdas con la furia de un poseso, ahora la multitud les estaba arrinconando contra las rocas del fondo. ¿Algún soldado había hecho frente alguna vez a una situación así, a una devastadora multitud de compatriotas, de civiles, muchos de ellos mujeres? Era una locura. ¿Quiénes eran? ¿La Rama Davidiana? ¿El Ku Klux Klan? Había todo tipo de ropa, y todo tipo de armas, desde rifles a estrellas ninja. Muchos enarbolaban cruces improvisadas con las que acorralaban a los soldados, que ya no tenían más espacio para replegarse. Finalmente habló Doerfler.

—¡Estas instalaciones son propiedad del gobierno! —vociferó—. Dejen las armas en el suelo. Ahora mismo.

Un hombre escuálido se separó del grupo con un gran revólver en las manos.

—Soy el pastor Russell Eddy. Hemos venido como ejército de Dios para destruir esta máquina infernal y al Anticristo que se halla dentro de ella. Apártense y déjennos pasar.

La multitud estaba compuesta de rostros sudorosos, de ojos que brillaban de forma extraña en la luz artificial, de cuerpos agitados por la emoción. Algunos lloraban a lágrima viva. Mientras tanto, seguía llegando gente por las cuerdas. Su número parecía no tener límite, ni que hubiera forma de pararles.

Wolf les miraba, fascinado. Parecían poseídos.

—No me importa quiénes son —espetó Doerfler al pastor—, ni a qué han venido. Es la última vez que se lo digo; dejen las armas en el suelo.

—¿De lo contrario? —preguntó Eddy con mayor arrojo.

—De lo contrario, mis hombres se defenderán a sí mismos y a estas instalaciones del gobierno con todos los medios a su alcance. Dejen las armas de una vez.

—No —dijo el raquítico pastor—. No dejaremos las armas. ¡Sois agentes del Nuevo Orden Mundial, soldados del Anticristo! Doerfler se acercó con la mano tendida y le dijo con fuerza: —Vamos, hombre, dame la pistola. Eddy le apuntó con ella.

—¡Mírate! —se burló Doerfler—. Si disparas, el único herido serás tú. Dámela ahora mismo.

Se oyó un disparo. Doerfler tropezó hacia atrás con cara de sorpresa, rodó un poco por el suelo y empezó a levantarse, sacando su pistola. Evidentemente, llevaba un chaleco antibalas.

El segundo disparo del revólver le voló la parte superior de la cabeza.

Wolf se tiró al suelo y se arrastró hasta las rocas para protegerse, mientras a su alrededor estallaba un estruendo como el del final del mundo: ráfagas de ametralladora, explosiones, gritos… Se encogió en posición fetal, con la cabeza entre las manos, intentando fundirse con las piedras, a la vez que todo se llenaba de disparos y estallidos, y que le llovían encima las esquirlas que desprendían el impacto de las balas. El fragor parecía eternizarse, salpicado de horribles gritos de agonía y del sonido húmedo de las balas desgarrando la carne. Wolf se apretó las orejas con las manos para no oírlo.

El furor empezó a remitir. Al cabo de un rato todo quedó en silencio, salvo el zumbido de su cabeza.

Permaneció encogido, estupefacto hasta el extremo de no poder pensar.

Una mano se apoyó en su hombro. El se apartó. —Tranquilo, ya ha pasado todo. Levántate. Siguió apretando los párpados. Una mano cogió su camisa y le levantó a la fuerza, arrancándole la mitad de los botones.

—Mírame.

Levantó la cabeza y abrió los ojos. Estaba oscuro. Habían destrozado los focos a balazos. Todo estaba lleno de cadáveres, gente cortada por la mitad y extremidades desperdigadas, en una visión infernal, o peor que infernal. Había gente con heridas espantosas. Algunos hacían ruidos raros, como gárgaras o toses, y unos cuantos chillaban. La multitud arrastraba los cadáveres al borde del precipicio, para arrojarlos por él.

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